Estos poemas de Mariano Rolando Andrade, como las baladas de los mares del norte, son lo que fuimos y serán lo que seremos.
JANIS
Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o antes, bastante antes, en París quizás.
No lo sé con certeza; hay cosas que uno no quiere recordar.
Y, además, las ciudades se parecen tanto.
Sí estoy seguro de dos cosas: no fue en el Chelsea y no se llamaba Janis.
Estaba sentada en la barra de un bar del Village,
Sola de madrugada pidiendo jacks con coca.
Afuera, por la Sexta Avenida,
desfilaban jaurías de taxis vacíos.
No hablaba mucho, Janis.
No le hacía falta.
Tenía penas oscuras que no eran negras
pero brillaban como si lo fuesen.
Eso
y una inquietante sonrisa de medialuna.
Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o después, un poco después, en Buenos Aires.
Quién sabe; hay cosas que uno no quiere recordar.
Y, además, qué importan los lugares.
Caminaba de madrugada por el empedrado de San Telmo
Y de repente se detuvo en una esquina y se quedó ahí.
Buscaba o esperaba algo, vaya uno a saber qué.
Tan intensa y quieta que daba pavor.
Ella, que en un segundo estallaba como una supernova.
No hablaba mucho, Janis.
O hablaba en una lengua indescifrable.
Un idioma de uñas pintadas de negro recorriendo el vidrio.
Una lengua de pies jugando con las patas de la banqueta.
Nunca sabías qué estaba pensando.
«Cosas mías», decía, y callaba.
Yo conocí a Janis, sí.
Fue en Nueva York, o en París, o en Buenos Aires.
Pudo haber sido en otra ciudad; hay cosas que uno no quiere recordar.
Además, los lugares se confunden en la memoria.
Manejaba como una condenada por una avenida
que se metía sin esperanza en el sur de una ciudad.
Ahí donde la civilización cede al arrabal y se gesta el suburbio.
Parecía una rockstar cansada de ser leyenda, Janis.
La sonrisa de medialuna, las uñas negras firmes en el volante.
Había tomado cinco, seis, siete jacks con coca.
No sé cómo hacía, tan menuda y tan exquisita.
Escuchaba música y miraba de reojo el sol
asomando entre los escombros y los edificios desparejos.
El pelo se le acomodaba sin artificios sobre los hombros.
Los músculos se contraían en las piernas desnudas.
El sur no tiene límites; me hubiese ido lejos con Janis.
Pasamos estaciones de trenes vacías y fábricas cerradas,
puentes mutilados, largos paredones con grafitis.
Recorrimos kilómetros ficticios planeando huidas.
El viento de la mañana nos resbalaba por la frente.
Y en un semáforo en rojo, después de mirarme y cerrar los ojos,
Ella, la que nunca hablaba o hablaba en otros idiomas,
se puso a recordar en el alba inmaculada del suburbio.
Habló de su primer trabajo, atendiendo en un locutorio de Constitución.
Tenía 19 años, dijo, y acababa de terminar la secundaria.
El negocio era del padre de una amiga, el barrio era filoso
y ella una chica bien de Adrogué, una chica rebelde de Adrogué.
Los chicos nos querían, comentó, y pisó el acelerador.
Al final de cada día, un rato antes de irnos,
poníamos la música alta mientras limpiábamos el lugar.
Los Stones, Janis, los Doors… Otras cosas también.
Mientras la escuchaba, traté de imaginarla a esa edad,
metida en un caos de cumbia y vendedores ambulantes,
putas, vagabundos, laburantes, travestis,
dealers, policías, colectiveros, pibitos solos.
No sin cierta vanidad —porque ella también era vanidosa—,
recordó entonces a un chico en particular,
Un chico que se cruzó una vez en el tren a Glew.
«Vos sos Janis, la del locutorio», le dijo él, y se le declaró.
Yo conocí a Janis, sí.
No importa demasiado en qué ciudad ni en qué circunstancias.
Sí estoy seguro de dos cosas: no fue en el Chelsea y no se llamaba Janis.
Pero lo entendí al chico aquel.
Lo entendí perfectamente y lo envidié.
LAUTRÉAMONT VUELVE
Habla sentado a la mesa de cara
a la cuesta de Villiers de L’Isle-Adam.
Lo había encontrado en una esquina lejana,
Corrientes y Rodríguez Peña,
una noche después del Círculo.
Tenía 19, 20 años.
La tapa roja de Pellegrini,
la primera lectura en el 12 hasta Constitución,
y después en el Roca hasta Temperley.
Las noches en la pieza.
La novelita.
Ducasse, el endemoniado.
Al poco tiempo lo fue a buscar a París
al Faubourg Montmartre.
Todavía estaba la placa en la cour:
«¿Quién abre la puerta de mi cámara funeraria?
Había dicho que nadie entrase.
Sea quien sea, aléjese».
Letras doradas gastadas con fondo negro.
Después siguió camino a Charleville.
Se creía rimbaldiano.
Pasaron unos años y volvió a estar
meses y meses enfrente de ese número 7.
Tendría que haber reconocido la voz.
Pero se habían perdido de vista.
O él se había perdido. Como su fe.
Tanto tiempo en los caminos polvorientos
del desencanto y el abandono.
Llegó a pensar que Maeterlinck tenía razón
y la belleza indecible de fulgores cegadores
eran ahora ilegible demencia voluntaria.
Se fue de París y regresó. Dos veces.
No sintió ninguna mano en el hombro.
Había vuelto del destierro del polvo, sí,
pero difícilmente diría que había vuelto a creer.
Alguien le entregó un libro de tapas verdes,
la primera Pléiade para un tipo de cincuenta.
Pensó en Maeterlinck; abrió la cámara.
Entonces, ahí, en la cuesta de Villiers,
estaba de pie el endemoniado
esperando bajo los focos pálidos de otro siglo.
HOMBRE EN LA VENTANA
Un día, dentro de muchos años,
vendrás y te pararás de la librería
con rejas verdes de la rue Gay Lussac
y mirarás enfrente,
a las ventanas del tercer piso del 49
y le contarás a alguien,
o te contarás a vos misma
que ahí viviste llegada de Argentina y recién nacida.
«Era un dos-ambientes chico, mi cuna estaba
entre la ventana y la cómoda del cuarto de mis padres».
Con tu índice señalarás las ventanas,
y alguien te preguntará,
o vos misma lo harás,
cómo fue que te trajeron hasta acá
si apenas dos meses antes salías
de un hospital en Buenos Aires
una mañana de sol de marzo apenas fresca
para entrar en un dos-ambientes también,
allá donde se rozan Palermo y Almagro.
No lo vas a ver,
no tendrías por qué hacerlo,
pero desde hace años
—desde hace todos estos años—
el hombre que fue tu padre está con un bebé en brazos
de pie detrás de la ventana del pequeño salón
y los dos miran hacia la librería abajo,
a la chica de pie en la puerta.
Son muchas las horas que te han mirado
mañanas enteras de verano,
y también cuando llegó
la brisa fresca que anuncia el otoño boreal.
Con las cortinas blancas plegadas
los dos en silencio, el hombre de pie,
hasta hacerte dormir lentamente
con los ojos rojos aún de ese llanto tuyo.
No lo ves, pero una vez que te dejes ir
y descanses libre de pena en la habitación,
volverá a la ventana.
Volverá a mirar la librería y a esperarte,
a esperar el futuro.
PARA PASAR A LA HISTORIA
Uno puede llamarse Mehmet, Jean, Franz.
O bien Ernesto. O Marcos. O Augusto.
A uno le pueden gritar «José»
en una calle de Asunción.
O quemarle los ojos
con veneno de exilios.
También pueden decirle,
y esto muy formalmente,
míster, sir, monsieur o señor.
Uno puede ser turco.
O serbiobosnio.
Incluso le pueden gritar «garufa»
en un barucho de Montserrat.
O bien acusarlo,
con o sin fundamento, qué más da,
de nazi, stalinista,
republicano, peronista o
capitalista acaso.
Existen demasiados modos de pasar a la historia.
Mehmet dijo:
«Estaba desesperado,
sin familia, sin nada.
Me pareció que disparando contra ese hombre,
también yo,
el más miserable,
podía dejar una huella en el mundo».
Y agregó:
«Antes yo era Caín y él Abel;
pero ahora estamos ligados como siameses».
Mehmet no pudo con el viejo santo de Cracovia.
José tuvo dos vidas,
y en cierta forma no estuvo mal.
Si antes lo llamaban Joseph,
y jugaba con chicos y mujeres
entre lentes y bombas,
más tarde un general
lo puso bajo su uniforme y sus botas.
Ante una pregunta indiscreta,
su dueño respondió:
«Aquí no vive ningún ciudadano
con ese nombre. Aquí,
solo hay un hombre
que se llama José».
El anciano, un ángel, tuvo unos años finales muy agradables.
Marcos, comandante,
galopa entre ruinas
mayas y aztecas.
En la selva,
rostro sin rostro,
luces y miserias indígenas,
abre la boca con sensatez.
«Hay que acabar con aquello
de la geometría política.
Basta de izquierdas y derechas,
de centros o centroizquierdas»,
dice, mientras aguarda el día
que las balas quemen
sueños, fajina y pasamontañas.
Todas las mañanas, el sub se pregunta si vale la pena aquello.
Existen mil modos de pasar a la historia.
Uno puede cometer un buen crimen.
O escribir un libro admirable.
O quebrar tumbas, noches.
También puede, si quiere,
inventar una religión.
O derrocar un imperio, o,
lo que es más sencillo,
un gobierno.
Verdaderamente existen demasiados
modos de pasar a la historia.
No importa el nombre de uno, ni la condición.
Solo es cuestión de proponérselo.
Y estar de buen humor.
Si Augusto,
el bombardero de La Moneda,
dice: «Reconozco a Fidel
como un valiente»,
uno sabe, con bastante certeza,
qué es lo que se requiere.
«No es que lo admire,
pero no cualquiera
puede ser valiente».
Palabra de militar.
Al verlo llegar a su tierra, Augusto huyó de Santiago.
Karol gustaba del tango,
el vals y la polka.
«Tenía numerosas camaradas
de clase en la escuela
y no faltaban ocasiones
para conocer muchachos y muchachas»,
se le escuchó confesar a un amigo.
«En aquella época
estaba apasionado por la literatura».
Ginka y Halina,
jóvenes y bellas,
deberían haberlo sabido.
Todo su amor no valía el reino del señor.
Existen demasiados modos, miles,
para pasar a la historia.
Se requiere buen humor.
También algo de abnegación,
y un poco de sacrificio.
En cierta medida,
uno debe ser terco.
Y resistir tentaciones.
Cualquiera puede quedar
descostillado en la zanja.
Cualquiera puede recorrer los caminos.
Las botas se gastan,
la cara se llena de polvo.
Pero al final,
no importa el nombre ni la condición.
Apenas cuentan las ganas.
Guennadi llora:
«Nadie
ha dirigido el país desde el hospital».
Pero su enemigo lo hace.
Y sigue:
«Cuando el gobierno está en manos
de diplomados de segunda,
ladrones y borrachos,
los académicos se suicidan».
Lágrimas frente al mausoleo de Lenin.
«Los de arriba
no pueden hacer nada,
y los de abajo
no quieren hacerlo».
Guennadi debería leer con más frecuencia a su héroe.
Había un país balcánico,
donde Goran, Franjo y Braminir
reían y bebían y decían
«venga un trago, hermano».
Gentes alegres y hostiles,
en la palma del tirano.
Sarajevo, Banja Luka,
guerras, tribunales.
«Perseguir y matar sistemáticamente»,
una de las frases más oídas.
La otra: «La sangre derramada en la lucha fratricida».
¿Cuánto valen las cenizas de Ernesto?
Mañana de La Paz.
Bajo la pista de Vallegrande
respiran tres décadas.
«Secreto militar»,
dicen los bolivianos.
¿Qué temen?
«Es algo trascendente
en materia filosófica y política».
Y le ponen plazos a los días.
Como si las necesidades
pudieran archivarse.
La comarca de La Higuera se hunde al llegar la primavera.
Para pasar a la historia:
fortuna y buen humor.
Suficiente.
Una palabra o un dios.
Mehmet, Boris, Salvador.
Qué importa el nombre.
O la condición.
O las primeras tropelías.
Vale la confianza.
Y la abnegación.
Verdadera intensidad.
Desesperación.
Arrebato de júbilo y anhelos.
LAS CENIZAS DE PASHUPATINAH
Comienza la larga noche
en la que voy a hablarte
de las cenizas de Pashupatinah
y sus hombres en llamas,
y las cenizas de San Vicente
bajo los frondosos alcanforeros
un mediodía nublado de noviembre,
y las cenizas de San Clemente
junto al muelle que barre el Atlántico
un sábado de harto sol y viento.
¿Estás preparado para la vigilia?
¿Estás dispuesto a sentarte
en las gastadas escalinatas
junto al rio Bagmati
para observar el espectáculo?
Habrá que esperar el alba.
Luego habrá que viajar.
La noche es larga y no hay prisa.
Somos nosotros dos
y todas estas cenizas.
Fijemos primero la vista
del otro lado del puente,
entre la alta pagoda dorada
y el templo de ladrillo rojo.
Ahí donde se detiene la ambulancia,
las puertas se abren
y los hombres retiran la camilla
con el cuerpo envuelto
en túnicas naranjas
y avanzan a la explanada en el río.
Miralos lavar la cara
y los pies del muerto
en las aguas sagradas del Bagmati.
Miremos al funebrero erigiendo
la pira de oscura madera,
desplegando guirnaldas
de flores amarillas y rojas.
El río baja en paz desde el bosque
y nos separa de ellos en el limbo
de las gastadas escalinatas.
Empieza la noche de Pashupatinah
y no sabemos el nombre del muerto.
Otras piras arden
a lo largo del Bagmati,
más allá del puente de piedra,
allá, donde los pobres.
Los tibios sadhus nos rodean.
Ocultos en los santuarios
a nuestras espaldas,
los aghori esperan sus alimentos.
Por la tarde pensaste en irte,
pero acá estás, ocurre con todos.
Obnubilados por las llamas.
Todos camino a ser cenizas.
Y entre nosotros campanas,
danza y los pequeños fuegos
de la fiesta que los deudos
celebran en las terrazas
alto junto al agua oscura
de aquello que llaman alma.
Arde la pira, arde.
Y con las llamas
tus manos se hunden
en el polvo gris de tu padre
y se abren en la tierra húmeda
bajo los alcanforeros
de la quinta de San Vicente.
La brisa y la luz
se filtran en el mediodía
y conmueven la hojarasca.
Arde la pira, arde.
Como ardieron los libros
cuando leer era un crimen
en tus tierras de bendición.
Y el polvo gris de tu padre,
el de los supremos errores,
se esparce discreto al pie
de estos viejos árboles
en los que nacieron
sus principios y sus sueños.
Sí, arde la pira, arde.
Y con las llamas
tus manos se hunden
en el polvo gris de tu madre
y se abren en las aguas
donde río y mar son uno,
donde alguien más
calla y también
hunde sus manos
en el pasado y las entrañas.
Sí. Arde la pira, arde.
Arde en Pashupatinah.
Arde a orillas del Bagmati.
Como ardió antes en tu tierra,
en todas partes
a toda hora del día.
Todos camino a ser cenizas,
mientras sigue la fiesta
y los deudos bailan en la terraza
alta frente a las oscuras aguas.
EAST VILLAGE
Los perros en la nieve,
las calles en coma,
el chofer que vacila
en el semáforo en verde
de la seis y la A.
La mañana rígida
por el mordisco del cielo.
Tus botas hieren
la presunta castidad
del invierno en Alphabet City.
Y las ventanas indiferentes,
nacidas ciegas
en rostros de ladrillos rojos.
Los árboles reclinados
que se niegan a hablarte.
¿Alguien ha visto a Thomas?
¿Alguien ha visitado
la tumba de Melville?
¿Y nosotros?
La ciudad, ¿nos recuerda aún?
Intuyo que fuimos
aquellos perros en la nieve,
jugando ignorantes
con el último invierno
que nos ofreció el East Village.
Mariano Rolando Andrade Buenos Aires, 1973. Escritor, poeta, traductor y periodista. Vive en París y ha publicado la novela Los viajes de Rimbaud (1996), la antología bilingüe Poesía Beat (2017) y el poemario Canciones de los Mares del Sur (2018). Editó Luisa Futoransky: Los años argentinos (2019), primer volumen de la obra completa en verso de la poeta argentina. Fue seleccionado en la antología de poesía Buenos Aires no duerme (1998) y Atlas de la Poesía Argentina (2019) y ganó el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional (RFI) a mejor cuento en lengua francesa (2001). Colabora en diferentes revistas literarias de América Latina y sus poemas han sido publicados en Argentina, México, Colombia, Chile, Venezuela, España, Francia y Marruecos, y traducidos al francés, el italiano y el árabe.