La existencia humana, la desolación, «un continente ardido en el incendio del devenir», son los conflictos que César Bisso explora en este artículo que dialoga y homenajea la poesía de Rubén Vela.
Por César Bisso
No sólo ha sido un excelente poeta, sino también un gran ser humano y generoso amigo de los amantes de la Diosa Blanca. Su obra exploró las entrañas de América y mostró al mundo el despojo y la miseria en las regiones más olvidadas. Fue autor de libros fundamentales, embajador argentino en diversos países, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, galardonado con importantes premios, amigo incondicional de Alejandra Pizarnik y del grupo literario Poesía Buenos Aires. Rubén Vela nació en 1928 en un pueblo de la pampa gringa santafesina y falleció en el otoño de 2018 en Capital Federal, unas horas antes de cumplir noventa años.
¿Es la palabra, acaso, el lenguaje de los impotentes,
la música celestial de los eunucos,
el ensueño de los débiles de espíritu?
La pregunta corresponde a un poema de Rubén Vela que indaga acerca de la memoria y la libertad, desentrañando la complejidad de la vida a través de ese oficio de fe y de vitalidad que siempre ha revelado su poesía. Vela nunca quiso sentirse impotente frente a la palabra. Quizás por eso inventó un destino colmado de pasión cuando aquella infancia rural, transcurrida en el pueblo de Emilia, al norte santafesino, lo nutrió de imágenes, sonidos y misterios. La aventura de cruzar el océano de trigales en la barca de los sueños o volar más alto que los pájaros a través del vertiginoso izamiento del barrilete, fueron emociones que quedaron impregnadas en el alma de aquel hombre que peregrinó por el mundo, pero jamás pudo olvidar el gusto de la espesa leche bendecida por las luces del alba. Ese fue su primer hallazgo de la belleza. Y el comienzo de un viaje interminable.
Años más tarde comprendió que la poesía es el lado oculto de la existencia humana. Que ella elige su camino y trasciende más allá del poeta. Ya ubicado en la gran urbe porteña, Vela pudo percibir que la sociedad moderna estaba muy lejos de incorporar al artista como parte del sistema. Sólo la marginalidad parecía proteger al creador, haciéndole saber que es más importante el éxito que la calidad de la obra, que es más prioritario la relación con el poder de turno que la influencia de las corrientes estéticas o el pensamiento imperante de la época. Sobre todo, en América, más aún en Buenos Aires, la palabra necesitaba representarse por sí misma como una luchadora dispuesta a vencer las barreras del conformismo y la hibridez. Entonces Vela comprobó que el poeta estaba dispuesto a resistir por ella.
Hombres de este siglo:
Contemplad la Palabra
Identificado con la generación del 50’ y literariamente enrolado en las filas del movimiento de Poesía Buenos Aires, que lideraba el gran poeta Raúl Gustavo Aguirre, el joven santafesino comenzó a sentirse más seguro de sus pasos. Aquel grupo vanguardista, embelesado por el surrealismo, el creacionismo y el existencialismo, le abrió las puertas de la creación, como a tantos otros poetas argentinos que alcanzaron rápidamente el reconocimiento de la comunidad cultural.
Por aquella época, Vela publicó «Introducción a los días», su primer libro, iniciando un camino intenso y perdurable hacia la búsqueda de un lenguaje diferente. Pero muy pronto descubre poéticamente a su amada América. Fue cuando aquella misión diplomática a Bolivia lo pone frente a una tierra dramática y exuberante, diametralmente opuesta a la Buenos Aires de estirpe europea que él conocía. Allá, en el altiplano boliviano, frente a las ruinas de Tiwanaku, se revela el continente escondido: la desolación, el misterio y los olores, gustos y matices de una cultura entrañable y cautivante. A pura poesía Vela fue sacándose el traje transoceánico y comienza a sumirse en el paisaje espiritual y costumbrista de la América profunda. Y nace otra voz, que ya no elige plantear contradicciones o diferencias con el pensamiento iluminado del progreso, sino que sólo se nutre de una mirada interminable sobre las luces y sombras de la tierra ancestral y palpable. Y como un náufrago de la soledad, contra viento y marea, aguardó que la palabra fluyera como una lluvia incesante. La tierra americana desvelaba desde el fondo del poema. «América fue y es para mí una revelación y sobre todo una aventura interminable», recordaba Vela de aquella experiencia de vida. Media docena de libros hablan sobre ella y también de una nueva identidad poética. Sin ataduras ideológicas ni golpes bajos, la palabra siguió viva, más allá de la ignorancia y de la muerte.
Leedla
en los muros que acumulan
descifrables memorias como gritos
reclamando
el pleno ejercicio del amor,
la libertad inmensa.
Rubén Vela siempre se sintió urgido por decir todo sobre lo que lo rodeaba, por descubrir el universo de lo no revelado. La pasión americana estalló de pronto en su voz, pero no resultó un hallazgo azaroso, sino que fue una acumulación de vivencias y videncias que fue recogiendo desde sus búsquedas arqueológicas y antropológicas, las profesiones que desde muy joven lo impulsaron a mirar su tierra primitiva de otra manera y desde otro lugar. El «mito del eterno retorno», de Mircea Eliade, se constituyó en el punto de partida hacia una literatura que se esmeró en rescatar desde la historia la existencia de lo primigenio, tan diferente y tan cercano a su realidad. Piedra por piedra, huella por huella, Vela consolidó su recorrido poético, buscando las voces y los silencios, resignificando el sentido y la exuberancia del realismo mágico que a su paso descubría. La poesía nunca estuvo sola: un continente ardido por en el incendio del devenir se abría frente a él, para mostrarle todas las edades del dolor y la furia. Y el poeta advirtió el grito pagano de criaturas desoladas que lo llamaban desde la selva indómita, desde las altas cumbres, desde los llanos fecundos, desde los radiantes litorales. Alzó la palabra como un arma, la salvó del lenguaje convencional que la tenía prisionera y la trasladó hacia el estadio más sagrado del decir. Allí cantó en libertad.
Buscadla
en aquellos rostros sorprendidos
que descubren de pronto
su condición de Pueblo.
El luminoso, único destino
del hombre aquí en la tierra.
La amistad me permitió descubrir la grandeza humana de Rubén Vela. En su carácter de miembro de la Cancillería argentina se relacionó con presidentes, ministros, reyes y reinas, príncipes y princesas, parlamentistas y diplomáticos, pero siempre desechando la omnipotencia del poder y la perversidad de la soberbia. Lo que sí disfrutó con ganas fue la compañía de grandes artistas, escritores y pensadores que conoció en sus diferentes destinos por el mundo. A través de ellos se conmovió ante la belleza y la sabiduría. El recuerdo de uno, en especial, siempre lo emocionó hasta las lágrimas. En su departamento de Plaza San Martín solía contemplar una decena de payés que Leónidas Gambartes le regaló en honor al deseo de vivir y perdurar. Vela inmortalizó aquella amistad con el célebre pintor rosarino en un largo poema: «…Y me nace esta alegría entre tanta ausencia / haberte conocido / haberte hablado / haber visto con tus ojos / lo que tú quisiste que vieran mis ojos / tu sabiduría tu humildad / madrepadre gambartes / que construías con tus manos tan pequeñas / los radiantes monstruos del pasado hacia el porvenir / que inventabas la música de las raíces profundas / en la historia partida de esa tierra / con tu corazón de poderoso mago de la aurora / tus manos que inventaban el verdadero nombre de américa / américagambartes / que soñaban américa / que lloraban américa / que gozaban américa…» Creo que este fragmento define la inmensidad del amor, la prolongación de la ternura y la perpetuidad del arte por encima de todos los pesares.
Otra de las mayores satisfacciones de Vela fue haber conocido y descubierto poéticamente a una joven llamada Alejandra Pizarnik. El hecho ocurrió en una imprenta del barrio de Monserrat, en el año 1955. Allí se encontró con esa muchacha de aspecto desaliñado y mirada lejana, que esperaba ansiosa la aparición del primer poemario. Hablaron brevemente de poesía y Vela regresó a su casa con aquella revelación bajo el brazo. Al poco tiempo, después de leer y admirar cada texto del libro, escribió una elogiosa crítica en el diario La Época: «Una voz original se levanta de esa tierra ajena, de esa tierra extraña que es Flora Alejandra Pizarnik. No conocemos de ella sino este desconcertarnos ante su lenguaje de nuevo mundo». Nació entonces una amistad entrañable entre ambos, que se prolongó dentro del movimiento creado por Aguirre y alcanzó su esplendor cuando Alejandra reconoce el padrinazgo de Vela, dedicándole en 1958 su libro «Las aventuras perdidas». Tiempo después del suicidio de Alejandra, ocurrido en la primavera de 1972, el poeta santafesino dijo sobre Pizarnik que «la habían traído a un jardín que no era el que buscaba, marcaba la diferencia en lo que ella consideraba vida y la vida que le ofrecían. Ella buscaba la palabra justa para terminar la vida y la encontró con la muerte».
Pero más allá de las buenas relaciones sociales y amicales, el poeta también supo luchar con su palabra para salvar al niño del desamparo del hambre, a la madre de la miseria de la desolación, al hombre ignorante de la angustia de la impotencia, a los pueblos en guerra del cáncer del horror y la violencia sin escrúpulos. Cada poema fue testimonio de la devastación del mundo, aunque el creador nunca pudiera darse cuenta si la palabra salvó al niño, ayudó a la madre, fortaleció al hombre o llevó la paz a esos pueblos heridos de muerte. De esa magia cautivante hablaba la poesía de Vela. De esa conjunción de fuerza y deseo que se renueva en cada verso para denunciar todo lo que duela y enaltecer todo lo bello. Del compromiso por desandar lo desconocido. Y de la paciencia de habitar su pequeña isla de esperanza. Hasta que apareciera un nuevo poema.
¿Sumiso, manso, domesticado el Poeta?
Un gran poeta se mide con la estatura de un gran hombre. Alguna vez Vela leyó un ensayo sobre la historia de la literatura santafesina y quedó sorprendido cuando dentro de ese trabajo vasto y prolijo no figuraba su nombre. El autor de «La palabra en armas» sintió un cierto escozor. ¿Es necesario permanecer en Santa Fe para seguir siendo santafesino?, se preguntó entonces el poeta. La contundencia de un verso de Konstantinos Kavafis lo tranquilizó enseguida: «adonde quiera que vayas la ciudad irá contigo». La anécdota quizás sirva para reflexionar sobre la existencia de tantos artistas que emigran a otra parte y desarrollan su obra lejos del barrio o del pueblo que los vio nacer, para luego ser negados por sus propios coterráneos. Y también para comprender el desconcierto del hombre generoso, acostumbrado a difundir el arte de muchos creadores argentinos (y santafesinos) en distintos rincones del mundo. Seguramente, Vela no merecía aquel olvido.
He aquí su palabra.
Su salvaje alegría.
Su porfiada esperanza.
¿Santa Fe? ¿Buenos Aires? ¿América? ¿Existe un lugar que identifique la pertenencia del poeta? Rubén Vela sólo supo que alguna vez abrazó el poema para hacerse hombre y la palabra para conocer el don de amar. Y nada más. Él tampoco hablaría de residencia, sino de resistencia. Pero si quisiera señalar un lugar que defina su razón de ser, seguramente lo buscaría en el cielo de la niñez, donde aún brilla un tazón con leche recién ordeñada, allá, en los pagos de Emilia.
Ved la Palabra
en ese niño hambriento
devorándose
los huesos que aún le quedan
de su propio esqueleto,
destrozando en llantos su futuro
el cual nunca arribará.
César Bisso
2022
Tres poemas de Rubén Vela
Maneras de luchar
Que no me digan
que escriben simplemente,
que dicen el poema
sin pensarlo siquiera.
Que él nace porque sí.
Es un arduo trabajo,
un oficio de herreros,
un hacer proletario.
Un cansancio que continuará mañana.
Que no me digan
que se hacen poemas sin sudores,
sin una larga y violenta jornada de trabajo.
Tengo las manos como las de un labriego,
duras, gastadas, llenas de poemas.
América
«Esto es América», me decían,
mostrándome las altas cordilleras,
el suicidio del sol sobre los trópicos,
los grandes ríos furiosos.
Sólo vi pies descalzos,
criaturas americanas
sobre el hambre y el frío
como frutos desnudos.
«Esto es América». Sobre las tierras
indias del centro y del sur
vi desolación. Y, al borde,
las grandes ciudades opulentas, sólo
al borde…
Arte poética
Arrojo una piedra.
va cantando por el aire
se incendia con el rayo
hierve en el agua
hace su nido en la tierra.
Contentos están los cielos.
una piedra abrió
el corazón de un hombre.
Una piedra ha florecido
en los ojos de un ciego.
Todo mi ser en este canto.
La piedra es ya una rosa
amanecida.
Rubén Vela. Nació en Emilia, provincia de Santa Fe, en 1928. Integró la Generación del 50 y el movimiento Poesía Buenos Aires. Era licenciado en Antropología y Arqueología. Fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y delegado argentino de la Unesco. Integró el Cuerpo Diplomático argentino, siendo embajador en numerosos países. Como poeta obtuvo, entre otros galardones, el premio internacional del Pen Club de Brasil, la Faja de Honor de la SADE y el Gran Premio de Honor «Esteban Echeverría» por la totalidad de su obra. Murió en el año 2018, en Buenos Aires.

César Bisso (Argentina, 1952). Poeta, sociólogo, periodista independiente. Cuenta con 17 libros de poesía y ensayo publicados, entre ellos De abajo mira el cielo, La Jornada, Cabeza de Medusa, Un niño en la orilla y Andares. Ha obtenido diversos premios literarios y participado en encuentros, festivales y ferias de libros del país y del exterior. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, portugués, italiano y griego.