Volveré al cuento, mamá

Retornar es siempre un tropiezo: la memoria construye y da a luz lo inesperado. Volver a la escritura es, además, volver a pensarse, como lo propone Bryan Mosquera en este cuento.

Por Luis Fernando Macías

Volveré al cuento, mamá

Enrique Pineda no pudo abrir la chapa de la puerta en el primer intento. Poco recordaba de las mañas que tenía, algo así como halarla o empujarla para destrabar el seguro. Pensó en todo, menos en que el mecanismo de la puerta le ganaría, así que empezó a sacudir con rapidez la chapa, no fueran a creer que estaba robando la casa de la recién fallecida. Pero hasta hace unos días había sido la casa de su madre, y su tía, quien sirvió de intermediaria entre la muerta y el hijo, dejó las llaves con un vecino. La tía se negó a verlo. Cumplió con hacerle llegar las llaves; nada de recibir al sobrino con brazos abiertos. Entonces Enrique reclamó las llaves de la fallecida Maryluz de Pineda, seguro de que ni el vecino lo reconocería, y de que la tía dejó dicho apenas lo necesario para cumplir. Atravesó el pueblo, ligero de equipaje y ropas, como si volviera de comprar algo. Quien lo hubiera visto caminar, con las llaves en la mano, aseguraría que se hospedaba en algún hotel. Y quien lo hubiera visto llegar a la casa de los Pineda y sacudir la chapa de la puerta, sospecharía lo peor, cuando en verdad regresaba a su casa quince años después de que su madre lo echara.

Dejó de violentar la puerta y retiró la llave del picaporte. Confirmó que fuera la del esmalte azúl, el mismo esmalte que de pequeño había pintado sobre la llave, cuando su madre le pedía agilidad en los mandados. El manojo de llaves eran suficientes para confundir al niño y Maryluz de Pineda jamás abría la puerta. Decía que si paraba el ritmo de la máquina de coser, la prenda quedaba a medias, como cosida por dos suspiros distintos. Pero ahora Enrique no tenía mandado hecho, ni madre que lo esperara. Sostuvo la llave azúl en la mano y cerró los ojos. Cuando algo salía mal en lo que andaba escribiendo, Enrique cerraba los ojos disque para asentar el personaje y la situación. Entonces Enrique ingresó la llave. Fue su segundo intento con la puerta.

Pocos sabían quién era el hombre frente a la puerta, tampoco sabían que escribía; suponer que cerraba los ojos para imaginar una escena ya vivida es pedirle demasiado a la inventiva de las personas. Enrique pretendía evocar, con los ojos cerrados, la máquina de coser y la quejadera de su madre, y así recordar la maña de la puerta. Años atrás, el pequeño Enrique escuchaba desde la puerta a su madre reclamar la maldita pasta, el maldito tomate, el maldito arroz y, si había con qué, la berraca carne, mientras la máquina de coser no dejaba de sonar. Así que el niño buscaba rápido la llave esmaltada para ingresarla en la chapa y evitar regaños. Con la llave adentro y con los ojos aún cerrados, Enrique recordó que la maña estaba en alzar y luego halar la puerta, para que el macho se destrabara. Cuando la puerta se abrió, los ojos de Enrique también se abrieron, y el artificio terminó, pues la máquina de coser seguía con el cable de energía trozado y el almuerzo lo haría el hijo, ahora grande y huérfano.

No lo sorprendió que la sala y el comedor estuvieran igual luego de quince años. La plata que le mandaba a su madre en sobres sellados era suficiente para sobrevivir en el pueblo, nada de lujos ni novedades. De hecho, la tela rasgada de los muebles y los vidrios desportillados de las mesas le confirmaron a Enrique que Maryluz de Pineda no cambió ni arregló nada desde el día en que lo echó. Prendió las luces y caminó hasta el cuarto de su madre, convencido de que allí tampoco habría algo que trastocara el recuerdo de su casa. Vio la cama sin tender y pensó en los primeros cuentos que escribió en el pueblo, cuando creía que las personas que morían de viejas podían dejar una pisca de muerte en la cama. La vida de su madre merecía buena literatura, pensó, así que tendió la cama y se recostó un rato. Lo poco que supo de la muerte de Maryluz de Pineda fue que un día dejó de despertar. Más que dolerle, pensó que era un inicio muy flojo para cualquier historia; que el hijo odiado llegue después de tanto y se recueste en la cama donde murió la madre. Pero esa no era la historia que venía a escribir. La historia que venía a escribir no tenía nada que ver con él, o por lo menos no le había sucedido a él.

Enrique tenía treinta años y ni una página publicada. Gracias a la muerte de su madre, podía volver a la casa, lo cual le evitaría pasar trabajos y ampliar sus jornadas de escritura, sin tener que pagar por un cuartico en cualquier pensión de cualquier ciudad. Mientras se ausentó del pueblo, buena parte de lo que ganaba con los oficios que le permitían algunas horas libres, fue a parar a los bolsillos de su madre, más por redención que por agradecimiento a la mujer que lo empezó a criar. Viajó por muchas ciudades, sorprendido por el amanecer en la ribera de un río o el malecón de un mar absoluto, que lo hacía sentir pequeño, consolado por su falta de disciplina, cuando no de talento. Preferió terminar de criarse en los brazos de las dueñas de las pensiones, que le enseñaron a afeitarse sin estragar la piel, a evitar sustos nuevemesinos con la técnica absurda de saltar por cinco minutos después del acto. Junto a ellas, aprendió a contemplar la vida desde un cuarto hermético, que era donde escribía la mayor parte del tiempo, cuando no trabajaba de celador o de tendero o lo que fuera. Mandaba parte de su plata a la madre de siempre, sin respuesta, tan solo la confirmación del mensajero.

Cuando recibió el sobre con la noticia de que la señora Maryluz de Pineda había muerto, Enrique calculó que regresaría al pueblo la semana siguiente, después del entierro. El sobre le llegó a la última ciudad en la que estuvo. Pocas ciudades cumplían con sus manías; debían ser lugares a medio hacer, pero que tuvieran servicio de mensajería para mandarle la plata a su madre. En quince años jamás recibió las gracias o tan siquiera un saludo. De manera que cuando le rebotó el último sobre sin abrir, supo que algo no estaba bien. En las letras borrosas del recibo, que atravesó medio país, logró leer que el sobre no pudo entregarse sencillamente porque la destinataria había muerto. Llevaba dos semanas en el inicio de lo que parecía ser un cuento, cuando no una novela, así que la noticia, más que sorprenderlo, lo sacó de la deriva. Decidió dejar en esa ciudad los borradores de quince años; dejó los menos dignos al viejo Roque, para que envolviera sus aguacates; regaló los más viejos para imprimir en el revés asuntos de oficina; y los recíen empezados, como el que estaba escribiendo cuando recibió la noticia de que su madre había muerto, los repartió debajo de los puentes, para las cagadas de los indigentes. No le importó ninguno. En el pueblo lo esperaba, por fin, la historia de Módito Salgar.

De Módito Salgar conocía solo la maldición. Por su madre supo del niño del pueblo que un día no pudo dejar de gritar. La razón: hablar cuando su madre le dijo que hiciera silencio. Así que la advertencia se volvía, de pronto, anécdota, y si le pasó a un niño podía pasarle a cualquier otro niño. No pocos desobedecían y cuando hacía falta un segundo llamado de atención, el nombre del maldito persuadía a los más traviesos, y enseguida se imaginaban sus nombres al lado del de Módito Salgar, condenado a gritar para siempre. Ninguno quería compartir lugar con Módito Salgar, salvo el pequeño Enrique, quien gritaba de a posta no tanto por ser un niño difícil como por escuchar la maldición con que la ocupada madre pretendía reprenderlo, cuando en verdad le encantaba.

Un día -le contaba Maryluz de Pineda al pequeño Enrique-, el niño de Lucrecia de Salgar, luego de jugar, llegó a la casa con la boca abierta, emitiendo un grito que ni la garganta parecía soportar, y a pesar de que la pobre Lucrecia intentó con mil remedios, terrenales y no terrenales, el pequeño Módito Salgar no pudo dejar de gritar. La madre de Enrique, quien parecía disfrutar la última parte de la horrible maldición, hablaba del cuarto que le fabricaron a Módito Salgar, mucho después de que el pueblo empezara a aprovecharse de la situación, y mucho, mucho después de que Lucrecia de Salgar intentara callar por primera vez a su hijo, sin saber que no era necedad del niño sino el comienzo de una maldición que acabaría con la paciencia de un pueblo entero. Enrique imaginaba a Módito Salgar en el cuarto tal y como se lo pintaba su madre, con las venas de la garganta tan moradas que al tocarlas estallarían, los ojos rojos y desgastados por el imsomnio, y lo peor no era la obsolecencia del cuerpo, ni la carga de la maldición de tener que gritar sin descanso; lo peor para un niño de la edad de Enrique era imaginarse encerrado en casa, odiado por el pueblo y sin un solo amigo.

«¿Así quieres terminar, solo, sin nadie, como Módito Salgar?», repetía la madre a Enrique cuando terminaba de contar sobre el encierro del maldito.

Pero a Enrique no le importaba mucho terminar como Módito Salgar. Le interesaba más la situación que la parábola; era un niño tranquilo que buscaba una buena historia para entretenerse en las tardes sin amigos, en las tardes sin un padre que lo llevara al parque. Pasaba el día entero con su madre, que trabajaba de sol a sol confeccionando y ajustando ropa ajena, y que hablaba con los clientes de su hijo Enrique, que no salía, no tenía amigos y ni para los mandados servía, y en el colegio, según le contaba el profesor a la madre, se sentaba en la esquina, con hojas de papel que nunca nadie vio escritas, pues el niño prefería comérselas que mostrarlas. Su madre creía que la historia de Módito Salgar sacudiría al hijo bobo, cuando lo que hacía era entregarle posibilidades a la mente de su hijo. Así que Módito Salgar fue el primer amigo del pequeño Enrique, y a falta de otro, vino el niño cuyos hombros quedaron al nivel de las orejas, y todo por andar encogiéndolos cuando le hablaban, o del niño de la lengua reseca como un arenal de tanto sacársela a sus mayores. Pero ninguno tan fascinante como el niño que no pudo dejar de gritar. Así creció Enrique, entre monstruos cotidianos, niños rebeldes e imaginarios que eran sus cómplices, y no los jugadores de futbol ni mucho menos las niñas hermosas. De manera que si Módito Salgar gritó por decirle que no gritara, Enrique escribió al decirle que no escribiera. Y fue al crecer que la desobediencia del joven Enrique, como la de Módito, afectaron al pueblo y a su madre.

Sucedió por los primeros días de junio. Las parejas a mitad de año, suponía Enrique, están más que fastidiadas. Enrique tenía entonces catorce años y la educación sentimental de un niño con el rostro constelado de granos y la joroba y la actitud de un escritor fracasado. Pero no desconocía que faltaba plata en la casa, que llegaba del mandado con bolsas cada vez menos pesadas. Así que decidió repartir cartas de amor anónimas a mitad de año, donde no hay plata suficiente como en diciembre, ni tiempo para ir y comprar ropa en la ciudad. Probó con la primera pareja, los González, de quienes conocía a la perfección el tamaño del talle, el ceñido del vestido, el doblez del pantalón, la curva levantada de la cintura, el botón de la camisa más abajo para resaltar el vigor del pelo en pecho y el escote perfecto para pronunciar mejor los senos estallados. Sabía a la perfección estos detalles por el trabajo de su mamá, pues era ella quien elaboraba los pormenores en cada prenda, consignándolos en un cuaderno que siempre dejaba a la mano. Así que un día Enrique escribió una carta de amor anónima para la señora de González y otra para el señor González, en las que un amante hombre y una amante mujer agradecían el haber ceñido el vestido como había sugerido el amante anónimo, la camisa como más le gustaba a la amante anónima, el escote como más emocionaba al amante anónimo. A la semana llegaron los González, con un día de diferencia, a pedirle a doña Maryluz que arreglara la ropa que había sido destruida por el esposo y la esposa, en un ataque de celos que derivó en una pelea con policías y juzgados de por medio, pero lo que más importaba: con la ropa hecha trizas. «El que las usa se las imagina», decía su madre siempre, y Enrique lo confirmó, sobre todo cuando llegaron la familia Romero, la Giraldo, la Gómez y la Sáenz, a pedir que arreglaran la ropa destruida, porque no era época para compras innecesarias.

Enrique decidió no perder más tiempo. En realidad, ni la cama ni el cuarto de su madre fallecida le ayudarían a escribir. Si algo en esa casa podía guiarlo en la historia de Módito Salgar, era la máquina de coser de su madre, en cuyo asiento Maryluz de Pineda, a modo de regaño, siempre le contaba a su hijo la historia de Módito Salgar, el niño que no pudo dejar de gritar. Enrique salió del cuarto de la madre, no sin antes cuadrar la colcha en la que se había recostado. Llegó a la sala y se sentó frente a la máquina de coser, como si fuera a escuchar de nuevo la historia de Módito Salgar. Lo que quería repasar, sin embargo, no era la historia; la escuchó toda su infancia, de manera que había terminado por grabarse en su memoria como se graba una canción de cuna, o la suavidad de la primera cobija que nos arropa. Era el final lo que quería repasar; el mismo final que Maryluz de Pineda recomendó el día en que echó a Enrique, el mismo día en que el pueblo descubrió la pluma común de las cartas de amor anónimas, pero no el autor.

Gracias al rigor del mediocre y único novelista del pueblo descubrieron que las cartas de amor habían sido escritas por la misma persona. Ante los constantes pleitos familiares y la intervención cada día de la policía, se dieron cita los afectados en la sede de la Alcaldía. Allí, trabajaba un viejo escritor con una novela publicada, algo sobre un viejo matón de la época de la Violencia, lo cual le bastó para valerse un puesto cerca del poder. El viejo escritor dijo que el estilo de las cartas era de un adulto mediocre, embebido por el rococó, dijo que vieran cómo ponía las comas con estilo femenino, y los adjetivos con que pretendía romantizar, claramente, habían sido escritos por una solterona cuya vida ha sido consagrada al hijo. Preguntó, algo vencedor, quién tendría tal detallismo de las prendas, sino Maryluz de Pineda, la modista solterona y, como no, amargada.

La turba enfurecida concluyó que era necesario ir pronto a la casa de Maryluz de Pineda. Al menos golpearon la puerta, que el pequeño Enrique abrió algo apresurado, pues llevaba dos horas en el inicio de lo que parecía ser un cuento. Preguntaron por Maryluz de Pineda y el sonido de la máquina de coser respondió. Dejó la puerta abierta, sin notar que eran demasiados para un arreglo de ropa. Regresó a su cuarto y trató de continuar. Minutos después escuchó a su madre decir que no sabía de qué hablaban, que la letra de esas cartas no era la suya. Enrique dejó a un lado el papel repleto de tachones y se acercó a la puerta de su cuarto, sin abrirla. De pronto escuchó cómo empezaban a desportillar las mesas; escuchó a una mujer decir que doblaba los alfileres en forma de argolla para que se muriera de envidia, porque a pesar de los intentos de la modista, seguiría con su esposo; luego escuchó a un hombre rasgar la tela de los muebles y decir que rompería las tijeras, porque a fin de cuentas nadie más traería ropa después de lo que hizo, vieja hijueputa; y luego otro hombre, como leyendo la sentencia de la acusada, dijo que por decisión de la Alcaldía y de los directamente afectados por las cartas, trozaba el cable de energía de la máquina de coser, para que Maryluz de Pineda no volviera a dañar los matrimonios del pueblo con inventos. Lo único que arrancó un madrazo de la hasta ahora silenciosa Maryluz de Pineda fue lo último. Gritó que cómo haría para mantener a su hijo, que no fueran malparidos. Enrique siguió detrás de la puerta, a la espera de que las personas terminaran su juicio y así poderle explicar a su mamá que él había escrito las cartas.

Cuando el joven Enrique salió del cuarto, Maryluz de Pineda estaba sentada en la silla de la máquina, que de milagro no rompieron. Las lágrimas se agarraban de sus pestañas, pero no caían; Maryluz de Pineda jamás quiso que su hijo la viera llorar. Enrique pasó los dedos por las puntas desportilladas de las mesas. Luego se dirigió a los muebles, rasgados de lado a lado por el corte fino de las tijeras, y observó en el piso los alfileres doblados como argollas y las tijeras desmembradas. Alzó la mirada y vio el cable de energía de la máquina de coser, trozado, con los cables cobrizos a flor de piel. Maryluz de Pineda seguía con los ojos en el suelo. Se llevó las manos al cabello, desesperada, y preguntó qué hijueputas había pasado, mientras las pestañas parecían no soportar más el peso de las lagrimas.

A Enrique nunca lo sorprendió el hecho de que Maryluz de Pineda no hubiera reclamado la defensa del hombre de la casa, o tan siquiera la presencia del hijo mientras destruían las cosas. A fin de cuenta lo consideró siempre un inútil, y por ahí derecho un cobarde. Estaba pronto a cumplir 15 años, pero su mamá aún veía en él al niño torpe que olvidaba buena parte de los mandados y traía mal las vueltas. Por eso, cuando Enrique dijo «Ma, fui yo», Maryluz de Pineda levantó el rostro para mirarlo, algo sorprendida. Enrique explicó que él había enviado cartas de amor anónimas a los esposos y esposas del pueblo para que se rompieran la ropa entre ellos y vinieran a arreglarla, que solo quería ayudarla. Entonces vio los ojos rojos e inyectados de su madre, fijos en la razón de que su vida fuera una mierda. Lágrima tras lágrima cayeron de los ojos de Maryluz de Pineda, pero su voz era más bien cansada. Le dijo a su hijo que lo sentía mucho, pero se declaraba rendida. Que se fuera del pueblo, que no quería verlo más, que tenía derecho a volver cuando ella muriera y que, de ser así, le dejaría las llaves con algún familiar, pues si la quería un poco, evitaría asistir al funeral. «Lo siento mucho», repitió.

Lo que más le interesaba a Enrique de ese día sucedió minutos antes de salir de la casa. Empacó poca ropa. Privilegió los libros y todo el papel que encontró a la mano. Caminó hasta la puerta y escuchó que su madre lo llamaba. Seguía sentada en la silla de la máquina de coser. Maryluz de Pineda le dijo que le regalara un minuto antes de irse. El cabello algo deshilachado y los ojos turbios e hinchados sugerían una escena dramática para Enrique. Creyó que la madre confesaría cosas que se confiesan como último recurso de venganza, algo así como que era adoptado o que no lo quería. Lo primero, lo tenía sin cuidado; lo segundo, siempre lo supo. Pero Maryluz de Pineda moduló la voz en un tono suave que Enrique hasta ahora no conocía. Con los ojos muy abiertos y algo desubicada, Maryluz le dijo a su hijo que, si tanto quería ser escritor, algún día escribiera sobre Módito Salgar. Que ella adoraba esa historia, y por eso, desde que Enrique empezó a ser un niño difícil, se la contaba para que valorara lo que ella, como madre, podía darle. Pero, además, dijo Maryluz, tengo un final mejor: Lucrecia de Salgar, la madre de Módito Salgar, no murió aferrada a su hijo, como te he contado tantas veces. La madre —empezó a narrar Maryluz de Pineda— pidió que al menos la dejaran salir de la casa cuando los habitantes del pueblo, en asamblea extraordinaria, decidieron incendiar el único patrimonio de los Salgar con Módito adentro, cansados del grito del niño y de los turistas eternos que venían a comprobar si en verdad no dejaba de gritar.

«Los hijos son una mierda, Enrique», dijo Maryluz. «No merecen tanto de nosotras», agregó. Y se despidieron.

El final que su madre recomendó para la historia de Módito Salgar persiguió a Enrique hasta la salida del pueblo. Comprendió que para escribir la mejor versión, debía conocer la de los demás y, por el asunto de las cartas, no podía recoger las diferencias hasta que su madre muriera. Los niños escuchaban de forma arbitraria la historia de Módito Salgar, pues nunca había sido escrita; se contaba a viva voz para enderezar los malcriados y escandalosos. Algunos agregaban más, otros quitaban y algunos, como su madre, cambiaban el final ante el enojo, o en la despedida del hijo que echan. Atravesó el pueblo para salir, sin notar que algunas personas lo miraban con pesar, pero convencidas de que era mejor aguantar hambre por fuera del pueblo que vivir bajo el ala de una persona como Maryluz de Pineda, que inventa mentiras para destruir matrimonios, y por la sola envidia. Pero Enrique sabía la verdad y le pareció justo que su madre lo echara. Cuando dejó atrás el letrero verde y grande que da la bienvenida al pueblo, recordó la edad de su madre. Calculó que para volver faltarían, al menos, treinta años.

En realidad no fueron tantos. Quince años después Enrique estaría de nuevo en la sala de su casa, dispuesto a escribir la historia de Módito. Decidió sentarse frente a la silla de la máquina de coser porque ahí su madre recomendó el final y porque ahí, gracias a Maryluz de Pineda, la versión que él conocía sobre la muerte de Módito Salgar había cambiado. Empezar por su propia versión pareció ser el camino más obvio. Agarró lápiz y libreta, despreocupado de que nadie llegaría a destrozar nada y de que nadie lo volvería a echar. Salió de la casa, decidido a empezar las averiguaciones del turbio final de Módito Salgar, el niño que no pudo dejar de gritar.

Dobló la esquina hacia la Alcaldía.

Curador, Luis Fernando Macías.


Bryan Andrés Mosquera. Nace en Bogotá, estudia en Medellín. Escribe y escribe…


Luis Fernando Macías (Medellín, Colombia, 1957). Profesor de la Universidad de Antioquia. Ha publicado las siguientes novelas: Amada está lavando (1979); Ganzúa (1989); Eugenia en la sombra (2003); Morir juntos (2019) y Las muertes de Jung (2019). Los siguientes libros de poemas: Una leve mirada sobre el valle (1994); La línea del tiempo (1997); Del barrio las vecinas (1987); Los cantos de Isabel (2000); Memoria del pez (La Habana, 2002; Bogotá 2017); Cantar del retorno (2003); El jardín del origen (2009) y El libro de las paradojas (2015); Todas las palabras reunidas consiguen el silencio (2017). Los siguientes libros infantiles: La flor de lilolá (1986); La rana sin dientes (1988); Casa de bifloras (1991) Alejandro y María (2000); Así lo escuché… (2015); Quien no la adivina bien tonto es (2004); Señor, señora, adivine ahora (2015); Valentina y el teléfono mostaza (2018); No es tan gallina porque adivina (2018); Adivine pues (2020) y Cuentos infantiles para libros álbum (2020). Los siguientes libros de ensayo: Diario de lectura I: Manuel Mejía Vallejo (1994); Diario de lectura II: El pensamiento estético en las obras de Fernando González (1997); Busca raíz (1999); Diario de lectura III: León de Greiff, quintaesencia de la poesía (2015); El juego como método para la enseñanza de la literatura a niños y jóvenes (2003); El taller de creación literaria, métodos, ejercicios y lecturas (2007); El cuento es el rey de los maestros (2007). Los siguientes libros de cuentos: Los relatos de La Milagrosa (2000); Los guardianes inocentes (2003) y Los animales del cielo (2019).