Manuel Mejía Vallejo: «La venganza»

Celebramos el centenario del escritor antioqueño Manuel Mejía Vallejo, uno de los más importantes narradores colombianos, con uno de sus icónicos cuentos.

Por Luis Fernando Macías

La venganza

A veces trataba de olvidar que buscaba a un hombre para matarlo. Sin embargo seguía de pueblo en pueblo, de hacienda en hacienda, con un odio que ya me cansaba los ojos.
—Se necesita querer a una persona para buscarla tanto —opinó alguien.
—Tal vez odiarla mucho —dudó otro. Y a mi pregunta respondían:
—¿Un gallero de cuarenta y cinco años? Hay tantos galleros de cuarenta y cinco años.
Miraban mi alta estatura, se miraban ellos.
—En algún cruce tropezará con él.
Por eso continuaba trillando caminos de pueblo en pueblo, de finca en finca. Tal vez esos caminos me han dañado, en ellos recogí emociones que me hicieron más hombre. O menos hombre, según se mire. Algunas se pegaban dentro, sin maltratar, otras me incomodaban, se hacían cuerpos extraños pero de nadie más, como remordimientos.
—A las Ferias de Tambo irán los mejores galleros —dijo alguien. Y cuando tuve la seguridad de que allí encontraría al que debía morir, con la yema de un pulgar probé largo rato la punta de mi cuchillo.
—«… Los mejores galleros». Desde pequeño me despertaban los cantos de los gallos, entre ellos crecí, ellos me fueron enseñando el camino del hombre. Mi madre les echaba maíz como si alimentara recuerdos.
Días. Meses. Años.
—Deberías venderlos —le dije por decir. Terca en la fidelidad a su pobre historia, respondió:
—Él vendrá por sus gallos cualquier día, Aguilán sigue cantando.
Toda ella parecía irse al mirar por la ventana.
—«Mañana volveré, no hay uno igual» —le dijo el desconocido años atrás. A veces yo hablaba a solas para adivinar aquella voz, apretaba los ojos para adivinar los pasos del regreso. Pero nunca regresó por su gallo. Nunca regresó por ella.
Y se arrastró el tiempo, y Aguilán no atacó más su sombra, y se mellaron las espuelas, y perdió las plumas negras de su cola roja, y una mañana el pico amaneció clavado en el polvo. Mi madre lloró, cortó las espuelas y las clavó en la pared junto a las del desconocido. Pero otros hijos de Aguilán cantaron en los corrales y mi madre los crió empecinada.
—Algún día vendrá por ellos.
—No vendrá.
—¿Crees que iba a dejar olvidado su mejor animal de pelea?
—Madre, ya murió. Aguilán está muerto.
—Qué sabe uno…
Ese hombre le había dañado su destino, había dañado el mío. Desde que oí por primera vez el canto de los gallos, desde que una voz empezó a contestar dentro como si aquel canto me perteneciera. Tardes y tardes pasé en los corrales espantando la voz, pero el camino estaba marcado: también yo sería gallero.
De ahí en adelante la vida fue espuelas, crestas, picos, plumas. Plumas de rojo quemado, plumas jaspeadas, plumas saraviadas, plumas de gallo peleador. Y seleccionaba los que a picotazos destruían su imagen en los charcos, los que atacaban su sombra y curvaban cuatro plumas negras en su cola roja. Al verme adiestrándolos, mi madre pronunciaba un «igual al otro» con vaivén de cabeza. Ignoré si se refería a mí o al gallo de turno.
Por instinto sabía volverlos más combativos. Al enterarse de que era el ganador en el vecindario, ella decía palabras que formaban parte de su mismo silencio: «Tenía que ser así». Porque yo estaba marcado. Como los gallos que nacen para matar o para morir peleando. Y no reclamaba. Sabía que alguien torció nuestro camino, que nosotros torceríamos el de alguien, con o sin culpa.
Aunque la vida era amable al tender la soga a las reses en estampida, al oír el viento en la crin de los caballos, al sentir el olor de la madera, no dejaba de transferir mi odio; por eso al lidiar toros y muletos duplicaba mi fuerza imaginando que dominaba al desconocido. Hasta los picotazos de mis gallos me vengaban, era él quien los sufría. «El día señalado nos veremos frente a frente, y morirá», juré, niño todavía. Y amolaba despaciosamente espolones y cuchillos mientras miraba a cualquier punto.
Meses. Días. Años.
Aún creo recordar el brillante sonar de las espuelas de mi padre sin figura, las de los vaqueros, las corvas espuelas de Aguilán. Cuando en las noches me tendía sobre la hierba, fijaba en dos estrellas los ojos porque las estrellas se me hacían rodajas metálicas. Entonces rayaba la hierba con los talones, vengativo. Sin embargo, en ocasiones luchaba por resignarme a oír a mi madre hablar de cuando el forastero le entregó el gallo y le dijo: «Es de la mejor cuerda, volveré».
Pero detrás mi sombra decía: «Hay que encontrarlo». Porque al formarme en el odio tuve que aceptar el engranaje, vivir en mí como en casa ajena. Por lo menos esto había llegado a comprender: debía recorrer mi pesadilla, hundirme en cada hora como en el barro, llenar este espacio para el grito.
Y lo llené con odio desde que oí cantar los gallos, desde que vi a mi madre echarles maíz como si se desgranara, desde que me hice vaquero. Por eso cuando dijeron: «Irán los grandes apostadores a las Ferias de Tambo», con una alegría cansada agarré camino, el gallo bajo mi poncho veranero, entre el cinturón y mi piel el cuchillo para el que un día prometió mentirosamente: «Dejo el Cuatroplumas en prueba de que volveré». Porque desde esa promesa mi madre no tuvo otra vida que la de Aguilán. Meses, años de diálogo sin objeto:
—«¿No oyes zumbar la candela?».
—«Sí, madre, zumban los leños en el fogón».
—«¿No te lo dije? Es señal de que vendrá» —y descolgaba las espuelas del desconocido.
—«Nadie llegará, madre, estamos solos. ¡Solos!» —alzaba yo la voz al verla tan ingenua.
Y nadie llegaría. Comíamos pan duro, comíamos silencios duros con la sopa sobre un mantel de cuadros amarillos y rojos, remendado una y cien veces junto a la ventana. Nunca la ausencia de aquel hombre dejó de llenar el rancho, nunca una alegría sin mancha llegó a nuestra mesa gris.
Y cuando las afueras del pueblo se hicieron pequeñas, salí lejos a ganar dinero con qué apostar a mi gallo. Amansaba potros y muletos, arreaba ganado, organizaba tandas de cartas y dados, no perdía carnavales ni ferias, para decir cuando encontrara al desconocido:
—Lo juego todo a mi gallo.
En Aguilán habría de jugarme esa cosa amarga que era mi vida.
Y ahora el día estaba conmigo, con las primeras casuchas de Tambo, a medio destruir. En las arenas del cauce saqué el gallo para darle aire, para que se desentumeciera y mandara un canto al rescoldo del mediodía.
Sobre un filón de lava una iguana se secaba al sol, tostado ya su color verde. Cuando le arrojé un pedrusco, se escabulló por el cauce. También en el pueblo estarían durmiendo como iguanas la siesta, sobresaltada por los cohetes. Cualquier hora sería de siesta en la modorra de Tambo.
Aguilán —dije levantándome—, se acerca la hora.
Del pueblo rodaba una rara canción. «La cantará uno que no quiere llorar, ni morirse», reflexioné avanzando por sobre troncos de lava. «Milagro que viva el pueblo tan cerca de un volcán». Alguien aporreaba con un palo dos cueros que servían de acompañamiento a la canción. Más adelante avanzaba un hombre de una sola mano —sería el sepulturero— con la pica al hombro, el muñón en la frente, para enjugarse. La sombra de la pica culebreaba en el suelo.
El camino de lava se volvió calle, en la calle había sol y frases de personas invisibles: —«¿Lloverá esta semana?». —«¡Qué va a llover!». —«Tal vez ceniza del volcán». —«Tal vez candela».
A la sombra se despaturraban dos gallinas, un ala desplegada, la otra barriendo el polvo. Tres hombres en actitud descuidada hacían sombra contra una pared revestida de cal solo a parches. Sobre sus cabezas un letrero en madera: Tienda y Cantina. Más adelante, la fonda de los galleros, así lo supuse por el aviso: El Gallo Rojo. Al llegar al portón, mi sombra se recostó en el suelo como un largo cansancio.
Solo una muchacha aguardaba detrás de los estantes.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó con dejo de quien no está acostumbrado a ser amable por obligación. Un tablón chirrió con mi peso, con mi peso traqueteó un taburete. Las piernas se estiraron, sobresalieron las botas con polvo y barro seco, resollé.
—¿Qué desea?
Las cosas circundantes significaban más que la muchacha, eran mi prolongación.
—… El día señalado… —repetí para mi venganza. Estalló un cohete de feria, aspiré un olor a pólvora, a piña agriada, a cerveza, a mangos maduros.
—¿Cómo dice? —volvió a preguntar. Los cascos de un potro manchado repicaron en la calle. Una de las gallinas salió corriendo, la otra apenas se rebulló.
—¿Aquí se reúnen los galleros? —pregunté a la muchacha en lugar de responderle.
—Es ya que llenan esto —informó sin largar un trapo con que aparentaba desempolvar los taburetes y calculando mi estatura. Era denso el olor de ceniza. Volvió a retumbar el volcán.
—Feo ese animalón bramando cada cinco minutos —dije. Ella sopló un cadejo que se le venía a la cara y miró el cielo visible por un ángulo del techo.
—Dicen que el sol quema pájaros en pleno vuelo, caen al suelo chamuscados.
Con las manos remedó alas que se quiebran. En su presencia disminuía el calor.
—Deme algo de beber, y de comer, he caminado mucho.
Ahora la observaba. Ella disimuló restregando el estante. Me pareció blanda la tarde: era como si tocara sus senos a la orilla de un río. Mientras servía, y para espantar mi fijeza, preguntó refiriéndose al bulto bajo mi poncho:
—¿También es gallero?
En su tono había esperanza de que lo negara, por eso dio la espalda cuando asentí sin hablar. Algo mío, sin embargo, descansaba en la muchacha.
—Los martes de feria atiendo esta fonda —dijo abanicándose—, porque papá sale a reunir galleros.
Galleros, cohetes, la cercana muerte… Los minutos empezaron a alargarse como si los estiraran de las puntas, como en las grandes esperas. En la trastienda hervía agua en una olla de barro. «Allí sancocharán los gallos que resultan muertos», imaginé con fastidio. Un vaho extraño flotaba en derredor. No sé de dónde venía al pueblo tanto humo. «Candelas de verano», pensé, aunque podía ser una sensación de olor.
—¡Helados! —pregonaron en una esquina—. ¡Helados!
La voz soplaba como viento. Por la calle pasaban bultos blancos, negroides, mestizos. Ninguno de ellos reflejó a mi madre, a su silencio junto a la ventana, a mí mismo.
—Pueblo raro —comenté por no callarme. Alguien, lejos, tocaba un tambor. Recordé los cueros de res en las afueras, la barriga de iguanas y caimanes, un perro con el buche inflado de muerte.
—Es un pueblo con maldición —dijo retorciendo el trapo—. Él manda en este infierno. Él y el sargento, y esta sofocación… ¡uff!
El reverberar seguía llegando con el humo. Venía del almendro, del volcán, de los cohetes, de las piedras con matas de humo. Humo de verano. Candelas en las nubes tostadas.
—¿Quién es Él?
Templó sus labios para endurecer las palabras:
—El Cojo. Hace lo que le da la gana en la fonda, en la gallera, en las ferias, en toda parte. Ya lo conocerá.
Personas invisibles hablaban de ganado, de riñas, de asesinatos, de la sequía. Por una tapia asomaban dos muñones de cacto. El reflejo del sol hería en los techos de zinc, en los casquetes de botellas, en la pica del enterrador. La otra gallina se desperezó antes de escurrirse por un portillo.
—¡Helados! —volvieron a gritar más cerca, pensé que con mi propia voz. La lengua de la muchacha recorrió los labios.
—Eran famosas las Ferias de Tambo. La gente no volvió por miedo del Cojo. Esto se llena solo de tahúres y galleros y matones.
La sentía cansada de sus horas, del calor, del oficio de tanta gente. Se suavizó al oír el canto.
—Siempre la misma canción. Está loco, el pobre.
—¿De qué enloqueció?
—De miedo, dicen. Tocaba en la Banda Municipal, ahora no hay banda.
Dos cohetes estallaron en el cielo amarillo.
—¿Miedo de qué?
Subió los hombros y mordió un mango que arrojó a un balde. Seguimos en el aire la trayectoria de la fruta.
—De Tambo, del volcán, del Cojo. Matan, hacen pesada la vida.
Cuando el mango dio contra el asiento del balde, aplaudió con un asombro infantil que borró al ver asomar una iguana por la puerta del fondo.
—¡Fuera, sapo estirao! —exclamó aventándole el trapo, sonreí a su reniego—. De todas partes salen iguanas, qué pesadilla.
—En el río tiré cascajos a una, salió dándose qué aires.
—Se creería un caimán.
Imaginaba que debajo de cada piedra y cada raíz se encontraría un alacrán, que arañas y ciempiés se turnarían los chinchorros de los niños, que el tiempo se medía a retumbos de volcán. Las noches de Tambo deberían jadear como perros con fiebre, como yo estaba por hacerlo cuando advertí que la muchacha me observaba. Hice buches de aire.
—Tambo, los otros, dan lo mismo. Hombres pueblos, gallos…
Miró como si abriera una puerta. Quizá le interesó este actuar y vivir alejado de mi vida, este aspecto de que todo viene señalado.
La muchacha caminó con paso lento, largo, de jaguar al mediodía. Fue sensual su mirada, su desperezamiento, el ceñirse de la falda contra los muslos. Y su aire inexperto:
—¿Ha viajado mucho?
—Desde los doce años.
—¡Doce años! Ni gitano que fuera.
—Busco a un hombre —apreté el cuchillo—. Lo voy a matar.
No le sonó esto. Harto de odios vivía Tambo para hablar de nuevos odios. Volví atrás un minuto. Cien caminos recorrí, cien más en busca del desconocido. Llanos, colinas, cerros. Desde cada cerro veía más lomos cordilleranos. Y cada lomo cordillerano era como un inmenso vuelo de montes.
—¿Ha estado en los páramos? —preguntó.
—He vivido en páramos.
—Deben ser buenas las tierras altas. Suena sabroso la palabra páramo, es fría —tiró al balde otro mango—. Esto hago, pues.
Distendió el labio inferior, los dientes brillaron:
—Cuando hay nubes me entretengo en dibujar con ellas a los tipos de Tambo —trató de buscar una nube para demostrar su juego. También yo había hecho lo mismo a campo raso, pero las nubes solo dibujaban gallos, un mantel, puños cerrados, el fantasma del desconocido.
—No hay nubes en este verano —dijo—. Sería bueno formar animales con ellas —elevó una mano al cuello, los dedos recorrieron sus venas—. ¿Conoce bisontes? Cuando hay tempestad formo bisontes y anacondas y dantas. No los he visto pero me gustan sus nombres. Cuando hay relámpagos, en las nubes salen muertos.
Quitó del cuello la mano bruscamente, recordó algo, los dedos regresaron al cuello, apacibles. Echó al aire una pelusa, la sopló como besando el aire. Viéndola sentí el sabor de la música en las tierras altas, parecida a viento y a lluvia entre los árboles.
Al servirme, le noté en brazos y manos las señales del trajín casero: uñas gastadas, pequeñas cicatrices de quemaduras de la plancha, dedos fuertes de escurrir ropa, barrer y fregar. Me trajo la sensación de esa vida común en que el día es trabajo y descanso la noche, en que cada hora tiene su sabor y su oficio incambiable. Lo que esas manos tocaran se convertiría en hogar.
—Esta tienda es de mi papá —dijo—. Mi papá fue el mejor gallero.
Algo se sacudió violentamente en mí. También Aguilán se conmovió a la presión de mi mano. Y al oír que algunas personas se acercaban, mi cuerpo se enfrentó a la puerta, menos los ojos que buscaban signos familiares en la joven. Únicamente cuando el ruido estuvo a pocos metros retiré de la muchacha la vista. La suya me seguía, en guardia. Escuchábamos el brillo de las espuelas en las piedras, el cambio de los pasos: sobre el cascajo, sobre el chasquido de los cuescos de coco, sobre la acera. Pasos pesados contra el maderamen, a la sombra.
Bajo los sombreros diez rostros fueron llenando el establecimiento. Parecían empotrados en el sonar de los tacones. La sensación de humo aumentó con sus cigarros, con las rodajas de sus espuelas que sacarían chispas si chocaran en unos ijares. Iban acomodándose con lentitud sin perderme de vista aunque dieran la espalda. «Les habló el enterrador», pensé al verle el muñón en el filo de la pica. Entre el quejido del tambor los ruidos fueron transparentes: vasos contra vasos, vasos contra el cuello de la botella, el gorgoreo, un cañón de revólver contra un vaso.
—Ya está, muchacha —le dijo un cincuentón indicándole que podía salir, y se situó detrás del estante para servir aguardiente a los recién llegados. El sudor resbalaba en pequeños arroyos.
Llevé el pañuelo a mi frente, aliviado porque no podía ser este el tipo a quien buscaba. Cuando la muchacha retiró mis trastos, susurró:
—Quiero que gane su gallo.
Bajo mi poncho apreté una mano que no existía.
—¿Hablaremos después? —le pregunté señalando vagamente el cañaduzal. Ella ladeó las pestañas, creo que ofendida, y salió a la calle. Cerré los ojos para oír mejor sus pisadas. Mi mano pasó del cuchillo a las plumas de Aguilán, sobre ellas aprendían a perdonar viejas historias.
—¿Qué trae escondido, forastero? —dijo insolentemente alguien, alto, pálido, de grandes bigotes que parecían artificiales: su rostro intranquilo revelaba un invisible rebullirse a pesar de su quietud aparente, como si la muerte le caminara en el estómago.
—Un gallo de pelea —contesté con ganas de levantarme para seguir a la joven. Ellos removieron sus taburetes. El tablón chirrió con mi peso.
—¡Helados! —gritó un negro que arrastraba su carretilla blanca y sucia, pero continuó su camino al ver a los buscapleitos. No pensé: «Va un negro vendiendo helados», sino: «Lo chamuscó el sol». Únicamente al rato volvió a oírse el pregón como una tinaja de agua sobre carbones al rojo. Y con el pregón el golpe de un palo contra seis cueros.
—Dice que trajo un gallo de pelea —embromó el de bigotes ahumados rayando los corvejones con sus espuelas. Los otros aflojaron el barboquejo, empujaron atrás los sombreros y dejaron las manos cerca de cualquier empuñadura. El trato con gallos de riña me enseñó a manejar el cuchillo y a conocer a los hombres: aquellos tenían ganas de matar. Yo quería seguir a la muchacha, mi pelea no debía ser con ellos. Por eso dije al pisar el escalón de salida y quebrar con la suela un cuesco de algarroba:
—Nos veremos en la gallera.
Y abandoné El Gallo Rojo, la cara hacia los pedregales del volcán donde crecían para las nubes unas matas de humo. Cuando me perdí con la muchacha en el cañaduzal, el sol tumbaba el humo, tumbaba las sombras contra el suelo rajado. Lejos cantaban la extraña canción.

***

Al contacto de mi mano las plumas de Aguilán tenían la aspereza de las hojas de la caña, la suavidad que tenía la piel de la muchacha al sol de Tambo.
Desde hacía rato me había apostado en la última grada de la gallera. Observaba a la gente, las telarañas, las grietas murales de los terremotos. En los muros agrietados del pueblo se retorcerían millares de alacranes, de arañas, de lagartijas. Observaba las tapias desconchadas, sus costillares de guadua y cañabrava, una tira de papel inmóvil en una alta viga; si se hubiera movido, me habría refrescado. Pero en Tambo no entraba la brisa, entraban el humo, el chillar de los grillos de verano, el golpe del tambor.
Desde mi sitio distinguiría al desconocido, entre mil pasos los pasos suyos, el color de sus botas, el sonar de sus espuelas. Siempre las soñé. —«Madre, quiero medírmelas». —«Cuando crezcas, hijo». Tal vez ella pensara que eran espuelas para andanzas sin retorno. Únicamente pude calzarlas cuando el tiempo de la venganza se hizo caminos. —«¿No oyes, hijo, no oyes?» —preguntaba incorporándose, con ese dolor noble que tienen los ojos de los perros heridos. —«¿Qué cosa?». —«¿No oyes pisadas de caballo junto a la puerta?» —«Ningún caballo pisa el patio». —«¿No, oíste ruido de las espuelas en el corredor?» —«No, madre». —«Pero, ¿pusiste cuidado? Asómate». —«Es el viento». Viento, lluvia, duendes caseros, relámpagos en noches de tempestad. Nunca el desconocido. Ni él ni su mirada.
—¡Vivan las Ferias! —gritó un borrachín—. ¡Vivan las grandes riñas!
Cuatro bancas abajo, el grupo de la fonda echaba puyas que yo desoía, y que se interrumpieron al entrar un hombre alto y cojo.
Algo cojeó en mí al comprender que ese era el desconocido a quien busqué durante quince años, a quien atisbó mi madre desde una ventana al camino sin pasos de regreso.
Mis manos se volvían puños bajo el poncho, todo en mí era venganza en acecho. Un sentimiento de odio total me sofocaba: odiaba al hombre, odiaba su voz, sus ademanes, su cojera, el zurriago nudoso, la atmósfera de que se rodeaba; odié las botas, el paso trunco, el pueblo que lo veía día y noche. Me odié a mí mismo por odiarlo, odié a mi madre por haber sido su víctima, porque nunca dejó de esperarlo. Cojo y alto. Para encontrarlo, una vida entera. Al verlo no me dije: «Tiene una pierna más corta que la otra», sino: «Tiene una pierna más larga». Largas, gruesas, musculosas, aún la encogida, rematada en bota de triple tacón. La cojera hacía parte de su mismo vigor, le infundía una insolente superioridad física.
Los otros le fueron abriendo paso porque veían un jefe en la presencia golpeante, en sus manazas terminadas en zurriago de arriero.
—Dice que trajo un gallo —señaló el de bigotes. El Cojo se quedó mirándome. Algo cojeó con vigor en su mirada, parecía descubrir un recuerdo.
—Le podríamos casar pelea con mi gallina —invitó el de bigotes con flexión presuntuosa de cuello, en voz alta porque la bulla impedía escuchar. Lo miré sin mover los párpados, hasta que metió sus manos entre los botones de la camisa para ventear el sudor pegajoso. Algo volvió a cojear en el recién llegado. No dejaba de fijarme en su chaqueta, en sus mandíbulas, en sus dedos fuertes. Lo veía, veía las espuelas en la noche, veía a mi madre, veía el apego a su pobre historia, su dolor remendado una y cien veces en la mesa gris. —«Hijo, ¿no oyes zumbar la candela?».
—El joven no nos quita la vista —dijo el Cojo silabeadamente, interesado en mi postura. Porque siempre fui de ojos y labios tranquilos, nunca las manos tuvieron afán, las piernas no lo tuvieron.
—Si nos mostrara el pollo hasta le permitiríamos sacarlo al redondel —agregó, queriendo decir que había esperado mucho. Trazó una raya con el herrón del zurriago y se dirigió guasonamente al de bigotes ahumados:
—¿Qué edad tiene tu gallina?
El otro se pavoneó porque el jefe lo determinaba en público.
—Pues ya están canosas las plumas.
—Entonces puede que le aguante el pajarraco del amigo.
Las risas ocultaron otra expresión. Sonreí con la boca únicamente, como si mirara un recuerdo. Mi seguridad los hacía replegarse dentro de sí mismos, agazaparse para el salto que nunca se da. Tal vez este aire de hombre libre contribuyó a contenerlos.
Después de desatar un nudo, el Cojo se puso a desenrollar el rejo que cubría el zurriago. Su lentitud amenazadora al desenvolverlo anunciaba castigo. Con la punta ya libre latigueó sus pantalones.
—¡Eh, usted, forastero! —gritó dando un bastonazo a la valla del redondel. Seguramente para hacerse notar había herrado los tacones de sus botas y el extremo de su garrote. Los ojos giraron contra mí. Varios se carcajearon, para descansar, por cualquier exclamación chabacana. El Cojo dirigió las risas de sus secuaces. Por un momento la gallera se carcajeó a una orden no impartida. Sonreí antes de remedar el vozarrón del hombre todavía de espaldas:
—¡Eh, usted, cojo!
Se le vio el aturdimiento. De un golpe se cerraron las bocas, menos la mía. Tal vez porque yo podía tener oculto en mi poncho un puñal o una hachuela o un revólver con el gatillo a punto, su reacción se redujo a tres palabras:
—¡Aquí lo espero!
—¿Por qué no sube usted? —rechacé burlón—. Tantos berridos asustarán a los gallos.
Afirmó en la mano el zurriago y saltó ágilmente la primera grada. Al entrar en un parche de sol, el polvo se convirtió en mil insectos espantados por la luz. Nunca como entonces apreté en mi mano un cuchillo. Nunca se me hizo tan presente el pasado de mi madre. —«Hijo, ya no zumban». —«¿Qué cosa?». —«Los leños en el fogón. Ya no zumban». —«Algunas tardes chisporretean», decía yo, sombrío, con ganas de ser leño. Ella escarbaba con un tizón las cenizas. Después apenas las miraba, porque dentro de ella todo se iba haciendo cenizas. Una araña tejió su tela entre la espuela plateada del hombre y las espuelas del primer Aguilán.
Todos pendían del gamonal, pendían de mí.
—¿Quiere verme cojear, forastero?
—No —contesté—. Ya lo vi cojeando, y lo hace muy bien.
Advirtió que echaba al suelo no su cojera sino su manera de explotarla, su agresividad respaldada en ella. Sus gestos calculados demostraban que le afectaba mi actitud. El público estrechaba más, arreciaba el calor, arreciaban los golpes contra los cueros de res, arreciaba el bramido del volcán.
—«Le salió respondón el muchacho» —comentaron. Ante la merma de su autoridad, el Cojo se plantó, agresivo el tono por mi impasibilidad.
—Forastero, ¿va a sacar el gallo?
—No —respondí secamente—. No quiero mostrarle el gallo.
El silencio fue como si un gran peso estuviera por caer encima.
—¡Helados! —volvió el pregón del negro, calle arriba. La rueda metálica de su carretilla debía sacar chispas al cascajo. Quietas seguían las alas de los pájaros y la cinta de papel. El humo de verano seguía quieto. El Cojo saboreaba la prolongación de la escena, jugaba con los nudos del zurriago asegurado a su muñeca por una trenza de cuero.
—¿Qué opinan? —se dirigió a los suyos preparando un salto grande—. No lo muestra.
—Deberíamos averiguar por qué —intervino el de bigotes, provocador en el arrastrar de las letras y en el sobar la canana contra la palma de sus manos. Como si rastrillara un fósforo en un reguero de pólvora, el Cojo hizo la pregunta:
—Y…, ¿nos diría siquiera el nombre, para empezar?
Enrollaba el rejo en sus manos, lo volvía a desenrollar. El de bigotes me revisó desde la cabeza al suelo, descargó en una pierna su cuerpo, aseguró los pulgares en la canana y tamborileó con sus ocho dedos libres.
—Se las quiere dar de hombre —dijo. El Cojo aventó la cabeza con otra risotada, un rayo de sol chisporroteó en su muela de oro. La risa fue acabándose a bocanadas hasta convertirse en el ceño bronco y en la presión de las sílabas.
—Pero esto de ser hombre no es cosa de niños.
Celebré con golpe de tos, él machacó de nuevo.
—… El nombre suyo, el del gallo…
Sonreí como si golpeara. Mis ojos rozaron aquel rostro, como espuelas. De un manotazo sacudió el raspón brincando otra grada con ayuda del zurriago.
—Es una historia fea —empecé con desaliento. Un cohete dibujó en el aire una alta palmera de humo. Si hubiera estallado el volcán, me habría importado poco. El Cojo avanzó desenrollando el rejo. Era inaguantable la tensión. Yo calculaba el estilo de su ramalazo, la manera de esquivarlo y asegurar efectividad al cuchillo.
—¡Déjenlos solos! —reclamaron voces dispersas cuando intentaron atacarme. Los secuaces advirtieron un atrevimiento no acostumbrado en la actitud y se aquietaron después de consultarse. El Cojo entendió que la hora había llegado.
—¡Eh! —le habló al de bigotes ahumados en tono falsamente suave—, contémosle cómo nos abandonó El Bruto.
Con un índice, el otro fue echando más atrás el sombrero hasta despejar la frente; el índice imitó un cañón de revólver.
—Pues cuando se dio cuenta de que no obedecía, él mismo se lo disparó.
—Pero —volvió el Cojo, marrullero—, ¿por qué se lo dispararía?
El de bigotes alzó un hombro, con la navaja rebanó un trozo de caña.
—Ya estaba en edad de morirse— fingió expresiones de lástima cuando remató—: feo se le veía el hueco en la frente.
Esperaron que surtiera efecto la amenaza. Pero siempre hay palabras para detener puñaladas o disparos. Yo tenía las mías.
Aguilán se llama el gallo…
El asombro del Cojo empujó mi voz lenta como su paso, ahora condescendiente:
—Yo quería ponerlo Gavilán, mi madre quería ponerlo Águila. Al fin lo pusimos Aguilán, un viejo nombre, mezcla de gavilán y águila.
Se detuvo, y con él sus matones. Envejeció dos años. O veinticuatro. Toda mi edad lo derrumbó. Mi edad más nueve meses. Por un momento creí sorprenderle una buena mirada. Tal vez fuera posible… Los otros se extrañaron de la impasibilidad mía, del repentino balbuceo del Cojo. Y de su grito:
—¡Tengo que ver ese gallo!
Había convertido en látigo el rejo para castigar su pasajero temblor. Me lo disparó desde los cuatro metros. No fue difícil evitar la marca en el rostro y dar con el rejo una vuelta en mi mano contraída dejando libre el pulgar. Así tumbaba potros y toros en mi trabajo de vaquero y amansador. Lo mismo pasó con el Cojo: de un formidable jalón le hice saltar la grada restante. Los del grupo se movían como si tascaran frenos.
—¡No saldrá vivo, forastero! —exclamó hecho un nudo de músculos rabiosos y se irguió con agilidad de puma. «No saldrá vivo…». Podía ser. Vivo, muerto. Alguna tumba debería estar cavando el sepulturero.
—¡Tengo que ver ese gallo! —repitió. Pero al querer rasgar el poncho, con la hoja de mi puñal le hice un chisguete en el cinturón. Paró en seco, arqueando el vientre para evitar que le hundiera el cuchillo.
—Así son las espuelas de Aguilán —dije sereno, pendiente de su bastón y señalando con la barba el cuchillo.
—… Aceros afilados… —pareció recordar, esquivándolo. Dos o tres clientes sacaron sus armas, pero el Cojo movió sus dedos para que de nuevo llenaran sus estuches. No era con ellos la pelea.
El público dejó de vociferar, apretujado contra nosotros. Algunos cargaban todavía sus gallos. Gotas de sudor salpicaban la frente del Cojo y la mía.
—Está jugando con ventaja, forastero —dijo. Solamente él y yo sabíamos lo que quería decir: al insinuarle que él era mi padre, neutralizaba su poder, lo ponía en ridículo delante de un pueblo sometido a su crueldad.
—¿Quién no ha jugado con ventaja? —señalé a los matones—. ¿Usted?
Le inquietaban mi mano serena, su limitación para arrastrarme, estas burlas temerosamente echadas de contrabando.
—«Perdió los estribos el Gran Cojo». —«El forastero no soltó el gallo». —«Se le cuajó la sangre al viejo guapetón». Comprendí hasta qué punto lo odiaban, pero aquella solidaridad conmigo me pareció cobarde. El Cojo viró con desprecio en redondo, volvió a enfrentárseme y ordenó para dejar la decisión a los gallos:
—Traigan a Buenavida.
Dos hombres salieron por una puerta falsa. Con mi cuchillo corté el rejo tenso entre mi puño y su muñeca. Mi vida se había hecho para este momento.
Uno de los incondicionales le trajo una jarra con agua. Al beber regó parte del líquido. Con el dorso de un brazo restregó la barba mojada y vació el resto en la cara y en la muñeca sangrante.
—¿Cómo quiere la apuesta? —preguntó resollando—. Por algo trajo su gallo tapado.
—Para destaparlo al mejor apostador y al mejor gallo.
Al levantarme palmoteé mis pantalones. El polvo se regó como al golpe de los aletazos en el ruedo a medida que bajábamos grada por grada, frente a frente, dueño cada cual de los movimientos acompasados del otro, de sus intenciones más ocultas.
El descenso fue un espectáculo para los galleros, que hacían comentarios exagerados, casaban apuestas, abrían camino para que el Cojo y yo entráramos en el ruedo. Su gallo vino en manos de dos hombres, lo recibió sin acreditarlo, sin apartar de mí su atención. Podría jurar que no me veía a mí sino todo lo que detrás de mí pudiera referirse a él. Tal vez una escena de muchos años atrás, cuando entregó un gallo a una mujer y le dijo: «Es de la mejor cuerda, volveré por él». Gallos, pueblos, mujeres. Un rancho en las afueras, un par de espuelas plateadas, vagabundeos sin regreso. Yo saqué lo que llevaba para apostarlo. Muchos ojos brotaron, se acabaron los silencios que aún quedaban.
—¡Es un dineral! —exclamaron al ver en el suelo el producto de mis años de preparación. —«Nunca vimos una apuesta igual por estos rumbos». —«Ni la volveremos a ver». —«Ahora, que se acabe Tambo».
Crecían las exageraciones sobre mi procedencia: «Al diablo se le parece». Y refiriéndose al Cojo: «¿Qué le pasará?». Él clavó a un lado el zurriago y habló sin importarle el dinero:
—Destápelo, joven.
Otro brinco lo colocó en mejor posición. Tres cohetes reventaron simultáneamente en la plaza.
—… Le enseñaré de gallos y de hombres.
Nada le respondí, pero sus palabras me hicieron sacar el gallo.
—¡Aguilán! —exclamó al verlo, y desde ese momento no dejó de mirarme. Era como si ante un espejo empañado tratara de reconocer un rostro que pudo ser el suyo. Sus movimientos empezaron a ser mecánicos, tenían un extraño agotamiento. Recordé los gallos perdidos, recordé un viejo gavilán que de pronto cayó muerto, de sus alas a unas pencas de cabuya.
—«¡Igual a Buenavida!» —cuchichearon intrigados.
—«¿No era única la cría del Cojo?». —«Fíjense en las espuelas del forastero». —«Iguales a las de él, ¿no eran únicas sus espuelas?».
El hombrón también oía desconcertado.
—… Cola roja, cuatro plumas negras —recité masajeando los muslos del animal, fija la mirada en el Cojo—. Corto el pico, largas las espuelas… Hay que saber de gallos y de hombres.
Nuevas cabezas asomaron por entre otros espectadores, más voces acabaron de embrutecer la gallera. El volcán, los cueros de res, la absurda canción… El Cojo y yo callábamos frente a frente, separadas las piernas, arqueados hacia adelante, en las manos los gallos listos para el careo.
—¡Doble contra sencillo a Buenavida! —borbotó el de bigotes. Quería en realidad apostar a su dueño. La gente volvió a pensar en desafíos.
—¡Cinco a uno mando yo!
—¿También le llegaría la hora?
El Cojo les lanzó la mirada con el grito:
—¡Aparo todas las apuestas!
El amo de Tambo recuperaba energías, levantaba su vigorosa cojera. Porque era digno de un odio grande reforcé la justificación de mi venganza: levanté la cabeza para ver en el lejano rancho las espuelas del hombre y las del gallo, que mi madre clavara en el muro; pensé en sus ojos fatigados, en sus sienes, en su frente de una edad sin medida. La veía en las tareas humildes: cuando echaba maíz a los gallos, como si se desgranara; cuando amasaba puños de cacao; cuando asaba tortillas al zumbar de la leña verde. Y un pañuelo doblado nerviosamente, y tres fotografías borrosas, y un olor de cebolla y humo, y una funda gris, y un mantel a cuadros, y otros olores inocentes, con bondad temerosa. Por eso mi cuchillo buscaba dirección. Al frente estaba el culpable. «¿Culpable de qué?» —llegué a preguntarme—. «¿De ser hombre?».
La agresividad de Aguilán también fue rápida. Apenas sí nos dimos cuenta de cuando los gallos levantaron humazos de polvo y se arrancaron plumas en los revuelos iniciales. Sin embargo yo sentía en mí los picotazos de Buenavida, en el Cojo los espolones de Aguilán. Solo una vez el hombre se fijó en mi cuchillo, solo una vez observé cómo los dedos se blanquearon en el zurriago. Continuaba llegándonos el barullo que nos rodeaba, los tropezones de los gallos sobre la arena chisgueteada de sangre.
Los picos entreabiertos decían la fatiga en la pelea. A cada segundo las espuelas eran más lentas en el ataque, más apretados el bastón y el cuchillo. Los ojos saltaban de la arena a nosotros, de nosotros a las espuelas. Puñal, zurriago, picos. Yo miraba a los gallos, veía al Cojo. En un minuto debería tomar la decisión más importante de mi vida. Pero es difícil volcarse en un acto, así sea el más importante. Y no podía retardar la decisión, aunque forzarla sería desmentirla.
—Todas las mañanas ella le echaba maíz —dije con voz que apenas se oía, ronca.
—¿Quién es ella?
Le contestó mi silencio, le contestó el suyo. Nos llegaban, lejos, los aletazos en el aire. Con el puño de una mano restregó la palma de la otra.
—Ella esperaba. Ella rezaba.
—¿Rezaba?
—Era su manera de no gritar.
Hizo amargos signos de aceptación.
—… Desde cuando yo estaba niño ella me decía: «Algún día volverá». Pero él nos torció el camino, el rancho estuvo sin hombre. Hasta que juré vengarme.
—El odio nos vuelve hombres —dijo sin convicción.
La punta del zurriago trazó rayas en la arena. No quise decirle que ella había muerto. De todas maneras para él nunca existió. Excepto ahora, cuando la vida la había matado.
—Los caminos nos pierden —añadió. Su voz se diluía entre los últimos aletazos. La punta de su lengua asomó entre los dientes, allí se quedó esperando las palabras, que salieron al fin, solas, duras:
—Son torcidos los caminos que andamos.
No sé qué quiso decir. Era como si le clavaran cien espuelas. El bordón se aflojó en sus manos, el cuchillo se desgonzó en las mías. Sus párpados se despabilaron con miedo de que le cayera encima la tristeza. Yo también tenía miedo al imaginar que dentro de segundos él yacería entre los brincos finales de los gallos, que mi mano limpiaría la sangre del cuchillo en las plumas rojas de Aguilán, en sus cuatro plumas negras.
Pero de pronto en el Cojo no vi más que un hombre, solo un hombre, también desamparado, sin más camino que la muerte. Cuando muriera le quebrarían la pierna mala a la altura de la rodilla para acomodarla en el ataúd. No sé por qué me detuve en su camiseta sudada, en las tres arrugas del cuello, en la derrota que la vida le asestaba contra la voluntad de la carne. Por eso me dolieron sus canas, su pierna contraída, sus arrugas, el zurriago nudoso, la bota de cuero crudo. Lo supuse cercano a mí, con sus angustias. También él vivió trago a trago la vida, resistió el contragolpe de las propias acciones, el sabor a ceniza de cada jornada. También a él le gustaría el olor de la madera, el canto de los sinsontes, los campos sembrados después de la lluvia…
Y también él tendría que morir. ¿Debería yo matarlo? Sé que mis manos están contentas cuando se hunden en los arroyos, cuando soban la piel de los caballos. Me estragaba tanta crueldad. Revólveres, puñales, espuelas… ¡Maldita la gracia de vivir! Pensé que para no tener piedad hay que ver de lejos al hombre, verlo en la masa. Por eso sentí una rabiosa compasión por los seres caídos. Y el Cojo era uno de ellos.
—¡Lo mató, lo mató! —gritaron en la gallera cuando Aguilán se empinaba sobre Buenavida y cantaba despiadadamente.
Me levanté, cogí mi animal que me dejó en la palma de las manos sangre a medio coagular, y al salir clavé en el polvo mi cuchillo. El Cojo se quedó inmóvil, mirando, sin ver, la hoja que brillaba junto a las espuelas de su gallo muerto.
Cuando salí a la calle el sol comenzaba a clavarse tras la cordillera. Unos gallinazos que planeaban sobre ella parecían pavesas de incendio. Dentro de la gallera se quemaban los últimos gritos, se quemaban los últimos silencios.
Algo de mi padre se estremeció en mí cuando vi a la muchacha a la entrada del cañaduzal. Me quedé mirándola con tristeza, con la vieja tristeza de mi madre. Únicamente dije:
—Estoy cansado.
Creo que le dolió mi fatiga. Arriba, en la plaza, estallaron más cohetes, parecían estallar en mi cabeza.
—Aquí dejo este gallo en prueba de que volveré. Es de la mejor raza.
Y salí pisando la sombra por el camino seco y solo. Me parece que iba llorando.

Medellín, diciembre de 1960


Manuel Mejía Vallejo (Jericó, Colombia, 1923). Fue el primer escritor latinoamericano en ganar el premio Eugenio Nadal de 1963, en Barcelona, España, con su novela «El día señalado», y fue el segundo escritor colombiano, después de Gabriel García Márquez, en ganar el premio Rómulo Gallegos, con su novela «La Casa de las Dos Palmas», en 1989.
En total, publicó once novelas entre 1945 y 1997; pero acaso lo mejor y más logrado de su obra sean sus cuentos, recogidos en dos grandes volúmenes: «Cuentos de zona tórrida», que reúne «Cielo cerrado, Tiempo de sequía» y «Cuentos de zona tórrida»; y «Otras historias», que reúne «Las noches de la vigilia», «Otras historias de Balandú» y «Sombras contra el muro».


Luis Fernando Macías (Medellín, Colombia, 1957). Profesor de la Universidad de Antioquia. Ha publicado varias novelas, entre ellas: «Amada está lavando» (1979); «Del barrio las vecinas» (1987); «Los cantos de Isabel» (2000); «Memoria del pez» (La Habana, 2002; Bogotá 2017); «Cantar del retorno» (2003); «Todas las palabras reunidas consiguen el silencio» (2017), entre muchas otras. Además, los libros infantiles: «Valentina y el teléfono mostaza» (2018); «No es tan gallina porque adivina» (2018); «Adivine pues» (2020) y «Cuentos infantiles para libros álbum» (2020), entre otros. Ha publicado los siguientes libros de ensayo: «El juego como método para la enseñanza de la literatura a niños y jóvenes» (2003); «El taller de creación literaria, métodos, ejercicios y lecturas» (2007); «El cuento es el rey de los maestros» (2007), entre otros. Y los siguientes libros de cuentos: Los «relatos de La Milagrosa» (2000); «Los guardianes inocentes» (2003) y «Los animales del cielo» (2019).

Escrito por

Revista cultural y literaria de la Fundación Cultural Esteros.