Que las voces de los chatarreros no se alejen

El poeta y crítico Pablo Meriguet nos ofrece un análisis de la obra del poeta Ricardo Montiel, «El rezo de los chatarreros», una reflexión social y literaria sobre las voces que la poesía permite escuchar.

Por Pablo Meriguet

En las reflexiones pseudo-teóricas contemporáneas la chatarra tiene una valoración moralmente negativa. El humano, angustiado por la degradación de las cosas (esto acaso por su miedo proyectado a ser él mismo una degradación en proceso), rehúye la mirada a los grandes basurales y a los depósitos del desperdicio. Hay algo de paradójico en todo este rechazo: antes nos enorgullecíamos de la producción de objetos y hoy nos alegramos —enfermizamente— de tenerlos en abundancia. Pero no sentimos goce o satisfacción cuando encontramos el objeto destruido o desgastado. Solo un loco habría de amar algo dañado o, peor aún, un basural lleno de tubos oxidados, mangueras destripadas y antenas rotas.

«El rezo de los chatarreros», sin embargo, nos ofrece una salida ante tanta hipocresía pulcra y deshumanizada. Desde ya el lector debe abandonar la pretensión de encontrar en sus versos alguna suerte de realismo sucio o de escatología desproporcionada. Por el contrario, si bien Montiel apuesta por la urbanidad como un territorio mítico/real en donde acontecen los fenómenos de su trabajo, se trata de una poética del desperdicio que encuentra en la recolección del desecho la materia prima para una producción artística distinta: no es una poesía de la chatarra, sino una chatarrización de la experiencia. Esto puede leerse y pensarse como algo repudiable o incluso insulso. Sin embargo, es todo lo contrario: en términos estéticos, este poemario es un intento efectivo por la creación de un sentido profundo y restructurador de la cotidianidad.

Inteligentemente el autor no hace del desperdicio un objeto que se evapora de la realidad, ni tampoco un ente supraindividual que se aleja hasta el olvido. El chatarrero es quien recupera aquello que simula desaparecer del mundo de las cosas visibles para poder darle un nuevo uso. Ese acto, que parece ser tan simple, es, por el contrario, un problemático y a veces doliente encuentro con el pasado. Como debería suceder con todo desperdicio, aquí la chatarra —en su condición de uso excesivo del ser—, da cuenta de un pasado que debe ser enfrentado sin misticismos románticos.

En esta obra el poeta es un chatarrero de la memoria, un recolector de los recuerdos del pasado que buscan ser asumidos como los desperdicios de uno mismo en los demás y viceversa, los cuales, en su conjunto, no se ignoran, sino que se transforman hasta arribar a su presencia absoluta. El poeta retoma la chatarra, le da forma y crea una nueva manera de enfrentarse estéticamente al pasado. Es cierto que Montiel también resignifica a este último cuando lo retoma en su condición de chatarra; sin embargo, no lo hace buscando crear un nuevo objeto limpio, recuperado y listo para su «re-utilización». No es reciclaje superficial lo que aquí acontece, sino re-concepción del cambio y, por ende, de su mundo. Así, se nos ofrece una chatarra poetizada o, si se quiere, una expresión sincera del pasado, a la manera de un conjunto de presencias que apilamos junto a nuestros esqueletos —sin los cuales es imposible encarar la vida dignamente y que son parte inclaudicable de todos nosotros—. Esta verdad, a mi parecer, es una que alcanzan pocos poetas de manera concreta en su obra.

Tal vez por ello el chatarrero es el único ser que conecta prácticamente entre sí al productor con la transformación del sobrante. En ello se descubre una belleza insospechada: la voz del desperdicio no tiene desperdicio inmanente, sino que expresa, si es que es modulada con talento, pura riqueza poética. Eso explica cómo es posible que la producción y la materia puedan convertirse en elementos estéticos de la presente obra sin apelar a la metafísica de la naturaleza o a la banalización escéptica de la creación humana. En mi opinión, el autor hace que esto sea posible porque no convierte la materia y los personajes de su obra en seres aislados, alienados o imposibles, sino que más bien son elementos conectados, sensibles y concretos, como cuando dice en uno de sus poemas: «…que es poca la materia requerida/para hacerse presente y comunicar»; o en aquellos versos en los que el autor se reafirma en el otro: «…la soledad del niño/que ha crecido y engendrado otros niños/(…) es también mi soledad.»

Esta suerte de aceptación del carácter social del humano es fundamental en el presente libro. Para comprobarlo solamente hace falta ver el reconocimiento sin ambages de la cotidianidad que deriva en un realismo que es posible en el poema. Esto no quiere decir que se niegue la importancia de la vida extra-poética en favor del reconocimiento del poema, sino que esta toma forma en el poema gracias a la aceptación del carácter social del mismo. De hecho, como confiesa la voz poética, su relación con el poema es la de un «servicio espectral en la carretera,/llevando a quien casi lo pierde». Aquí hay una declaración sin ambivalencias de alguien que acepta formar parte de un mundo humano que parece escaparse, pero que siempre ofrece telúricamente su casi-pérdida.

Esto, aunque suene frío y poco encantador (acaso porque se ubica fuera de la moda solipsista de la poesía actual), se devela como algo profundamente bello en los poemas de «El rezo de los chatarreros». He ahí la capacidad de Montiel para hacernos ver, por ejemplo, que aunque el humano ignore el mundo exterior (voluntariamente o no), este se encuentra aquí, sempiterno, para ser nuestro gran maestro ignoto: «Se aprende también en la sordera./La memoria es impuntual y está viajando». Esta presencia del presente es absoluta en el texto y, sostengo, es una de sus mayores virtudes. No se deslinda del ahora pese a que se habla del pasado. Esto es posible porque la chatarra envuelve orgánicamente esa doble temporalidad: ser el pasado concreto en el ahora: «Quizás lo que se extraña/del lugar en que nacimos/sean sus ausencias».

¿Esto quiere decir que la ausencia es la chatarra de la memoria? ¿No son todas nuestras voces un coro, un «rezos de chatarreros» que se enfila hacia los grandes desperdicios de la historia? ¿Esta apuesta es algún tipo de existencialismo sartreano que nos advierte sobre el problema de «qué hacer con lo que hicieron de nosotros»? ¿O, por el contrario, es un llamado al intransitable —aunque ineludible— camino triunfal de la aceptación del fracaso de la memoria? ¿No es toda la poesía un tipo de «rezo de los chatarreros», es decir, el balido que estalla en nuestros pechos y que tiene cierta tesitura parecida a la voz de esos personajes mitológicos, y al mismo tiempo comunes, que recorren las calles de los barrios para supuestamente llevarse lejos de nuestro espacio lo que se (nos) fractura objetivamente? Estas son algunas preguntas que surgen cuando se lee este poderoso poemario, que nos invita a pensar cuáles son las chatarras que llevamos sin saberlo o que arrastramos de forma voluntaria: «Quizás todo gentilicio/está hecho de eso:/un puerto desaparecido,/un barco que busca/donde volver.»

Que las voces y las obras de los chatarreros nunca se alejen demasiado de nuestras puertas.

Pablo Meriguet




EL REZO DE LOS CHATARREROS

Sólo creo
en el rezo universal de los chatarreros.
Esa voz distorsionada, balbuceante
resonando entre los mudos edificios,
que pide de milagro el desecho,
la cosa sin cabida por vieja,
averiada o juzgada incompatible.

Es el único
rezo universal en que creo,
el que lento se desplaza sobre una
desvencijada y distópica pick up,
que va cargando en su lomo peregrino
lo que otros destinan al infierno.


LAS ANTENAS

Se elevan esbeltas
como secuoyas metálicas
por encima de las azoteas.
Alcanzan el cielo sin borrarlo,
con un yo vacío, o un yo de aire
lluvias y pájaros que traspasan.
Verlas me recuerda el libro
sobre nada que ansiaba Flaubert,
y que es poca la materia requerida
para hacerse presente y comunicar.

Sé que es tarde en mi vida
pero, si aún tengo tiempo
de volver a mi infancia,
haría garabatos de antenas,
y no de casas ni jardines
en mis primeros cuadernos.
Treparía por sus múltiples tubos
arrancando sus mangos invisibles.
Contemplaría la ciudad y lo lejano,
el horizonte brumoso del mundo
bamboleándome en su aguja, en la cumbre.


TODA SOLEDAD ES FUNDANTE

El ser solo es un ser que reúne
todas las soledades del mundo,
y, por eso, o debido a eso
toda soledad es fundante,
se turna en un cuerpo y un nombre.
La soledad del que añade
a su lánguida bolsa el folleto
con ofertas coloridas del supermercado,
e invariable desanda sus pasos
con ojos de haber hallado un amigo,
es también mi soledad.
La soledad del que vueltas
da sobre una cuadra conocida,
esperando se abra un pasadizo
en las mismas esquinas donde dobla,
es también mi soledad.
La soledad del niño
que ha crecido y engendrado otros niños
creciendo bajo la custodia de una
soledad hereditaria y longeva,
es por supuesto la mía,
la del niño que está por venir.


MI PADRE DE ESPALDAS

Una vez vi a mi padre de espaldas
caminar entre espaldas porteñas.
Enseguida supe que era él.
Se distinguía por sus hombros caídos,
redondeados como lomas de arena,
y por la fuerte asimetría de sus codos:
el izquierdo más abajo que el derecho
cuando guarda sus manos por el frío
en los bolsillos de su chaqueta marrón.
Quise buscar un teléfono…
comprobar que él estuviera
todavía con vida.
Sin embargo, desistí.
No quería perder de vista
su paso ligero y vacilante,
levemente desfasado del resto,
como de recién llegado a mí.


MI RELACIÓN (CON EL POEMA)

Es como esos transportes
que unen el pueblo remoto,
la terminal más apartada:

            servicio espectral en la carretera,
            llevando a quien casi lo pierde.


MARACAIBO

Lo que extraño de ella
–la ciudad en que nací–,
es su puerto desaparecido,
su horizonte enterrado.

Envidio las anécdotas
de las tías de mi madre:
sus flirteos de orilla,
la espera infinita por barcos,
la sirena que rompa el tedio.

¿Todas las expediciones
que hice antes
de partir,
hurgando entre murallas,
y hambrientos balancines,
fue en busca de esa orilla
de otro tiempo, quizás impreciso,

de ese atisbo de salida
que permite soñar, evadirse
pensarse en otras islas,
dudosamente libre?

Quizás lo que se extraña
del lugar en que nacimos
sean sus ausencias.
Aquello que no vimos
ocurrir, mientras ocurría
lo no retornable.

Quizás todo gentilicio
está hecho de eso:

un puerto desaparecido,

un barco que busca
donde volver.


Ricardo Montiel (Maracaibo, Venezuela, 1982). Poeta, narrador, músico y arquitecto. Asistió a los talleres literarios de Gustavo Valle y Juan Forn. Ha publicado los libros «Ciudad blanca sobre fondo blanco»(2015), «Agonía de los días terrestres» (2018, 2020), S, M, L (LP5 Editora, 2021), «El rezo de los chatarreros» (Mención de honor en el VIII Premio Internacional de Poesía en Paralelo Cero), y «Los regalos y las despedidas» (2022). Textos suyos han aparecido en diversos medios y han sido traducidos al inglés.


Pablo Raymond Meriguet Calle (Quito, 1989): Poeta, Licenciado en Historia, Maestro en Sociología y Doctor en Filosofía. Co-fundador y co-editor de la Revista de Poesía “Cuando E.P. Thompson se hizo poeta”. Autor de los libros de poesía: «Théoden» (2015), «Es luciérnaga la ceniza» (2017), «Se me emperró la vida» (2019) y «Macrogramas» (Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2020). Su colección de poemas «Los herederos» (2020) obtuvo una mención de honor en el XIII Concurso Nacional de Poesía Ileana Espinel Cedeño. En el ámbito historiográfico escribió el libro Historia del Movimiento Antifascista del Ecuador 1941-1944. (2016, PUCE).

Escrito por

Revista cultural y literaria de la Fundación Cultural Esteros.