A los cien años del nacimiento de la poeta argentina, ofrecemos este texto y poemas escogidos por el escritor y investigador Enrique Solinas quien, además de profundo conocedor de la obra de Orozco, fue su amigo
Por Enrique Solinas
Neorromántica, hermética y dialógica, la obra de Olga Orozco surge y se desarrolla como un programa sólido y preciso que inaugura, tal vez, uno de los últimos movimientos poéticos argentinos del siglo XX.
Olga Nilda Gugliotta nació el 17 de marzo de 1920 en Toay, La Pampa. Hija de Carmelo Gugliotta y de Cecilia Orozco, decide firmar desde su primer libro con el apellido de su madre, algo común en artistas mujeres, durante la primera parte del siglo XX, quizá un resabio de una educación sentimental a la cual Olga se negaría sistemáticamente.
Con lenguaje surrealista, instalada en el lugar del asombro, atravesada por visiones del inconsciente, Olga supo describir con maestría su color de infancia, narrar y recordar el amor, aceptar la soledad, pulsar la muerte y construir el miedo. Trabajo que llevó a cabo durante toda su vida, y fue así que escribió ‒desde lo formal– el mismo poema una y otra vez y, desde lo conceptual, una poesía embebida en aires de leyenda, donde el misterio de la palabra poética existe en su dolor resplandeciente.
A los ocho años de Olga, la familia Gugliotta se traslada por el trabajo del padre, hacia Bahía Blanca. Luego, cuando cumple dieciséis años, se trasladan a Buenos Aires. Al terminar el colegio secundario, Olga ingresa en la Carrera de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y no se recibe: le faltan tres materias que nunca quiso rendir.
La mujer-niña que fue Olga la encontramos al principio y al final de su obra. Niña en tanto hija o hermana; mujer en tanto, amante, amada, sacerdotisa, y la hallamos en el desarrollo de su programa poético plena y sensual, con características masculinas en su voz poética. Estas peculiaridades del yo de la enunciación son una construcción deliberada para anclarse en el lugar del poema. Desde allí es posible visualizar «la otra orilla», conversar con los que ya no están, recordar a nuestros muertos. La Palabra está en el centro de su poética, por esta razón la imagen, la metáfora y el símbolo poseen significados fundamentales.
Cuando abandonó la carrera de Letras, Olga, ya instalada en Buenos Aires y en la poesía, vivió intensamente su vida propia, su vida de noche, café, cigarrillos y Tarot en «La fantasma», lugar que quedaba en la Avenida Leandro N. Alem, en el bajo, donde supo ir cada noche, luego del trabajo, ya como actriz de Radioteatro, donde siempre le daban el papel de la mala o de la madrastra, ya como redactora o ‘horoscopera’ en la Revista Claudia o en el diario Clarín. También estuvieron allí, los grandes amores que la acompañaron: Miguel Ángel Gómez, Enrique Molina, José María Gutiérrez y Valerio Peluffo. Cada cual en su momento supieron darle a Olga el dolor y el amor necesarios. Lo interesante aquí –y este gesto habla mucho de ella– es que mantuvo con el poeta Enrique Molina y con el actor José María Gutiérrez, una amistad inquebrantable, donde ella siempre estuvo presente para ayudarlos, acompañarlos y contenerlos.
Para que la poesía de Olga sea posible, es necesario ver el poema desde la Fe, desde el concepto de Dios hasta poseer fe poética, pensando el poema como un vehículo ascensional, un instrumento que nos acerca a un ser superior que nos ha creado y que espera nuestro regreso.
A la edad de setenta y nueve años, el 15 de agosto de 1999, Olga deja este mundo para adentrarse al mundo del que tanto escribió. Debían operarla sin más remedio, ya casi no podía caminar, tenía las venas de sus piernas colapsadas debido a la diabetes, amaba los dulces, por ejemplo, los bombones, de los cuales era fanática. Muchos recuerdan aún que cuando a Juan Gelman le tocó la alegría de entregarle a Orozco el VIII Premio Juan Rulfo el 28 de noviembre de 1998, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Olga estaba en silla de ruedas, le costaba estar mucho tiempo de pie y también, por esa época y desde un tiempo antes, era común visitar a Olga y recibía –a las personas de confianza– «con los pies hacia el norte», como decía ella, para que la sangre fluyera hacia arriba y sentir alivio de esta manera.
Simple y compleja, precisa y homogénea, única y profunda: así es esta obra. Y así es Olga, la que se fue, pero nunca se fue. La que nos acompañará hasta siempre.
A continuación, seleccionamos once poemas de Olga Orozco, con los que podremos recorrer los temas, el tono, la inflexión, sus creencias, y de esta forma convocar a su voz, honda y profunda, proveniente del centro de la tierra, para que nos ilumine con su mirada sobre el mundo, para que nos transmita su esperanza.
Quienes rondan la niebla
Siempre estarán aquí, junto a la niebla,
amargamente intactos en su paciente polvo que la sombra ha invadido,
recorriendo impasibles esa región de pena que se vuelve al poniente,
allá, donde el pájaro de la piedad canta sin cesar sobre la indiferencia del que duerme,
donde el amor reposa su gastado ademán sobre las hierbas cenicientas,
y el olvido es apenas un destello invernal desde otro reino.
Son los seres que fui los que me aguardan,
los que llegan a mí como a la débil hiedra doliente y amarilla que sostiene el verano.
Triste será el sendero para la última hoja demorada,
triste y conocido como la tiniebla.
¡Oh dulce y callada soledad temible!
¡Qué dispersos y fieles hijos de nuestra imagen
nos están conduciendo hacia el amanecer de las colinas!
Están aquí reunidas, alrededor del viento,
la niña clara y cruel de la alegría, coronada de flores polvorientas;
la niña de los sueños, con su tierno cansancio de otro cielo recién abandonado;
la niña de la soledad, buscando entre la lluvia de las alamedas el secreto del tiempo y del relámpago;
la niña de la pena, pálida y silenciosa,
contemplando sus manos que la muerte de un árbol oscurece;
la niña del olvido que llama, llama sin reposo sobre su corazón adormecido,
junto a la niña eterna,
la piadosa y sombría niña de los recuerdos que contempla borrarse una vez más,
bajo los desolados médanos,
la casa abandonada, amada por el grillo y por la enredadera;
y más cerca, como el rumor del musgo en las mejillas de aquella incierta niña de leyenda,
la niña del espanto que escucha, como antaño junto al muro derruido,
las lentas voces de los desaparecidos;
y allí, bajo sus pies,
las fugitivas niñas de la sombra que los atardeceres reconocen,
las mágicas amigas del matorral y de la piedra temerosa.
Yo conozco esos gestos,
esas dóciles máscaras con que la luz recubre cada día sus amargos desiertos.
¡Tanta fatiga inútil entre un golpe de viento y un resplandor de arena pasajera!
No es cierto, sin embargo,
que en el sitio donde el sufriente corazón restituye sus lágrimas al destino terrestre,
palideciendo acaso,
nos espere un gran sueño, pesado, irremediable.
Esperadme, esperadme, inasibles criaturas del rocío,
porque despertaré
y hermoso será subir, bajo idéntico tiempo,
las altas graderías de la ciudad del sol y las tormentas,
y repetir aún, sin desamparo, las radiantes edades que la tierra enamora.
Evangelina
Duerme aquí Evangelina.
Su dulce tierra fue tan leve
que en un día cualquiera la invadieron los cielos.
En ningún corazón tatuó su nombre como en una corteza.
Ningún semblante amado se sumergió en la aureola de su sueño.
Alguien recuerda a veces vagamente su vestido celeste:
«Acaso es el color de esa estación brumosa que envolvió con sus
gasas las altas alamedas…
o quizás el hechizo de algún cuenco’ de infancia.
donde había una barca abandonada llevando entre las noches de
cierto aniversario unas pálidas flores por los ríos».
Nadie lo sabrá nunca.
No es ésta la morada de ninguna memoria,
de ningún olvido.
Por eso aquí la hierba es sólo hierba,
pero hierba celeste.
Olga Orozco
Yo, Oiga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre
alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las
tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me
conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en
mí igual que en un espejo de sonrientes praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.
Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en un último instante fulmíneo como el rayo,
no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez dúrame tanto tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura que
los cambiantes sueños,
allá, donde escribimos la sentencia:
«Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer
aposento».

La cartomancia
Oye ladrar los perros que indagan el linaje de las sombras,
óyelos desgarrar la tela del presagio.
Escucha. Alguien avanza
y las maderas crujen debajo de tus pies como si huyeras
sin cesar y sin cesar llegaras.
Tú sellaste las puertas con tu nombre inscripto en
las cenizas de ayer y de mañana.
Pero alguien ha llegado.
Y otros rostros te soplan el rostro en los espejos
donde ya no eres más que una bujía desgarrada,
una luna invadida debajo de las aguas por triunfos
y combates,
por helechos.
Aquí está lo que es, lo que fue, lo que vendrá, lo que
puede venir.
Siete respuestas tienes para siete preguntas.
Lo atestigua tu carta que es el signo del Mundo:
a tu derecha el Ángel,
a tu izquierda el Demonio.
¿Quién llama?, ¿pero quién llama desde tu nacimiento
hasta tu muerte
con una llave rota, con un anillo que hace años fue
enterrado?
¿Quiénes planean sobre sus propios pasos como una
bandada de aves?
Las Estrellas alumbran el cielo del enigma.
Mas lo que quieres ver no puede ser mirado cara a cara
porque su luz es de otro reino.
Y aún no es hora. Y habrá tiempo.
Vale más descifrar el nombre de quien entra.
Su carta es la del Loco, con su paciente red de cazar
mariposas.
Es el huésped de siempre.
Es el alucinado Emperador del mundo que te habita.
No preguntes quién es. Tú lo conoces
porque tú lo has buscado bajo todas las piedras
y en todos los abismos
y habéis velado juntos el puro advenimiento del milagro:
un poema en que todo fuera ese todo y tú
—algo más que ese todo—.
Pero nada ha llegado.
Nada que fuera más que estos mismos estériles vocablos.
Y acaso sea tarde.
Veamos quién se sienta.
La que está envuelta en lienzos y grazna mientras hila
deshilando tu sábana
tiene por corazón la mariposa negra.
Pero tu vida es larga y su acorde se quebrará muy lejos.
Lo leo en las arenas de la Luna donde está escrito el viaje,
donde está dibujada la casa en que te hundes como
una estría pálida
en la noche tejida con grandes telarañas por tu Muerte
hilandera.
Mas cuídate del agua, del amor y del fuego.
Cuídate del amor que es quien se queda.
Para hoy, para mañana, para después de mañana.
Cuídate porque brilla con un brillo de lágrimas y espadas.
Su gloria es la del Sol, tanto como sus furias y su orgullo.
Pero jamás conocerás la paz,
porque tu Fuerza es fuerza de tormentas y la Templanza
llora de cara contra el muro.
No dormirás del lado de la dicha,
porque en todos tus pasos hay un borde de luto
que presagia el crimen o el adiós,
y el Ahorcado me anuncia la pavorosa noche que te
fue destinada.
¿Quieres saber quién te ama?
El que sale a mi encuentro viene desde tu propio corazón.
Brillan sobre su rostro las máscaras de arcilla y corre
bajo su piel la palidez de todo solitario.
Vino para vivir en una sola vida un cortejo de vidas y
de muertes.
Vino para aprender los caballos, los árboles, las piedras,
y se quedó llorando sobre cada vergüenza.
Tú levantaste el muro que lo ampara, pero fue sin querer
la Torre que lo encierra:
una prisión de seda donde el amor hace sonar sus llaves
de insobornable carcelero.
En tanto el Carro aguarda la señal de partir:
la aparición del día vestido de Ermitaño.
Pero no es tiempo aún de convertir la sangre en piedra
de memoria.
Aún estáis tendidos en la constelación de los Amantes,
ese río de fuego que pasa devorando la cintura del
tiempo que os devora,
y me atrevo a decir que ambos pertenecéis a una raza de
náufragos que se hunden sin salvación y sin consuelo.
Cúbrete ahora con la coraza del poder o del perdón,
como si no temieras,
porque voy a mostrarte quién te odia.
¿No escuchas ya batir su corazón como un ala sombría?
¿No la miras conmigo llegar con un puñal de escarcha
a tu costado?
Ella, la Emperatriz de tus moradas rotas,
la que funde tu imagen en la cera para los sacrificios,
la que sepulta la torcaza en tinieblas para entenebrecer
el aire de tu casa,
la que traba tus pasos con ramas de árbol muerto, con
uñas en menguante, con palabras.
No fue siempre la misma, pero quienquiera que sea es ella
misma, pues su poder no es otro que el ser otra que tú.
Tal es su sortilegio.
Y aunque el Cubiletero haga rodar los dados sobre la
mesa del destino,
y tu enemiga anude por tres veces tu nombre en el
cáñamo adverso,
hay por lo menos cinco que sabemos que la partida es vana,
que su triunfo no es triunfo
sino tan sólo un cetro de infortunio que le confiere el
Rey deshabitado,
un osario de sueños donde vaga el fantasma del amor
que no muere.
Vas a quedarte a oscuras, vas a quedarte a solas.
Vas a quedarte en la intemperie de tu pecho para que
hiera quien te mata.
No invoques la Justicia. En su trono desierto se asiló
la serpiente.
No trates de encontrar tu talismán de huesos de pescado,
porque es mucha la noche y muchos tus verdugos.
Su púrpura ha enturbiado tus umbrales desde el amanecer
y han marcado en tu puerta los tres signos aciagos
con espadas, con oros y con bastos.
Dentro de un círculo de espadas te encerró la crueldad.
Con dos discos de oro te aniquiló el engaño de párpados
de escamas.
La violencia trazó con su vara de bastos un relámpago azul
en tu garganta.
Y entre todos tendieron para ti la estera de las ascuas.
He aquí que los Reyes han llegado.
Vienen para cumplir la profecía.
Vienen para habitar las tres sombras de muerte que
escoltarán tu muerte
hasta que cese de girar la Rueda del Destino.
No hay puertas
Con arenas ardientes que labran una cifra de fuego sobre el tiempo,
con una ley salvaje de animales que acechan el peligro desde su madriguera,
con el vértigo de mirar hacia arriba,
con tu amor que se enciende de pronto como una lámpara en medio de la noche,
con pequeños fragmentos de un mundo consagrado para la idolatría,
con la dulzura de dormir con toda tu piel cubriéndome el costado del miedo,
a la sombra del ocio que abría tiernamente un abanico de praderas celestes,
hiciste día a día la soledad que tengo.
Mi soledad está hecha de ti.
Lleva tu nombre en su versión de piedra,
en un silencio tenso donde pueden sonar todas las melodías del infierno;
camina junto a mí con tu paso vacío,
y tiene, como tú, esa mirada de mirar que me voy más lejos cada vez,
hasta un fulgor de ayer que se disuelve en lágrimas, en nunca.
La dejaste a mis puertas como quien abandona la heredera
de un reino del que nadie sale y al que jamás se vuelve.
Y creció por sí sola,
alimentándose con esas hierbas que crecen en los bordes del recuerdo
y que en las noches de tormenta producen espejismos misteriosos,
escenas con que las fiebres alimentan sus mejores hogueras.
La he visto así poblar las alamedas con los enmascarados que inmolan al amor
–personajes de un mármol invencible, ciego y absorto como la distancia–,
o desplegar en medio de una sala esa lluvia que cae junto al mar,
lejos, en otra parte,
donde estarás llenando el cuenco de unos años con un agua de olvido.
Algunas veces sopla sobre mí con el viento del sur
un canto huracanado que se quiebra de pronto en un gemido
en la garganta rota de la dicha,
o trata de borrar con un trozo de esperanza raída
ese adiós que escribiste con sangre de mis sueños en todos los cristales
para que hiera todo cuanto miro.
Mi soledad es todo cuanto tengo de ti.
Aúlla con tu voz en todos los rincones.
Cuando la nombro con tu nombre
crece como una llaga en las tinieblas.
Y un atardecer levantó frente a mí
esa copa del cielo que tenía un color de álamos mojados
y en la que hemos bebido el vino de la eternidad de cada día,
y la rompió sin saber, para abrirse las venas,
para que tú nacieras como un dios de su espléndido duelo.
Y no pudo morir
y su mirada era la de una loca.
Entonces se abrió un muro
y entraste en este cuarto con una habitación que no tiene salidas
y en la que estás sentado, contemplándome, en otra soledad
semejante a mi vida.

Si me puedes mirar
Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,
quien derriba la noche con un grito y la tira a tus pies como un
telón caído
para que no te quedes allí, del otro lado,
donde tan sólo alcanzas con tus manos de ciega a descifrarme
en medio de un muro de fantasmas hechos de arcilla ciega.
Madre: tampoco yo te veo,
porque ahora te cubren las sombras congeladas del menor tiempo
y la mayor distancia,
y yo no sé buscarte,
acaso porque no supe aprender a perderte.
Pero aquí estoy, sobre mi pedestal partido por el rayo,
vuelta estatua de arena,
puñado de cenizas para que tú me inscribas la señal,
los signos con que habremos de volver a entendernos.
Aquí estoy, con los pies enredados por las raíces de mi sangre en
duelo,
sin poder avanzar.
Búscame entonces tú, en medio de este bosque alucinado
donde cada crujido es tu lamento,
donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no entiendo,
donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad,
y cada resplandor, la lámpara que enciendes para que no me
pierda entre las galerías de este mundo.
Y todo se confunde.
Y tu vida y tu muerte se mezclan con las mías como las máscaras
de las pesadillas.
Y no sé dónde estás.
En vano te invoco en nombre del amor, de la piedad o del perdón,
como quien acaricia un talismán,
una piedra que encierra esa gota de sangre coagulada capaz de
revivir en el más imposible de los sueños.
Nada. Solamente una garra de atroces pesadumbres que descorre
la tela de otros años
descubriendo una mesa donde partes el pan de cada día,
un cuarto donde alisas con manos de paciencia esos pliegues
que graban en mi alma la fiebre y el terror,
un salón que de pronto se embellece para la ceremonia de mirarte pasar
rodeada por un halo de orgullosa ternura,
un lecho donde vuelves de la muerte sólo por no dolernos demasiado.
No. Yo no quiero mirar.
No quiero aprender otra vez el nombre de la dicha en el momento
mismo en que roen su rostro los enormes agujeros,
ni sentir que tu cuerpo detiene una vez más esa desesperada
marea que lo lleva,
una vez más aún,
para envolverme como para siempre en consuelo y adiós.
No quiero oír el ruido del cristal trizándose,
ni los perros que aúllan a las vendas sombrías,
ni ver cómo no estás.
Madre, madre, ¿quién separa tu sangre de la mía?,
¿qué es eso que se rompe como una cuerda tensa golpeando las
entrañas?,
¿qué gran planeta aciago deja caer su sombra sobre todos los
años de mi vida?
¡Oh, lejos! Tú eras cuanto sabía de ese olvidado país de donde vine,
eras como el amparo de la lejanía,
como un latido en las tinieblas.
¿Dónde buscar ahora la llave sepultada de mis días?
¿A quién interrogar por el indescifrable misterio de mis huesos?
¿Quién me oirá si no me oyes?
Y nadie me responde. Y tengo miedo.
Los mismos miedos a lo largo de treinta a líos.
Porque día tras día alguien que se enmascara juega en mí a las
alucinaciones y a la muerte.
Yo camino a su lado y empujo con su mano esa última puerta,
esa que no logró cerrar mi nacimiento
y que guardo yo misma vestida con un traje de centinela funerario.
¿Sabes? He llegado muy lejos esta vez.
Pero en el coro de voces que resuenan como un mar sepultado
no está esa voz de hoja sombría desgarrada siempre por el amor
o por la cólera;
en esas procesiones que se encienden de pronto como bujías
instantáneas
no veo iluminarse ese color de espuma dorada por el sol;
no hay ninguna ráfaga que haga arder mis ojos con tu olor a
resina;
ningún calor me envuelve con esa compasión que infundiste a
mis huesos.
Entonces, ¿dónde estás?, ¿quién te impide venir?
Yo sé que si pudieras acariciarías mi cabeza de huérfana.
Y sin embargo sé también que no puedes seguir siendo tú sola,
alguien que persevera en su propia memoria,
la embalsamada a cuyo alrededor giran como los cuervos unos
pobres jirones de luto que alimenta.
Y aunque cumplas la terrible condena de no poder estar cuando
te llamo,
sin duda en algún lado organizas de nuevo la familia,
o me ordenas las sombras,
o cortas esos ramos de escarcha que bordan tu regazo para dejarlos
a mi lado cualquier día,
o tratas de coser con un hilo infinito la gran lastimadura de mi
corazón.
En donde la memoria es una torre en llamas
No, ninguna caída logró trocarse en ruinas
porque yo alcé la torre con ascuas arrancadas de cada infierno del corazón
Tampoco ningún tiempo pronunció ningún nombre con su boca de arena
porque de grada en grada un lenguaje de fuego los levantó hasta el cielo.
Nadie se muere aquí.
Una criatura vela
envuelta entre sus plumas de ángel invulnerable
jugando con ayer convertido en mañana.
Vuelve a escarbar con un trozo de espejo los terrenos prohibidos,
la oscuridad sin nombre todavía,
para entregar a cada huésped la llave al rojo vivo que abrirá
cualquier puerta hacia este lado,
una consigna de sobreviviente
y las semillas de su eternidad
–un áspero alimento con un sabor a sed que nunca cesa–.
Nadie se pierde aquí.
A la entrada de cada laberinto
la adolescente aguarda con un ovillo sin fin entre las manos.
Otra vez del costado donde perdura el eco,
una vez más del lado que se abre como un faro hacia la soledad,
hay un hilo que corre solamente desde siempre hasta nunca,
que ata con unos nudos invencibles las ligaduras de la separación.
Con ese mismo hilo tejía sus disfraces de araña la impostura
y el estrangulador, noche tras noche, preparaba su lazo mejor para mañana.
Pero ella sonríe aún detrás de su cristal de azul melancolía
escribiendo sobre el vaho de las nuevas traiciones las más viejas promesas,
con un tizón ardiendo,
para que nadie pierda la señal,
para que a nadie borre ni siquiera el perdón.
Nadie sale de aquí.
Yo convierto los muros en ansiosas hogueras que alimento con sal de la
nostalgia,
con raíces roídas hasta el frío del alma por la intemperie y el destierro.
Yo cierro con mis ojos todas las cerraduras.
No hay grieta que se entreabra como en una sonrisa para burlar la ley,
ni tierra que se parta en la vergüenza,
ni un portal de cenizas labrado por la cólera, el sueño o el desdén.
Nada más que este asilo de paso hacia el final,
donde siempre es ahora en todas partes al sol de la vigilia,
donde los corredores guardan bajo sus alas de ladrones de adiós
a todo mensajero del destino,
donde las cámaras de las torturas se abren en una escena de
dicha o infortunio que ninguna distancia consigue restañar,
y por cada escalera se asciende una vez más hasta el fondo de la misma
condena.
Ésta es la torre en llamas en medio de las torres fantasmas del invierno
que huelen a guarida de una sola estación,
a sótano cerrado sobre unas aguas quietas que nadie quiere abrir.
A veces sus emisarios vienen para trocar cada cautivo ardiente
por una sombra en vuelo.
Entonces oigo el coro de las apariciones.
Llaman áridamente igual que una campana sepultada.
Zumban como un enjambre elaborando para mi memoria un
ataúd de reina helada en el exilio.
Mis días en los otros ya no son nada más que una semilla seca,
un hilo roto,
la irrevocable momia del olvido.

Desdoblamiento en máscara de todos
Lejos,
de corazón en corazón,
más allá de la copa de niebla que me aspira desde el fondo del vértigo,
siento el redoble con que me convocan a la tierra de nadie.
(¿Quién se levanta en mí?
¿Quién se alza del sitial de su agonía, de su estera de zarzas,
y camina con la memoria de mi pie?)
Dejo mi cuerpo a solas igual que una armadura de intemperie
hacia adentro
y depongo mi nombre como un arma que solamente hiere.
(¿Dónde salgo a mi encuentro
con el arrobamiento de la luna contra el cristal de todos los albergues?)
Abro con otras manos la entrada del sendero que no sé adónde da
y avanzo con la noche de los desconocidos.
(¿Dónde llevaba el día mi señal,
pálida en su aislamiento,
la huella de una insignia que mi pobre victoria arrebataba al tiempo?)
Miro desde otros ojos esta pared de brumas en donde cada uno ha marcado con sangre el jeroglífico de su soledad,
y suelta sus amarras y se va en un adiós de velero fantasma hacia el naufragio.
(¿No había en otra parte, lejos, en otro tiempo,
una tierra extranjera,
una raza de todos menos uno, que se llamó la raza de los otros,
un lenguaje de ciegos que ascendía en zumbidos y en burbujas
hasta la sorda noche?)
Desde adentro de todos no hay más que una morada bajo un friso de máscaras;
desde adentro de todos hay una sola efigie que fue inscripta en el revés del alma;
desde adentro de todos cada historia sucede en todas partes:
no hay muerte que no mate,
no hay nacimiento ajeno ni amor deshabitado.
(¿No éramos el rehén de una caída,
una lluvia de piedras desprendida del cielo,
un reguero de insectos tratando de cruzar la hoguera del castigo?)
Cualquier hombre es la versión en sombras de un Gran Rey herido en su costado.
Despierto en cada sueño con el sueño –con que Alguien sueña el mundo.
Es víspera de Dios.
Está uniendo en nosotros sus pedazos.
El Jardín de las Delicias
¿Acaso es nada más que una zona de abismos y volcanes en plena ebullición, predestinada a ciegas para las ceremonias de la especie en esta inexplicable travesía hacia abajo? ¿O tal vez un atajo, una emboscada oscura donde el demonio aspira la inocencia y sella a sangre y fuego su condena en la estirpe del alma?
¿O tan sólo quizás una región marcada como un cruce de encuentro y desencuentro entre dos cuerpos sumisos como soles? No. Ni vivero de la perpetuación, ni fragua del pecado original, ni trampa del instinto, por más que un solo viento exasperado propague a la vez el humo, la combustión y la ceniza. Ni siquiera un lugar, aunque se precipite el firmamento y haya un cielo que huye, innumerable, como todo instantáneo paraíso.
A solas, sólo un número insensato, un pliegue en las membranas de la ausencia, un relámpago sepultado en un jardín.
Pero basta el deseo, el sobresalto del amor, la sirena del viaje, y entonces es más bien un nudo tenso en torno al haz de todos los sentidos y sus múltiples ramas ramificadas hasta el árbol de la primera tentación, hasta el jardín de las delicias y sus secretas ciencias de extravío que se expanden de pronto de la cabeza hasta los pies igual que una sonrisa, lo mismo que una red de ansiosos filamentos arrancados al rayo, la corriente erizada reptando en busca del exterminio o la salida, escurriéndose adentro, arrastrada por esos sortilegios que son como tentáculos de mar y arrebatan con vértigo indecible hasta el fondo del tacto, hasta el centro sin fin que se desfonda cayendo hacia lo alto, mientras pasa y traspasa esa orgánica noche interrogante de crestas y de hocicos y bocinas, con jadeo de bestia fugitiva, con su flanco azuzado por el látigo del horizonte inalcanzable, con sus ojos abiertos al misterio de la doble tiniebla, derribando con cada sacudida la nebulosa maquinaria del planeta, poniendo en suspensión corolas como labios, esferas como frutos palpitantes, burbujas donde late la espuma de otro mundo, constelaciones extraídas vivas de su prado natal, un éxodo de galaxias semejantes a plumas girando locamente en el gran aluvión, en ese torbellino atronador que ya se precipita por el embudo de la muerte con todo el universo en expansión, con todo el universo en contracción para el parto del cielo, y hace estallar de pronto la redoma y dispersa en la sangre la creación.
El sexo, sí,
más bien una medida:
la mitad del deseo, que es apenas la mitad del amor.
«Pavana para una infanta difunta»
a Alejandra Pizarnik
Pequeña centinela,
caes una vez más por la ranura de la noche
sin más armas que los ojos abiertos y el terror
contra los invasores insolubles en el papel en blanco.
Ellos eran legión.
Legión encarnizada era su nombre
y se multiplicaban a medida que tú te destejías hasta el último hilván,
arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada.
El que cierra los ojos se convierte en morada de todo el universo.
El que los abre traza la frontera y permanece a la intemperie.
El que pisa la raya no encuentra su lugar.
Insomnios como túneles para probar la inconsistencia de toda realidad;
noches y noches perforadas por una sola bala que te incrusta en lo oscuro,
y el mismo ensayo de reconocerte al despertar en la memoria de la muerte:
esa perversa tentación,
ese ángel adorable con hocico de cerdo.
¿Quién habló de conjuros para contrarrestar la herida del propio nacimiento?
¿Quién habló de sobornos para los emisarios del propio porvenir?
Sólo había un jardín: en el fondo de todo hay un jardín
donde se abre la flor azul del sueño de Novalis.
Flor cruel, flor vampira,
más alevosa que la trampa oculta en la felpa del muro
y que jamás se alcanza sin dejar la cabeza o el resto de la sangre en el umbral.
Pero tú te inclinabas igual para cortarla donde no dabas pie,
abismos hacia adentro.
Intentabas trocarla por la criatura hambrienta que te deshabitaba.
Erigías pequeños castillos devoradores en su honor;
te vestías de plumas desprendidas de la hoguera de todo posible paraíso;
amaestrabas animalitos peligrosos para roer los puentes de la salvación;
te perdías igual que la mendiga en el delirio de los lobos;
te probabas lenguajes como ácidos, como tentáculos,
como lazos en manos del estrangulador.
¡Ah los estragos de la poesía cortándote las venas con el filo del alba,
y esos labios exangües sorbiendo los venenos en la inanidad de la palabra!
Y de pronto no hay más.
Se rompieron los frascos.
Se astillaron las luces y los lápices.
Se desgarró el papel con la desgarradura que te desliza en otro laberinto.
Todas las puertas son para salir.
Ya todo es al revés de los espejos.
Pequeña pasajera,
sola con tu alcancía de visiones
y el mismo insoportable desamparo debajo de los pies:
sin duda estás clamando por pasar con tus voces de ahogada,
sin duda te detiene tu propia inmensa sombra que aún te sobrevuela en busca de otra,
o tiemblas frente a un insecto que cubre con sus membranas todo el caos,
o te amedrenta el mar que cabe desde tu lado en esta lágrima.
Pero otra vez te digo,
ahora que el silencio te envuelve por dos veces en sus alas como un manto:
en el fondo de todo hay un jardín.
Ahí está tu jardín,
Talita cumi.
Señora tomando sopa
Detrás del vaho blanco está la orden, la invitación o el ruego,
cada uno encendiendo sus señales;
centelleando a lo lejos con las joyas de la tentación o el rayo del peligro.
Era una gran ventaja trocar un sorbo hirviente por un reino,
por una pluma azul, por la belleza, por una historia llena de luciérnagas.
Pero la niña terca no quiere traficar con su horrible alimento:
rechaza los sobornos del potaje apretando los dientes.
Desde el fondo del plato asciende en remolinos oscuros la condena:
se quedará sin fiesta, sin amor, sin abrigo,
y sola en lo más negro de algún bosque invernal donde aúllan los lobos
y donde no es posible encontrar la salida.
Ahora que no hay nadie,
pienso que las cucharas quizá se hicieron remos para llegar muy lejos.
Se llevaron a todos, tal vez, uno por uno,
hasta el último invierno, hasta la otra orilla.
Acaso estén reunidos viendo a la solitaria comensal del olvido,
la que traga este fuego,
esta sopa de arena, esta sopa de abrojos, esta sopa de hormigas,
nada más que por puro acatamiento,
para que cada sorbo la proteja con los rigores de la penitencia,
como si fuera tiempo todavía,
como si atrás del humo estuviera la orden, la invitación, el ruego.
Enrique Solinas, escritor, docente, traductor, investigador y periodista cultural.