Dossier III, Finalistas Residencia Fundación Esteros 2020


Presentamos una muestra del trabajo de los nueve finalistas de la Primera Residencia para Escritores Extranjeros de Uruguay, en la convocatoria 2020. El jurado de esta primera edición estuvo conformado por Juan Manuel Roca, Rafael Courtoisie, Tallulah Flores Prieto y Graciela Aráoz



Irma Verolín
(Argentina, 1953)

La autora argentina ocupó el segundo lugar entre los seleccionados para esta primera edición de la convocatoria a la Residencia Esteros.

Hace un millón de años

Cuando inventaron el fuego
hace un millón de años
yo estuve allí
con los ojos crispados
deslumbrada, venían
desde lejos
amontonados en el gentío
infinidad de ojos que llegaban también para mirar
el gran acontecimiento
el modo en que los fenómenos del Cielo
cayeron imprevistamente en esta tierra
y se manifestaron
los espectros de la luz,
llevados al extremo de ser
mucho más que sí mismos
encandilando, encandilando.
En el estallido de esos ojos
me vi, vi el sucesivo ir y venir de mi cuerpo
por el lodo y por la luz
con la angurria del tiempo atravesada en mis células
vi el brillo rojizo reflejado en quienes miraban
vi el aire estremecerse alrededor
y pude pensar en todos
y en cada uno de los nacimientos:
el de los cuerpos
el las cosas
el del hambre. El fuego
con su voz distinta
comenzó a hablarme, me dijo:
Criaturas salvajes van a venir a devorarte.
Así ocurrió. He sido devorada.
Desde entonces vivo en el inmenso estómago del hambre.

De «Lenguaje de la noche», inédito.

Cómo quisiera introducirme en la boca de mi madre, zambullirme en su preciosa ausencia de palabras, estar en ella, ser de ella, ser una palabra más que ella no pronunció, pertenecerle de nuevo como una vértebra, como un órgano o un simple sonido que aletee dentro del armazón enclenque de su cuerpo. Añoro ser una porción de ese silencio inmenso que guardan las madres en su interior. Pero eso sí, debería encontrarla y, para mi desgracia, sé que es una de las cosas más difíciles que existen hoy por hoy en este mundo. Las madres huyen hacia un lugar del que se han perdido las coordenadas, las madres aman la imprecisión geográfica, las madres se pierden a sí mismas en el torbellino de su juventud. La recuerdo cosiendo en una máquina a pedal en un rincón de aquella piecita decorada con patos y perros de caza donde las dos estirábamos la largura de las tardes. El tiempo transcurría con una lentitud exorbitante y hacía añicos las promesas de futuro, supongo que por eso mi madre callaba y yo no sabía dónde meterme ni qué hacer con la enormidad de silencio que nos engullía a las dos.
Quiero que me hable, quiero que mi madre me hable y no lo hace, quiero ser yo esa palabra que falta, que no brota en su boca para completarla a ella. Su juventud es un círculo que no termina de cerrarse igual que ese pie que se abanica una vez y otra y otra como si la máquina fuese una cuna en la que mi cuerpo no está. Si yo pudiese escapar del corsé de mis cinco años hacia la holgura de una eternidad donde las madres se alimentaran de las madres en una cadena interminable y confiada, si el tiempo estuviese hecho con otra clase de materiales más blandos aún que esa tela escurridiza que mi madre une en partes y que se le escabulle sin cesar entre los dedos. Si Dios se acordara de nosotras, si mi nombre no fuera igual al de mamá encerrándonos en este espejo tan negro y tan translúcido donde las dos nos encontramos y nos perdemos interminablemente. Si la habitación pudiera elevarse igual que un globo de gas y se alzara al aire con nosotras dos, si los calendarios se apelmazaran y trituraran sus números en uno solo. Si las palabras que guardó mi madre en su hondo interior se abalanzaran de repente y me cubrieran como un vestido nuevo de esos que se estrenan en momentos importantes. Si al menos algo, cualquier cosa viniera desde alguna parte y nos abrigara a las dos.

Fragmento de «De madrugada».

Irma Verolín. Ha publicado libros de cuento, novelas, poesía y también de literatura Infanto-juvenil. Ha obtenido premios nacionales e internacionales. En 1999 fue becaria del Fondo Nacional de las Artes.



José Carlos Cataño, in memoriam
(España, 1954-2019)

Amores ilustres

Yo también podría decir algo acerca de eso. Guardaos
vuestras estrellas polares, vuestras interminables
noches de amor, vuestras damas exquisitas, vuestras
hembras calientes como una mañana por Nyangabulé.
Tanto me da.

Acaso el amor sea el instante en que tiemblan dos
cuerpos demorando derramarse el uno en el otro, los
ojos en los ojos, la lengua en el secreto previo al
desfallecimiento.

Su rostro no era hermoso y era persona de pocas
palabras. Tenía desde noviembre no sé qué semilla en
agua, y ayer, como quien dice, se convirtió en un
tallo finísimo, imparable, en la alegría de la casa.

Tanto me río de lo que sobrevive al verano, que ya sé
lo que es suficiente.

De «El cónsul del mar del Norte», 1990.

Elegía marina

Imperceptible, un sol
Declina por las ramas de la costa
Hasta las ondas de poniente
Que agitan los insectos.

Aquí reposa el cuerpo en la húmeda
Tierra de la memoria.

Un grito hubiera roto la distancia.

El único retorno
Murmura en lo más alto de la densa arboleda
De eucaliptos bajo el cielo cubierto. La sombra
Del volcán vertida al mar es el último mar
Que se cierra a los ojos en medio de un gran sueño.
El mar que penetraba por el borde más alto
Del sol, será el último mar
Para dorar tu frente. Como
Si el mar que terminara
de un golpe
Cumpliera tu figura

De «Disparos en el paraíso», 1982.

José Carlos Cataño. Poeta, narrador y ensayista canario. Publicó «Disparos en el paraíso», «Muerte sin ahí», «El cónsul del mar del Norte», «A las islas vacías», «En tregua», «El amor lejano», «Poesía reunida», «Lugares que fueron tu rostro» y «Obra poética». Falleció el 9 de agosto de 2019, antes del fallo del jurado de la Beca Esteros.



Luz Mary Giraldo
(Colombia, 1948)

Penélope

Haciendo calendarios
cierra los ojos y deshace el tiempo:
repliega y zurce
teje con hilo de seda la manta de la vida
desteje la túnica de ausencia.

Tejedora
paloma de la espera
inventa el pájaro que canta
cuando la luz termina.

Ariadna

Como animal en jaula me detengo
apunto los ojos a la ventana abierta
oigo tus pasos
y ahuyento el réquiem
que marcha por las calles.

Como animal acorralado veo
la sombra sigilosa
entrar al laberinto.

Tal vez Teseo regresa a liberarme

Monólogo de Casandra

          No corrieron lágrimas por tus miserias.
No encontraste las palabras para pedir perdón
o para darlo.
El viento soplaba contra el rostro
y el mar veía pasar un funeral después de otro.
          Corría sangre en todas partes
y no pudiste escribir en tu corazón agujereado.

          Con la voz encerrada musitaste
          ¿cómo hablar de tus íntimas miserias
          si afuera hay ojos que miran
con sus bocas abiertas hacia el cielo?

Luz Mary Giraldo. Poeta, ensayista, antóloga y profesora. Nominada a los premios Pilar Fernández Labrador (Salamanca, 2016-2019), Internacional de Poesía Academia Oriente-Occidente (Rumania, 2013), LASA-Monserrat Ordóñez (2012), Poesía Casa Silva (2011), Ensayo Convenio Andrés Bello (2000). Jurado del Premio Juan Rulfo (FIL Guadalajara) y del Premio Juan Valera Mora (Caracas), entre otros.



Giovanna Benedetti
(Panamá, 1948)

Ásperas concordias

«… una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta».

Alejandra Pizarnik


Me apuran los contornos
de una cruel correspondencia
que lenta y siempre torpe persigo con mis letras.
Y digo cruel, maldita sea, porque me abruma:
¡tanta luminosidad… y yo sin señas!
El ruido de la luces complica la experiencia.
Espesa los matices coloreados de las formas;
y hay un sabor que sube desde el vientre a la saliva
y se propaga aprovechando su máquina alegórica.
A la postre las sirenas emergen fatigadas
magulladas por la cólera del agua entristecida;
y se zambullen juiciosas, como delfines sin lastre,
por las ubres espirales de los cuernos de la aurora.


De Música para las fieras, 2014. (Premio Nacional de Literatura R. Miró de Panamá).

Pabellón de la rosa

«A rose is a rose is a rose is a rose…»
Gertrude Stein


Detrás de todo resplandor está la rosa.
En una sombra fugaz, también lo está.
Moviéndose silenciosa, en la nostalgia, está la rosa,
y está en el fondo del mar y en las promesas.
Hay una rosa invisible dando la vuelta al viento
y una rosa atrevida por cada robo de un beso.
Hay una rosa desnuda, en la noche, bailando,
y una nube de rosas cuando cae el aguacero.
Rosas hay en que son santuarios
de sombras peregrinas.
Rosas hay que abren sus párpados
en lo infinito de un sueño.
Rosas ha de haber eternas
bajo un balcón que espera
y no han de faltar rosas
a aquellos que nos dejan.
Una rosa es ya cristal si la traen los recuerdos
pero es rosa primordial si se la pinta al lienzo.
Y es que el arte en su mensura
es una fuerza de rosas y no hay rosa imposible
cuando se escribe un poema.
Hay rosas impasibles, tutelares, lisonjeras
(O rosas abismales, como esa de la guerra).
Hay rosas que son números
y rosas que son letras porque la rosa es la rosa es la rosa… es la rosa, es la rosa.

De Entrada abierta a la mansión cerrada, 2006. (Premio Nacional de Literatura R. Miró de Panamá).

Giovanna Benedetti. Ha ganado en seis ocasiones el Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró de Panamá, en Poesía, Cuento y Ensayo. Premio Internacional de Periodismo José Martí (Cuba, 1992). Miembro de la Academia Panameña de la Lengua. Reside en San Lorenzo de El Escorial, Madrid, España.



Stella Maris Ponce
(Argentina, 1963)

Los nombres y la vida

Hush, hush somebody’s calling my name
Oh my Lord, Oh my Lord what shall I do, what shall I do? (1)

Stella Maris en medio del río
madre la vio
y yo nací ahí
antes, mucho antes
de haber nacido
en ese nombre
con esa estrella de mar
sobre el uruguay de los pájaros
por la pura invocación sobre las aguas

ella miraba desde el barco
cielo y agua, agua y cielo
hasta que apareció la imagen
con un manto de pliegues celestes
en medio del faro anochecido

quizá el temor y la soledad
le hicieron decir: es enorme la virgen

y hubo luz de aura en sus ojos
cuando pensó
si alguna vez…
si llega a ser niña…

y dice ella que entonces juntó las manos
y sacando aire de sus entrañas
exhaló el primer soplo
y me nombró.

(1) Silencio, alguien me está nombrando / Oh, mi Señor, oh mi Señor, ¿qué voy a hacer, qué voy a hacer?

De Spirituals, Ediciones Del Dock, Buenos Aires, 2015.

Las frutillas de Marosa

(A Marosa Di Giorgio, en Salto, Uruguay)

¿Será porque ella ya no está que el rojo exhibe su furia
en las frutillas contra los verdes de la chacra?
Sin embargo, la de los ojos de abeja reina
abiertos a todo asombro en su panal de celdillas oscuras
anda entre nosotros mientras juntamos los frutos.
Hileras bajas del frutillar en la tierra seca
como líneas de un texto se ofrecen a la sed de lectura.
Y es por esa sed que ella vuelve y nosotros con los ojos
en el libro y en ella comemos frutillas.
¿Será su vestido rojo aún entre los arbustos?
¿Acaso la camperita negra que cae entre los yuyos?
¿Serán sus collares de diosa barroca los que guían hasta el corral?
La de los pies desnudos sigue en cada rincón de la granja
acunando el pavor de las bromelias, bailando
la pudorosa danza del diablo.
En el banco, debajo del árbol tupido, el ánima entera sonríe
y enseguida corre, porque aún es niña y pasa el aura
a través de los zarcillos de la parra y viene ahora de las uvas
del hueco de un terror antiguo: «La hija del diablo se casa,
la hija del diablo se casa». Una vara de biznaga hace sonar su latido
sobre el pasto y la mano que la sostiene recuerda un castigo infantil.
Se deshace la carne roja de la frutilla y el dulzor del verano se hace pulpa
en la boca. El zumbido de la tarde nos contiene como abejas
pegadas a las hojas, con el roce áspero de las frutas en la piel erizada,
en la pura miel de la luz a ras del cielo, bajo las nubes encendidas de rojo
como frutillas desbocadas.

De «La Voz» (Poemas del caleidoscopio), Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2019.

Stella Maris Ponce. Poeta, cantante, profesora de literatura, gestora cultural. Publicó en poesía: «Rituales de la Noche», «Spirituals» y «La Voz». También ensayos sobre música y poesía. Fue incluida en varias antologías de Argentina y América Latina. Preside Fundación Magister. Realiza recitales de Jazz, Blues, Tango y Poesía.



Eduard Pereira
(Colombia, 1975)

Una mujer semilla

Ella era una mujer semilla. Por cabeza tenía una gran semilla que parecía de uva, de una gran uva, de una uva gigante, tan gigante que de hecho era una cabeza. En medio de la semilla debería tener ojos y boca, porque se movía como quien ve el camino y hablaba como quien tiene boca y la usa. Usaba sombrero porque creía que así no se hacía tan notorio que su cabeza resultase ser una semilla, ni que terminaba en punta como la de las uvas. Hubiera querido tener cabeza de semilla de aguacate porque le gustaba el pardo claro, pero no, su destino era ese, esa era su cabeza y ya.

Amaba los sombreros. Hubiese sido complicada su existencia sin ellos. Ella no usaba sombreros, vivía en ellos. También le gustaban las camisas de rayas, sobre todo las de rayas horizontales que hacían finas curvas en su contorno y las que traían hojas pintadas, porque la hacían más natural, pero esas eran más difíciles de encontrar, solo aparecían de flores. Bajo el sombrero escondía un hermoso cabello castaño que, al soltarlo, tomaba forma de pera y al moverlo, daba visos de verde o blanco según la luz del día. Era un lindo cabello, pero nadie lo veía. La gente solo podía ver el sombrero y su cara de semilla de uva.

Un día, el viento se llevó el sombrero y lo puso sobre la cima de un árbol donde no pudo alcanzarlo. Con el viento vino la lluvia y con la lluvia, el cabello suelto y mojado.

Esperó y esperó, pero el sombrero no cayó del árbol.

Se sentó a llorar bajo las ramas goteantes, de modo que había lluvia en su cara, lágrimas en su cara y por si aquello no fuese suficiente, un camión salpicó pantano en su cabeza, obvio en su cara, y en su camisa de rayas negras y blancas.

Lloró.

Lloró más.

Nunca había llorado tanto.

Y, ahora que lo pensaba, nunca había llorado en toda su vida, por lo menos que lo recordase, con la certeza de quien sabe que ha llorado en buena medida.

La humedad obró bien sobre su cabeza de semilla. El sol que llegó luego de la lluvia, acompañado de un tenue arcoíris, ayudó a la metamorfosis.

Floreció.

Es una mujer flor. De vez en cuando llora de alegría o de tristeza para no marchitarse. Valora cada lágrima porque no le gusta mucho mojarse con la lluvia, dice que el exceso de humedad no es bueno ni para las plantas.

¿Y el sombrero? Al final cayó del árbol un poco deshecho. Ella obvió eso. Lo guardó como recuerdo de los buenos cambios. Y, aunque sabe que nadie le pondría un sombrero a una flor, siempre lleva uno colgado en su espalda.

Eduard Pereira J. Ingeniero de sistemas, cuentista y poeta. Algunos de sus textos han hecho parte de diversas antologías de cuentos y revistas literarias. Ha sido finalista y ganador de varios concursos de cuentos. Ha publicado: «Mientras Crecía», «Cuentos de Maquiel», «Entre los dedos» y el libro infantil ilustrado «Benilda».



Paola Guevara
(Colombia, 1977)

               Se cree que el olvido es un defecto a remediar, una enfermedad a vencer, una deficiencia química o neurológica que necesita ser corregida, cuando en realidad el olvido es una estrategia adaptativa bastante sofisticada que permite seguir viviendo con cierta solvencia espiritual, a pesar de todo.

En cambio, la buena memoria, la excesiva memoria, ser quien recuerda lo que otros se alegran de haber olvidado; ser quien lleva el terco registro de las atmósferas, de los aromas, de los reflejos, de la textura y la luz sobre los objetos; ser quien guarda el récord de los encuentros, de las palabras y las intenciones tras esas palabras; de las miradas con su carga de significados y aún de las reacciones primarias que no alcanzan a convertirse en lenguaje, más que un don es un lastre. Porque hay mucha soledad en la memoria que solo reposa en nosotros y que en los demás es olvido. Ser el único que recuerda es ser, también, el único que ha tendido un lazo.

Fragmento de la novela «Mi padre y otros accidentes»
Editorial Planeta, 2016.

               Leonardo despertó sobresaltado. Giró para constatar que todo fue cierto, que el microsueño no lo conduciría esta vez al abismo. Quería despertarla para decirle que si la mano humana tiene movimiento discriminado de los dedos, a diferencia de otros mamíferos; que si la mano humana tiene un pulgar enteramente oponible, a diferencia de otros primates; que si la mano humana tiene una cuenca blanca, delicada y carnosa, a diferencia de las fieras, es solo por el poder de la caricia. Que fue la caricia el gran agente modelador de la mano humana. No la necesidad de matar, de hacer fuego o de empuñar una herramienta. La caricia, como factor evolutivo.

Fragmento de la novela «Horóscopo».
Editorial Planeta, 2019. 

               Si estás leyendo, acabas de comprobar que no soy tu hija. Respirarás con alivio. Tu vida continuará su rumbo habitual, sin tener que anunciar la noticia de mi aparición tardía. No habrá reuniones familiares, preguntas capciosas, enfados, susurros, rumores o explicaciones que dar. Seguirás siendo el hijo de tus padres, el hermano de tus hermanos, el padre de tus hijos como hasta ahora, y la ansiedad que traje a tu vida se disipará como un sueño del que despiertas. Tus recuerdos no se convertirán en mis relatos fundacionales, tus hijos no serán mis hermanos, mi hijo no será tu nieto, no buscaré tu heroísmo en mis genes y jamás pesará sobre mí la falsa sospecha que precede a los recién llegados. Me privaré del abrazo de unos, me libraré del rechazo de otros y la vida será lo que es. No conoceré la cicatriz que oculta Ricardo bajo sus gafas, no me veré en el rostro de tus hermanas, ni viajaremos entre montañas para encontrarnos con quienes pudieron ser mis abuelos. Tendré mi respuesta, que no es poca cosa. Y cuando me agobie la tentación de la tristeza recordaré las palabras de Aimé Paine, la última princesa mapuche: «Es el principio de ser culto saber quién es uno».

Fragmento de la novela «Mi padre y otros accidentes».
Editorial Planeta, 2016. 

Paola Guevara. Periodista, editora, columnista de opinión. Autora de las novelas «Mi padre y otros accidentes» y «Horóspoco», Editorial Planeta. Sus crónicas y cuentos han sido publicados en varias compilaciones de autores. En la actualidad vive en Cali, tiene dos hijos y escribe su tercera novela.



Katya Adaui
(Perú, 1977)

Estaba en las tierras de un abuelo, no era el mío.
Alrededor del abuelo un grupo de hombres trajinaba.
Me había despertado y cambiado sola y había salido.
Miraban algo.
El caballo negro, echado con un gesto extraño en la mandíbula,
con el pelo despeinado, de peluca. Los ojos ebrios. Por un segundo me miraron.
Uno dijo:
Miren cómo la tiene el pobre.
Otro dijo que solo había una solución. No hay nada que hacer, mejor ahora para que no sufra más.
Comentaban las bondades. Le gustaba el barro. Partir porque sí. Correr de largo. Que se había tropezado en la acequia. Está roto por la acequia, señor, dijo alguien, yo atestigüé.
De mano en mano apareció la pistola. Negra, color caballo. De la misma manera en que rotan el vaso los amigos y lanzan al suelo la última espuma.
Acabemos de una buena vez, habló por fin el abuelo. Apuntó hacia el caballo mientras yo giraba y así de espaldas.
Hacia la casa donde mis padres dormían.
Corrí.
Escuché lamentos. Del caballo, ninguno.
A ver, no se me había muerto nada. Los zapatos nomás, me crecía el pie rápido.
En la casa mis padres roncaban.
Los dejé dormir. Me senté en el piso frente a ellos. Los dejé dormir.
Ya, suficiente, fui, jalé la sábana.
Primero vamos a comer algo. Desayunaron huevo y café pasado, fruta. Leyeron el periódico. Comentaron las noticias. El precio del pollo sube y sube, ¿qué vamos a hacer? Un bebé mordió a una serpiente. Asaltaron un restaurante a quemarropa.
Pregunté y explicaron.
Dije:
Al caballo a quemapiel.
¿Cómo?
Al caballo, con su pelo negro. Al que ayer mismo dijeron: Puedes subirte.
Y mi padre salió de la habitación.
Mi madre dijo: Espera, voy contigo, flaco, espera.
Apoyada contra la pared esperé. Me vi barro en las zapatillas. Barro de correr la chacra, de saltar las acequias, de treparme al pozo cuando nadie miraba, de sentarme y soltar los pies en su boca, de lanzar el balde hasta que la soga en caída libre, el agua sonaba, y traerlo de vuelta vacío.
Volvieron mis padres. Habían visto lo que yo.
La frente, los ojos. Me besaban como si me fuera a… o como si ellos se fuesen a… Yo ahí no sabía, yo no me iba.
Vamos al mercado, compremos cosas ricas, hija. ¡Lo que quieras!
Partimos de la casa por otra puerta, nueva para mí.
Apretaban la palta. No toque la mercadería. Escuchaban la pepa saltarles al oído. ¿La sientes? Le falta. A punto, pedían. Como para hoy.
Me fui adonde los pollos colgaban percudidos, un pasaje separado de la fruta, la verdura, el abarrote. Olía distinto: un olor que no pretende convencer. Los huesos en bolsa aparte, las alitas hundidas en su salsa de sillao, las cabezas de chancho empaladas lejos de sus cuerpos, el costillar en las lentejas de los lunes. Daba para juntar todo y crear un animal nuevo.
Gritaron mi nombre en los pasillos. Otra vez me pregunté por qué ese nombre era mío, solo mío, aunque otras se llamasen como yo.
Me recogieron de allí. Me dieron mi bolsa de fruta para que no olvidara a qué. Una a una comiéndome las moras. Tan ricas. Las manos moradas. ¿Ven mis manos?
Con agua sale. Pero ya te limpiaste en el pantalón. ¿No puedes estar limpia un día entero?
Déjala, ya llegamos en un rato, tú lo has dicho, con agua sale. Nuestras cosas se quedaron en la chacra, se perdieron. Mis carros que arrancaban con las llantas en el aire y se estrellaban y seguían, mis animalitos, las piedras que había recogido, los hilos de la soga del pozo.
El vestido rojo, dijo mamá, yo amaba ese vestido.
El encendedor nuevo, no puede ser, maldita sea. Mi padre.
Yo dije: La granjita.
Mis padres se miraron. Hemos estado pensando, ¿quieres un hermanito?, ¿te gustaría?
Como si las viera, las figuras del papá, la mamá, los hijitos, muuu, sonaba la verja, vaca, burro, caballito. Un pesebre todo el año. Era mío y ya no.
Otras mañanas volví al mercado, donde la ciudad y el recuerdo coincidían. Los pollos al embudo, pico abajo de un tajazo se desangran, patalean el último temblor, cuelgan de sus ganchos como pantalones amarillos, bolsillos fofos, botones atrofiados, frente a pescados grises de ojos siempre abiertos, cangrejos que aún punzan hielo inútil, almejas entrecerradas en parpadeos de reptil. Las plumas nadan solitarias, el vapor es turbio, espeso y líquido, agua que corre caliente por rendijas. ¿Yo? Sentada, con los apuntes de la aniquilación: doscientos setenta y cuatro pollos, la primera mañana.
El corazón, red de arrastre en zonas abisales, caza sin comprender qué ha cazado: cosas iguales en lugares diferentes o cosas diferentes en los mismos lugares.
Mi mano sostendría después —cómo saberlo, todavía se decía de mí: Es inocente— cuellos destajados en palabras tardías.
Ese caballo.
Yo lo había querido.
Se movía ligero con su rostro profundo.
Ojos que por un segundo me miraron.
En sus ojos luminosos vi derrota.

De «Aquí hay icebergs».

Katya Adaui. Comunicadora. Periodista. Fotógrafa. Publicó «Algo se nos ha escapado» (Borrador Editores) y «Un accidente llamado familia» (Matalamanga). Sus cuentos aparecen en «Review Magazine» (EE.U.U. 2013); «Mi madre es un pez» (Libros del Silencio, España, 2012); «Más allá de la medida», I Premio internacional de microrrelatos del Museo de la Palabra (2010; España); «Asamblea Portátil, muestrario de nuevos narradores iberoamericanos» (Casatomada, 2010). Su blog es: www.casadeestrafalario.lamula.pe



Ana Llurba
(Argentina, 1980)

De Este es el momento exacto en que el tiempo empieza a correr

Volver al futuro

Una vez viajé al pasado
para evitar que mis padres se conocieran y en
una fiesta californiana
le di besos con lengua a mi madre como esa
especie exótica de moscas
que depositan sus huevos en los oídos de la gente
yo quería anidar en su cerebro
así ella dejaría de ser solo mi madre
para convertirse en una célebre poeta lesbiana con
ojos color fiebre, belleza convulsa
y una fragilidad disfrazada con excéntricas puestas en escena
que declamaría elegías a su hija no nacida
ante un público de lagartos
que abandonarían su piel en el baño y le llenarían la
bañera con vino barato
y elogios
y frases laudatorias
y caniches muertos embalsamados con aceitunas negras
y comida recalentada en platitos de plástico
y no me gustó nada
eso de viajar en el tiempo
en clase turista

Cosas que no me importaría olvidar

La vida es demasiado seria para que yo siga escribiendo.
Lydia Davis

Paisajes con nieve,
abedules
y osos que toman vodka
en tacitas de té
de eso iban todas las novelitas rusas que no escribí
porque sé que ya no soy joven
y por eso he aprendido
que de todas mis actitudes de vanidad y autocomplacencia
como apoltronarme en este sillón de bambú
o convertirme en una experta en la genealogía de las casas reales
simular que no conozco el final
de esas naturalezas muertas con libros
es lo mismo que esconder
estas delgadas placas córneas
situadas en las extremidades de los animales vertebrados
para arañar, rasguñar, aferrarme con miedo
a la ilusión de que todo movimiento

Ana Llurba. Ha publicado «Este es el momento exacto en que el tiempo empieza a correr» (Primer premio poesía joven Antonio Colinas, 2015) y «La puerta del cielo», su primera novela ha sido publicada en Argentina, Chile, España y próximamente en Italia. Su web personal: www.anallurba.net