¿Puede un cuento, o un conjunto de cuentos, hacernos sentir la violencia que ni la vida misma no ha logrado en toda una vida?
Un día, quizás en la tarde, una joven estudiante llama a Hernando Téllez. De seguro pertenecía a un colegio prestante, de esos con mansardas y clases en inglés; algo propio de la Bogotá del siglo XX, donde nunca habrá nieve que resbale y hace falta más que el idioma para casar a la hija con un míster. Y lo digo porque, en aquel entonces, llamar a Hernando Téllez significaría tener contactos importantes, y más atrevido aún resulta llamarlo para que ayude a la hija con una tarea escolar. La joven necesita información sobre Téllez, el escritor. La tarea, a decir verdad, era simple:
«Cuándo y donde nació, cómo se llaman o se llamaban sus padres, quién es su esposa y cuántos y de qué edades son sus hijos, además, usted tendrá la amabilidad de decirnos, qué lo indujo a escribir, a cuál escuela literaria pertenece y cuál genero literario prefiere», exige la niña, con la premura de salir pronto de sus obligaciones.
A este hecho se refiere Hernando Téllez en una de sus columnas habituales, exactamente en 1960, cuando ya había sido cónsul, embajador, senador, concejal, pero sobre todo el escritor de Cenizas para el viento (1950), un libro de cuentos que estremeció el panorama literario del momento. La joven, desde luego, requiere al Téllez escritor, no al político, y ante el honor de que su obra sea leída como un clásico en los colegios de la época, Téllez aprovecha para dar uno de sus plumazos audaces: ¡Ser clásico sin haberse muerto es que lo embalsamen en vida!
«Y, respecto a los libros del escritor, ¿sabe usted algo?», pregunta Téllez.
«No, no señor», responde la joven.
«No creo que los datos que usted desea sirvan para algo. No dicen nada en mi caso, ni en ningún otro sobre lo que cualquier persona haya escrito», dice Téllez.
«Papá, este señor dice que no sabe nada de nada. Un desastre», reclama la joven, para luego colgar, decepcionada.
La tarea de la joven quedó sin hacerse. Téllez, por otra parte, utilizó la llamada de la joven como excusa para explicar, en su columna, la enseñanza de la literatura y el escritor póstumo. De lo primero, Téllez arguye que en la llamada de la joven se ejemplifica el desinterés por la literatura que enseñan en los colegios: pedir saber del autor, sin haberlo leído, es poner de cabeza el sentido común. Ahora, en cuanto al escritor póstumo, Téllez menciona: «Es evidente y notorio que los autores que han de ser seleccionados para textos y elecciones son aquellos que ya figuran o tienen derecho a figurar en el panteón de cada literatura, primero, porque están muertos físicamente, y, segundo, porque siguen vivos literariamente».
55 años después de su muerte, la obra literaria de Hernando Téllez sigue viva. De manera que, con el perdón de Don Hernando, va siendo hora de resolver la tarea de la joven estudiante, luego de 61 años de estar inconclusa. Y qué mejor que con Cenizas para el viento, una boleta segura para figurar en el panteón.
Tener una vida en las manos
Con la violencia bipartidista que sufrió Colombia en el siglo XX, los escritores de ficción confundieron el testimonio con la exigencia literaria. O por lo menos así lo entiende Téllez: el valor testimonial es necesario y hasta orgánico; la obra literaria, sin embargo, requiere tiempo, que la sangre seque y pueda tocarse sin tremendismo. De escribirse con presión política, el cuento o la novela sobre la violencia resonaría más a un panfleto, en el que la sangre sería la protagonista, cuando lo que se busca es lo contrario: revelar lo que no puede revelar ni el periodismo, ni la historia, ni el testimonio. A pesar de esto, Téllez publica Cenizas para el viento en medio de la violencia: dos años después que Roa disparara al caudillo Gaitán (1948), y cuando aún los pájaros y chulavitas para-volaban el país con sus cortes perversos.
Por entonces, Téllez trabajaba en la revista Semana, y gracias a su crónica sobre la muerte de Gaitán, recibe personas dispuestas a contar sus testimonios, como también sobres de manila con fotos de cadáveres, cuyos emisarios querían que se supiera lo que pasaba lejos, muy lejos, de la ciudad de los 32 campanarios. No sería descabellado pensar que, en parte, la materia de sus cuentos viene de estas anécdotas del pasillo más oscuro y remoto del país. Y qué mejor artilugio que el cuento para narrar algo del voz a voz. Recordemos el séptimo mandamiento de lo que es un cuento para Julio Ramón Ribeyro, el cuentista peruano por excelencia: el cuento debe ser capaz de reducirse a su expresión oral.
De los 19 cuentos de Cenizas para el viento, 6 tienen como trastienda la violencia política de la época. El más célebre de todos, que inaugura el libro, es Espuma nada más, en cuya historia podemos encontrar el mismo hilo de los otros cinco: cuando hay guerra, las decisiones personales dejan de ser, definitivamente, un asunto unilateral.
¿Qué es Espuma nada más? Tener una vida en las manos. Llega el capitán Torres, muy barbado, a la silla del mejor barbero del pueblo, quien además es del partido contrario del capitán. Y, por si fuera poco, el pueblo está en guerra. Ha habido masacres y hasta anónimos no tan anónimos. Todos saben su bando, incluido el barbero. La tensión moral del cuento es la siguiente: tengo la vida del coronel en mis manos, no hace falta sino el impulso de mi navaja de barbero para que sangre a chorros y así vengar la muerte de los míos, y hasta evitar la mía. Pero el barbero resuelve que, antes que revolucionario, es barbero. Una gota de sangre significaría manchar su historial de barbero ejemplar. Quizá es la justificación del barbero, cuando al final, también quizá, es una excusa para no convertirse en un asesino. «Nadie merece que los demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos», resuelve el barbero, al terminar la faena con la barba crecida del capitán Toro.
El cuento, como bien lo nombraba Chejov, es una situación que enfrenta alguien, en la cual el escritor debe mantener un sentimiento a flote. En sus correspondencias, el autor ruso hace referencia a lo siguiente, al límite poético del cuento: no sé lo que es el amor o el odio, sin embargo, —escribe Chejov— reconozco un acto de amor y de odio. La literatura, y aún más que el cuento, muestra actos y no enseña. Que enseñe la haría panfletaria, y quizá ahí está la revolución cuentista de Téllez, quien de seguro leyó a Chejov, Poe, Maupassant y Hemingway: establecer situaciones en la que los personajes con sus actos salgan del maniqueísmo cursi y costumbrista de la literatura colombiana hasta entonces.
Las situaciones de los cuentos de Cenizas para el viento, cuya trastienda es la violencia política, parecen calcadas: una persona llega y pone en una situación extrema a otra persona. En Espuma y nada más, el capitán de turno que llega donde el barbero subversivo; en Cenizas para el viento, un joven más que conocido en el pueblo, llega donde una familia para avisarles que los bandoleros les quemarán la casa; en El regalo, un niño llega a la prisión donde está su padre y se enfrenta, con notable desventaja, al guardia; en Sangre en los jazmines, hombres armados llegan a casa y una madre decide por la vida de su hijo antes que ellos; en Lección de domingo, durante una clase de religión, las fuerzas del orden pasan revista a una maestra, quien es llevada a cuarto contiguo por supuesto adoctrinamiento; en Preludio, antojado por un pastel, un hombre camina hasta la panadería, cuando llega la revuelta y alguien lo arma con machetes, contra su voluntad.
Enfrentados a las situaciones límites, la vida parece dejar de pertenecerle a los personajes. Alguien más la tiene en sus manos: el capitán, el guardia, las fuerzas del orden, la revuelta, los bandoleros. Y, por si fuera poco, la situación viene sin preaviso, como si aquella violencia pasara lejos, hasta que nos toca. Quizá la mejor forma de la violencia advenediza que sufren los personajes de este tirón de cuentos, es la del hombre desamparado, sin empleo y con hambre, que se para frente a una bizcochería. «A mí me había cogido la revolución en plena calle, cuando estaba parado frente a la vitrina de una bizcochería», dice, y en todo el cuento su decisión es si romper o no los vidrios con la funda del machete que le han impuesto, para así darse un manjar digno de socializarse. Al recibir el machete, el hombre debe gritar consignas que no entiende. La revuelta lo vuelve revolucionario y elimina su pasado de pordiosero, lo cual no importa mucho si los oídos duelen por el hambre.
Más que niños: canciones, cartas y mascotas
Una violencia más lateral, pero igual de latente en los cuentos Cenizas para el viento, es la violencia soterrada que se ejerce contra la niñez. No sorprende, por ejemplo, que los cuentos en que el personaje es un niño, sean un monólogo desenfrenado, que intenta conciliar la ingenuidad con la astucia. En todos, el niño se defiende. Y el germen, desde luego, está en la niñez de Téllez.
Cuenta en una de sus columnas que, gracias a su hermana, su acercamiento intelectual fue tan temprano que la inventiva y el ensayo del D’artagnan de Dumas pronto remplazaron a las matemáticas y sus espacios sin error. Años después, escribiría que el verdadero artista, sería un empecinado nadador, pues las palabras que consigue fijar sobre el papel son apenas la espuma que queda en el borde de la playa como frágil testimonio de la marea interior. Nada cercano al mecanismo matemático. Una vez al pequeño Téllez lo vence la matemática, los Hermanos de La Salle, advierten un camino que por entonces planteaba las mismas incertidumbres que sufre el Conde de Montecristo: «Usted es, a dios gracias, un pésimo alumno de matemáticas. No le queda más campo para ganarse la vida sino el de la literatura. Aprenda a escribir». En vez de reñirlo, con aquella violencia soterrada de declararlo un incompetente, el hermano hizo el mejor de los elogios.
Con todo, los cuentos de Cenizas para el viento, en los que la niñez es protagonista, son más bien defensas: memoriales de que los actos del niño guardan una relación estrecha con los adultos. Para la muestra está La primera batalla, que no es más que al capricho de un niño que quiere tener un gato, defiende hasta el cansancio las virtudes del gato, hasta que le regalan el gato, y presionado por no cumplir con las expectativas de los padres frente al cuidado de la mascota, termina ahogándolo. En La canción de mamá, un niño que se cree guardia de su hermano, pierde el control al escuchar a su hermano llorar, y con la misma violencia de su madre, quien al portarse mal canta «los niños que lloran, niño, los arrojan al mar», el niño arroja a su hermano al mar por llorón. El último de estos ejemplares está en Dirección desconocida, en la que un niño francés le escribe a su padre una carta, que a su criterio debe atravesar el atlántico, pues el padre ha viajado a América en busca de una mejor suerte que la que dispondrá la familia con la eventual invasión nazi. La carta, sin embargo, no tiene destinatario vigente. El papá murió en la guerra y el niño no lo sabe. La violencia del engaño: aquella que hace guardar en un sobre lo escrito y pretender que atraviese los mares y las montañas del mundo, cuando en verdad debe llegar a unas manos que están bajo tierra.
Amantes que hablan igual
En los cuentos restantes de Cenizas para el viento, cuyo elemento no es ni la violencia política ni la niñez, hay elementos comunes que, sin embargo, no los hace susceptibles al conjunto. La razón: hablan de temas más íntimos y variados. Cuentos como Un corazón fiel, Arcilla mortal, Genoveva me espera siempre, Rosario dijo que sí y Debajo de las estrellas, son ejemplares de relaciones amorosas, con el trasfondo de las vidas privadas y las relaciones puestas a contrapelo con el instinto perdurable y sancionado de la infidelidad. Hay, no obstante, un elemento que considero importante: el despliegue estilístico, casi francés, de la prosa.
Téllez contrariaba la exageración y desmesura del escritor latinoamericano. Con su pluma, embriagada del acierto mortal de Flaubert, Téllez habla de la herencia del Quijote, de su retórica y extremo barroquismo, cuando en verdad, argumenta, hay que ser herederos de Cervantes. Por ello, se cuida de la adjetivación: en Téllez las palabras no se usan para embellecer; no son plumas variopintas que se pegan al cuero del gallinazo. «Pero si un joven escritor me lo preguntara, le diría: entre tres adjetivos que califican a un sustantivo o lo adornan, prefiera siempre el sustantivo; si a tanto no alcanza su austeridad —la juventud no es tiempo de austeridad— deseche dos adjetivos y quédese con uno», dice Téllez, acusando a los adjetivos de corruptores, de embrujadores. Así, cumple de nuevo con la función de lo que él considera el cuento moderno: la síntesis, la sugerencia, la situación, que se perdería en la telaraña del rococó y la sublimación de una situación terrenal bajo el plumaje, bastante extenso, del idioma del Quijote.
Coda de los personajes
Acaso fue Joyce, con su Dublineses, quien mostró la necesidad de que un libro de cuentos fuera un conjunto de relatos donde los personajes no se conocen, pero que perfectamente tienen cierta unidad. De encontrarse, los personajes de Téllez tendrían más en común que en contra. Algunos podrían tomarse un carajillo en cualquier café bogotano, al ritmo del tabaco más bárbaro, que sin embargo endulzaría las situaciones violentas que han padecido. Mientras, los niños se quedan en casa, tal vez hablando de lo que no se debe hacer, de las canciones crueles y, tal vez unidos, descubrirían mentiras que solos serían incapaces de descubrir. Por último, los amantes, acusados de infieles, o prefiriendo la lealtad del secreto para no hacer sufrir al otro, estarían en el silencio de sus habitaciones privadas, consolándose con la vida de Emma Bovary.
Hernando Téllez. Ensayista, periodista, crítico literario y escrito colombiano, Hernando Téllez nació en Bogotá el 22 de marzo de 1908. Tras finalizar sus estudios comenzó trabajando para varios medios escritos de prestigio en Latinoamérica como en la Revista Universidad de Germán Arciniegas, en El Nacional de Caracas o en la revista Mito de Bogotá.
También ejerció como columnista para El Liberal. Hernando Téllez también combinó su labor periodística con la de cónsul, cuando fue destinado en Marbella. Entre los trabajos del autor colombiano cabe destacar Cenizas para el viento y otras historias, un libro que recogía varios de sus relatos cortos. Téllez falleció en Colombia en el año 1966.

Bryan Andrés Mosquera. Nace en Bogotá, estudia en Medellín. Escribe y escribe…