Escribir la desgracia con los dientes, entrevista a Fernando Valverde

La prestigiosa poeta Andrea Cote nos presenta una entrevista al poeta Fernando Valverde, a propósito de la publicación de su último libro, «Desgracia». En este diálogo, Cote logra alcanzar la poética que sostiene Valverde, sus razones y sus preguntas aún irresolutas.

«Sentí vergüenza el día que me pusieron la vacuna, porque no creí merecerla más que ningún otro hombre»
«Nombrar la desgracia es meter el dedo en la llaga»

Por Andrea Cote, University of Texas – El Paso

Fernando Valverde ha escrito uno de esos libros que cambian la trayectoria de un autor. Después de publicar «America» en Copper Cannyon Press, una de las más reputadas editoriales en los Estados Unidos, el profesor de poesía de la Universidad de Virginia regresa con «Desgracia», publicado en Visor. Un libro lleno de dolor que desde hoy nos sirve para explicarnos lo que hemos vivido durante los últimos años con la clausura de «un mundo enfermo».

¿Por qué «Desgracia»?
Porque en un mundo de sonrisas artificiales, de alegría impostada, es necesario poner a las cosas su verdadero nombre. Un día leí en alguna parte una de las mayores estupideces que pueden decirse sobre la poesía, que la superficie también tiene un valor y escribir sobre ella es necesario. No sabía si reír o llorar. Hemos vivido un tiempo terrible, en el que millones de seres humanos han muerto, otros millones han perdido sus vidas y casi toda la humanidad ha visto interrumpida o partida su vida en dos. Hemos sido robados, estafados, engañados, traicionados… Desde las tribunas del neoliberalismo se nos decía que la pandemia iba a hacernos mejores personas. Cabe toda la hipocresía del mundo en esa idea. La pandemia no ha venido a hacernos mejores, ha venido a hacernos más desgraciados, a agudizar la distancia entre ricos (que han estado en un sofá entreteniéndose durante el confinamiento) y quienes han tenido que salir a trabajar para tener algo que llevarse a la boca. Una clara muestra es la diferencia entre quienes tienen acceso a la vacuna y quienes no la tienen. Yo sentí vergüenza el día que me pusieron la vacuna, porque no creí merecerla más que cualquier otro hombre. Mientras tanto, la gente subía orgullosa una fotografía a las redes sociales. En un mundo lleno de cinismo, nombrar la desgracia es meter el dedo en la llaga.

¿Hay alguna intertextualidad con el título de la novela de J.M. Coetzee?
Alguien podría encontrar alguna similitud, ya que el protagonista es un profesor de literatura. Tuve la oportunidad de hablar con Coetzee sobre la desgracia y sus implicaciones en un conmovedor paseo por la carretera donde fue fusilado García Lorca. Nos sorprendió que yo acababa de escribir un poema sobre Charles Whitman, el autor del primer tiroteo masivo en los Estados Unidos. Aquello sucedió en Austin, Texas, en el verano del año 1966. Coetzee me contó que estaba allí y pudo escuchar los disparos. Aprendí muchas cosas durante aquellos días y desde luego leyendo su libro. En primer lugar, que la belleza no es dueña de sí misma, lo cual está presente en algunos poemas de «Desgracia». También que, como él escribe, «la venganza es como el fuego. Cuanto más devora, más hambre tiene». De alguna forma, escribiendo Caín, el perdón fue reemplazado por la purga.

También incluyes al poeta colombiano José Asunción Silva en los epígrafes, situándolo así como referente para el libro. Silva es por definición el poeta que busca el sitio exacto del dolor. Creo que Desgracia se propone lo mismo. ¿Podrías hablar de esta conexión?
José Asunción Silva es uno de los grandes poetas latinoamericanos que en España no se leen ni van a leerse. Silva para mí es un maestro y una gran inspiración. Por esta clase de eurocentrismo me siento cada día menos un poeta español y más un poeta de la lengua española. El Nocturno de Silva está lleno de desgracia, de la búsqueda de la ubicación exacta del dolor. El poeta quiso acabar con su sufrimiento y para ello acudió a un amigo de la infancia, el doctor Juan Evangelista Manrique, a quien le pidió que le dibujara “el sitio exacto del corazón”. Más tarde, con un viejo revólver, Silva acabó con su vida disparándose con precisión anatómica. Se ha dicho que encontraron junto al cadáver el libro «El triunfo de la muerte», de Gabriele D’Annunzio. Resulta sorprendente pensar que Shelley, el día en que entró en la tormenta fatal, estaba escribiendo «El triunfo de la vida». Hay dos intertextualidades en el libro que tienen que ver con la muerte como liberación. Una es con Silva y la otra con Shelley.

Me interesa esa noción de pérdida que trabajas en el poema Resta. Me recuerda un verso de Olga Orozco: “Si el bien perdido es lo ganado, mis posesiones son incalculables”. En ambos casos la poesía propone otra forma de contabilizar, se opone a un sistema que no cuenta y no reconoce la pérdida. ¿Existe una poética del despojo en Desgracia?
Qué fantástica lectura, Andrea. Me emociona recordar a otra gran poeta latinoamericana, en este caso argentina. Recuerda el título de la segunda parte de su biografía, «También la luz es un abismo». Hay una forma de contabilizar en «Desgracia» que trata de romper la conveniencia científica sobre la que se basa el capitalismo, la ficción del crecimiento permanente. De repente, la ecuación se derrumba porque el sujeto poético ha malgastado todo, como el hijo pródigo, y lo único que posee es una pena, una tristeza. También desaparecen las casas, porque si «el precio de la libertad es la eterna vigilancia», como puede leerse con estupor en el aeropuerto de Atlanta; el precio de la inmigración es la marginalidad en tu propia casa. Con respecto a la poética de «Desgracia», me gusta mucho tu idea de que podría caminar sobre las huellas de la poética de Olga Orozco. Cómo olvidar aquel intento de pronunciar hacia atrás todos los alfabetos de la muerte: ¿No era ese tu triunfo en las tinieblas, poesía?

Siento que entre «Desgracia» y tu libro de poesía más reciente, «America», se establece un puente al explorar la decepción del sujeto contemporáneo. Pero existe también una distancia, porque mientras la escritura de «America» se nutre de lo público y el archivo colectivo, «Desgracia» se nutre de lo personal y comparte un trayecto intimista por la propia sombra. ¿Cómo ha sido la transición entre ambos proyectos?
En realidad, «America» es un libro que fue escrito mientras seguía trabajando en mi poesía. Fue una experimentación, una búsqueda de un ritmo y de un contexto completamente diferente. Necesitaba ese cambio radical porque comenzaba a aburrirme del sonido de la poesía española. Ha sido así hasta el punto de que el libro no se ha publicado en España. En «America» se certifica el fracaso de un sueño: el de la libertad. En «Desgracia» lo que se muestra es la traición con toda su crudeza, la manera en que tu propia familia puede convertirse en tu mayor peligro. Que no haya podido contarle a mi madre que ha sido abuela por primera vez es algo que todavía no he podido racionalizar, posiblemente porque el mal sucede fuera de los límites de la razón. Después de haber visto desde la distancia un tránsito tan brutal como este, tan cruel, no es extraño que mi poesía se haya contagiado de todo eso.

Caín es un poema poderoso, su simiente es la ira, un sentimiento cuya nitidez en este libro, ata la voz poética al principio de los tiempos. Me interesa esta relación entre poesía y furia que he visto muy presente en el trabajo de mujeres poetas, para quienes la rabia les permite llegar a alugares que deben ser reclamados, ya sean los cuerpos o la propia escritura. ¿Qué es la rabia en tu escritura?
He dicho demasiadas veces que escribí Caín con los dientes, pero es la verdad, es la mejor manera que tengo de expresarlo. Podía sentir sus restos en la boca. En el imaginario colectivo la poesía es un género literario con un tono amable que persigue la belleza. Recuerda el poema de Neruda: Preguntaréis ¿Y dónde están las lilas? / ¿Y la metafísica cubierta de amapolas? / ¿Y la lluvia que a menudo golpeaba sus palabras / llenándolas de agujeros y pájaros? // Os voy a contar todo lo que me pasa. Sencillamente eso es lo que me ha ocurrido. No se trata de convertir mi poesía en una tragedia personal. Se trata de poder darle nombre a las cosas y también de dejarlas escritas para que la justicia poética haga su parte. Si Caín es un poema inmortal, no habrá juicio posible que borre el nombre del mal más allá de nuestras propias vidas. Puedes pensar que se trata de una venganza, pero no, es más fuerte el deseo de alcanzar la justicia. Son muchos los lectores que me preguntan asombrados por el tono de Caín como si la poesía fuera otra cosa. La primera palabra de «La Iliada», con la que Homero inaugura la literatura occidental; es decir, la primera palabra de nuestra poesía, es cólera. “La cólera de Aquiles, canta, oh musa”. Luego vino la peste y más tarde el dinero. En nuestro mundo no son posibles las guerras por amor. Las naciones y las familias se destruyen por la misma razón: la avaricia.

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Fernando Valverde. Granada (España), 1980. Cerca de 200 críticos de más de 100 universidades (Harvard, Oxford, Columbia o Princeton, entre ellas) lo eligieron el poeta más relevante en lengua española nacido después de 1970. Sus libros han sido publicados en diferentes países de Europa y América y traducida a numerosos idiomas. Su poesía completa fue publicada en Visor en 2017. Es profesor de poesía en la Universidad de Virginia en los Estados Unidos.


Andrea Cote (Barrancabermeja, Colombia, 1981). Es autora de los poemarios: Puerto Calcinado (2003), La Ruina que Nombro (2015) y Chinatown a toda hora (2017). Ha publicado también prosa. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía de la Universidad Externado de Colombia (2003), el Premio Internacional de Poesía Puentes de Struga (2005) y el Premio Cittá de Castrovillari Prize (2010). Tradujo al español a los poetas Jericho Brown y Tracy K. Smith. Es profesora de la Maestría Bilingüe en escritura creativa de la Universidad de Texas, El Paso.

Escrito por

Revista cultural y literaria de la Fundación Cultural Esteros.