Mi abuela, la espanta amores

Con una divertida e intrigante narrativa, el escritor colombiano Bryan Mosquera pone ante nuestros ojos distintas formas de entender el mundo, mitos que nacen en lo íntimo del seno familiar y ritos y creencias pasados que siguen teniendo peso en el presente.

Por Luis Fernando Macías

El día en que mi prima dijo ver el diablo, se había levantado a las diez de la mañana, un poco tarde para ir al colegio. En dos horas debía estar lista, así que hizo cuentas: una hora para terminar el almuerzo y, con suerte, otra hora para la carpintería de la cara. «Tenía diez años y ese día me puse pestañina», recuerda, 15 años después. «Terminar el almuerzo era fritar los plátanos y calentar el arroz y los garbanzos, pero ese día no frité nada y calenté todo en el horno. Estaba apurada: en la entrada del colegio me encontraría con el niño que me gustaba». El nombre del niño no lo recuerda, pero sí conservó por un tiempo la cartica en la que él le había preguntado, la tarde anterior y antes de despedirse, que si podían ser novios. Llegar a la entrada del colegio y cogerlo de la mano sería la respuesta de mi prima, el mejor Sí de todos. Ni la niña Fernanda ni el niño Recursivo previeron la visita, muy a deshora, del diablo en la puerta.

Fernanda guardó la cartica en el bolsillo. Se puso el perfume de su madre, las pepitas en los huecos de las orejas y un brillo suave en los labios, nada provocador. «Frité pocos plátanos, todos te los dejé a ti», me echa en cara, 15 años después. Yo llegaba a la una de la tarde, una hora después de que ella se fuera; mi jornada escolar era contraria. Ese día mi tía andaba en el médico para sus chequeos habituales, de manera que el almuerzo del primo menor corría por cuenta de Fernanda. Fritó plátanos solo para mí y calentó en el microondas el arroz y los garbanzos de ella. De milagro le alcanzó el tiempo para dejar mi plato dentro del horno, no fuera a ser que el tonto primo menor lo rompiera. Almorzó a las carreras; en diez minutos empezarían los besos torpes, el primer toque-toque, el prestigio de tener novio. Se miró por última vez en el espejo, comprobó la pestañina y despejó las boronas de los labios, y corrió hasta la puerta para agarrar la maleta y salir. Me cuenta que ahí lo vio, cerca de la puerta: era igual de alto a ella y ningun rastro humano. «Salí corriendo al cuarto y me encerré hasta que llegó mi mamá», me dice. «¡Era el diablo, yo lo vi, mamá!», aseguró la Fernanda de 10 años a mi tía.

Llegué y mi prima seguía en la casa. Yo no sabía lo del espanto, pero el rostro de Fernanda era de terror: la estragada pestañina corría por su rostro como lágrimas de tierra. Mi tía, quien regresó más temprano de lo previsto, no decía mayor cosa; tan solo me dejó sentado en el comedor, escuchando el desconsolado llanto de mi prima, que más parecía un lamento de ultratumba. De seguro me quedé viendo algo en el televisor, con la atención puesta en Samurai Jack y no en el berrear de mi prima, ni en mi almuerzo. Enseguida, el samurai quedó condenado al oscuro, y no por la maldición que sobrellevaba con vigor, sino porque mi abuela entró a la casa directico hacia el televisor.

«El diablo ha entrado a esta casa», dijo, y apagó el televisor.

Por aquellos días mi abuela nos cuidaba en las tardes. Tenía los ojos más verdes que ahora, las manos menos salpicadas de pecas y un fleco mono que aún hoy le luce. A decir verdad no le dábamos muchos problemas. Sobre todo porque nos llevaba de excursión, a casas con olor a incienso y cantos de leyenda, cuando no pasaba la tarde entera vigilando nuestra lectura de la Biblia. Mejor: del Apocalipsis. Me enteré del fin de todo antes de empezar a vivir; supe de los jinetes mucho antes de comer mamona en el llano; supe que el seis tenía un significado más digno con dos seis al lado que con un nueve solitario. Más que los ataques de mis cartas de Yu Gi Oh, conocía las defensas de los salmos; de la sangre Saiyajin supe menos que de la sangre de Cristo. Era popular en el colegio al contar mis tardes en iglesias improvisadas, con personas que botaban sapos por la boca y se retorcían con tanto virtuosismo que cuando conocí el reguetón no logró impresionarme.

No era rigor, era miedo; economizaba mi abuela regaños al mostrarnos su verdad cristiana. Así que cuando apagó el televisor, empecé a comer con rapidez los garbanzos, y Samurai Jack fue arrojado con su espada ya no al futuro, sino al sumario inquisidor de mi abuela:

«El diablo ha entrado a esta casa. Y es por esos monachos», completó, señalando el televisor.

En el cuarto del fondo, Fernanda recibía su regaño por algo más valeroso, ahora que lo pienso. Mi abuela fue la única que cuestionó la pestañina, el olor del perfume, las perlas en los oídos, el brillo en los labios. «Recuerdo que me dijo que por andar buscando macho y pintoreteándome la jeta es que me pasó eso», dice Fernanda hoy día, con un novio de ocho años, y sin casarse.

De mi abuela no sé lo que quisiera saber. Sé, digamos, que estudió hasta segundo de primaria e iba descalza al colegio. La impresión que me generó esta confidencia, que más parecía anécdota, no superó la vez en que la sorprendí, a mitad de una tarde en familia, poniéndose la caja de dientes luego de haber sido expulsada por una ocurrencia de mi tío. «Sonrió con tanta fuerza que la caja se le descuajó, suegrita» remató mi tío. Si los secretos bucales de mi abuela eran un enigma para mí, qué decir de su pasado; la consagración de mi abuela por sus nietos parecía despojarla de vida propia, tanto así que en los días donde no habían misas clandestinas, ni lecturas distópicas, mi abuela me enseñaba el valor de la palabra que, por su religión, se hace verbo. Un arsenal entero de frases quedaron prohibidas en mi infancia y crecí con el miedo a hablar de la muerte y de la pobreza. Decir «No tengo plata», es una ofensa para mi abuela, es sentenciar para siempre el bolsillo vacío; ella siempre dirá que nuestra pobreza radica en haber dejado, un día, las monedas y los billetes encima de la cama, «Así la plata se duerme y no se reproduce», sermonea. Decir «Estoy enfermo» la saca de casillas, es augurar el doblar de las campanas, cuando la solución está a la mano, o bueno, en la palabra; basta cubrirse con la sangre de Cristo y decir fuera, sí, fuera espíritu de enfermedad.

Es normal, entonces, que el purgatorio folclórico de Goku la incomodara; que Seiya, al dibujar la constelación de Pegaso con ambas manos, provocara el grito de mi abuela, acostumbrada a la simple persignación —y con la derecha— de la cruz. Mi mamá convenció a mi abuela de que el televisor no tenía la culpa de los desvaríos de mi prima, así que en la noche, cuando volví a mi casa, pude prenderlo y repetirme los capítulos. Viéndolo bien, yo solo perdí por unas horas las peleas entre Poseidón y los caballeros de Atena. Mi prima, en cambio, perdió tiempo, besos y, por qué no, despechos necesarios. «Si no me hubiera metido en la cabeza todas esas vainas, qué diablo ni qué nada», reflexiona mi prima. «Ya ni estoy segura de lo que vi, pero sí sé que perdí al man que me gustaba».
Las escuelas, las universidades, o los hospitales envidiarían tener tal grado de acción. Mi abuela, con sus normas y disciplinas, fabricó para nosotros la silueta del enemigo cristiano, del necesario enemigo cristiano. Imagino a mi prima, frente al espejo, aplicándose la pestañina en los ojos, el rubor en las mejillas, y un brillo que, pensó, sería removido de sus labios horas después. En el colegio la esperaría el primero beso: la humedad y todo lo que pudiera estar húmedo la alejó de la conducta aprendida, de la edad prescrita del maquillaje. Hizo el almuerzo, como le habían enseñado, pero cometió una falta: el horno microondas, sabía ella, deja la comida trasnochada; a su edad, claro, debía comer fresco, evitar los atajos de las ondas. Creyó que al estar sola, no era vigilada, que podía saltarse la norma sin reparo alguno, que podía maquillarse, pensar en hombres y calentar en el horno. Olvidó las horas en la iglesia, la lectura de la Biblia, la prohibición de las palabras; y sin tener que estar mi abuela, años de encauzamiento sorprendieron a mi prima en la puerta, el refuerzo a su conducta apareció, de repente, en forma de diablo.


Bryan Andrés Mosquera. Nace en Bogotá, estudia en Medellín. Escribe y escribe…


Luis Fernando Macías (Medellín, Colombia, 1957). Profesor de la Universidad de Antioquia. Ha publicado varias novelas, entre ellas: «Amada está lavando» (1979); «Del barrio las vecinas» (1987); «Los cantos de Isabel» (2000); «Memoria del pez» (La Habana, 2002; Bogotá 2017); «Cantar del retorno» (2003); «Todas las palabras reunidas consiguen el silencio» (2017), entre muchas otras. Además, los libros infantiles: «Valentina y el teléfono mostaza» (2018); «No es tan gallina porque adivina» (2018); «Adivine pues» (2020) y «Cuentos infantiles para libros álbum» (2020), entre otros. Ha publicado los siguientes libros de ensayo: «El juego como método para la enseñanza de la literatura a niños y jóvenes» (2003); «El taller de creación literaria, métodos, ejercicios y lecturas» (2007); «El cuento es el rey de los maestros» (2007), entre otros. Y los siguientes libros de cuentos: Los «relatos de La Milagrosa» (2000); «Los guardianes inocentes» (2003) y «Los animales del cielo» (2019).

Escrito por

Revista cultural y literaria de la Fundación Cultural Esteros.