Ángela Figuera Aymerich, resistirse a las calificaciones

Les presentamos una amplia visión sobre una de las poetas más importantes de la «poesía desarraigada» de la Primera Generación de Postguerra española.

Ángela Figuera Aymerich
y su rosa incómoda

Por Víctor Rodríguez Núñez

I

«Con estas palabras quiero arrepentirme y desdecirme, Angela Figuera Aymerich…» Esas palabras son las que prologan Belleza cruel, el sexto poemario de la autora vasca publicado en México en 1958, y pertenecen a León Felipe (6). ¿De qué sentía necesidad de arrepentirse y desdecirse el poeta más representativo de la diáspora española (Blanco Aguinaga et al. 139)? Pues de su  tajante declaración de que «los españoles del éxodo y el llanto», aquellos que tuvieron que exiliarse tras el triunfo del franquismo en la Guerra Civil (1936-1939), se habían llevado consigo la poesía. Ahora rectificaba que quienes se quedaron «en la vieja heredad acorralada… Vuestros son el salmo y la canción» (11).

El reconocimiento a los poetas que siguieron haciendo su vida en España, y sobre todo alzaron su voz en las férreas condiciones del régimen franquista, no puede ser más enfático. De esos poetas León Felipe destaca, entre otros, a Dámaso Alonso, Blas de Otero, Gabriel Celaya, José Hierro y, por supuesto, a la creadora de Belleza cruel. Con este libro estremecedor ella había ganado el significativo Premio de Poesía de la Unión de Intelectuales Españoles en México. Y aunque el poemario le valió cierta proyección en el ámbito de nuestra lengua, y que incluso llegara a comparársele con Gabriela Mistral, la censura impediría durante veinte años que se difundiera en España.

Se trata así, en nuestra opinión, de un libro exiliado, y en un triple sentido. Primero, por su indiscutida calidad de ruptura con el franquismo y la poesía española ideológicamente afín producida en la postguerra. Segundo, por esa inevitable doble negación de la tradición ―como ha puesto de relieve la teoría feminista, de naturaleza patriarcal― implícita en el hecho de ser escrito por una mujer consciente de su situación subordinada. [1] Tercero, por haber sido casi olvidado, a pesar de sus enormes cualidades y su total vigencia, por la crítica académica ―como bien señala Roberta Quance, nuestra autora «ha recibido menos atención que sus compañeros» (12). [2]

Buenas razones las tres para que convirtamos Belleza cruel en el centro de atención del presente trabajo. En él examinaremos la construcción genérica realizada por el sujeto poético que, como intentaremos demostrar, se da sobre todo mediante la identificación con los otros subordinados, sin que se omita la problemática específica femenina. [3] Esta obra conjuga así las perspectivas de género y de clase, y responde no sólo a la situación de las mujeres de su tiempo y espacio, sino también a la realidad social de la postguerra española. En ambos sentidos, plantea la necesidad de un cambio radical de la sociedad y concibe la poesía como un instrumento de humanización.

II

Chistine Arkinstall se ha referido a Angela Figuera Aymerich (1902-1984) como «una figura que resiste las clasificaciones literarias» (457). [4] En efecto, a pesar de que por su edad pudo ser parte del Grupo del 27, no lo fue al publicar su obra dos décadas después del auge de ese movimiento y, sobre todo, al sustentar principios estéticos diferentes. [5] La investigadora propone entonces su «inserción en la tradición literaria feminocéntrica», es decir, destacar los vínculos con«las otras mujeres poetas de la España de su tiempo, en especial con Carmen Conde» (457-58). Por nuestra parte, no advertimos una contradición insalvable entre esta propuesta y la ubicación de nuestra autora junto a los llamados «poetas sociales» de la postguerra española.

Los dos primeros poemarios de Figuera Aymerich, Mujer de barro (1948) y Soria pura (1949), influídos manifiestamente por Antonio Machado, apenas llamaron la atención. Pero Vencida por el ángel (1950), donde logra una personalidad poética más definida, no pasó por alto. Allí encontramos por primera vez ese vigor expresivo que la distingue y, como en otras obras publicadas a partir de ese año, la denuncia de la realidad social española de entonces. [6] Con el mismo tono y tema, le siguen El grito inútil (Premio Ifach, 1952) y Víspera de la vida (1953). El volumen Los días duros (1953) reunió estos tres últimos libros, que pueden calificarse como obras de madurez.  Y esa madurez quedó plenamente confirmada con la aparición de Belleza cruel (1958). [7]

Fechado en Madrid 1953-57, este libro sin embargo fue terminado en París, donde Figuera Aymerich permaneció durante 1957. Debido a su abierto carácter antifranquista, como ya señalamos, no fue publicado en España hasta 1978. Sus páginas no sólo entusiasmaron a los poetas españoles en el exilio, como lo evidencia el prólogo de León Felipe ―que como  anota Julián Marcos, «levantó verdaderas chispas y cientos de discusiones» (12-13)―, sino de otros poetas de lengua española. Entre ellos Pablo Neruda, a quien también con Belleza cruel nuestra autora «le [hizo] cambiar de idea». Lo demuestra la carta que el poeta chileno envió a sus colegas españoles el 27 de septiembre de 1957 : «Cuando salí de España los dejé perdidos. Luego los ignoré. Tú [Figuera Aymerich] me los has traído» (Cit. en Marcos 17).

El último poemario publicado en vida por nuestra autora fue Toco la tierra: Letanías (1962). [8] A su quehacer poético se suman dos libros de literatura infantil, Cuentos tontos para niños listos (1979) y Canciones para todo el año (1984), así como numerosos ensayos, artículos y conferencias sobre temas literarios. En líneas generales, esta poesía ejerció una vasta y honda influencia en los poetas españoles surgidos en la década de 1960. Lo corroboran los testimonios de Marcos y Carlos Alvarez: según el primero, «[t]oda una generación española […] nos encontramos unidos y representados por la voz de Angela Figuera» (13); y a juicio del segundo, los poemas de Belleza cruel,  que «[fue] un libro clave», «acompañaron la soledad, en su tiempo, de los que no podían expresarse» (6).

III

La victoria militar del general Francisco Franco en 1939 condujo a la implantación en España de un régimen totalitario y confesional. Como es ampliamente conocido, miles de republicanos fueron ejecutados, más de 250 mil confinados en prisiones y campos de concentración, y medio millón obligados a emigrar. Después de tres años de cruenta guerra, el país quedó en ruinas y sin recursos económicos para la reconstrucción. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, el franquismo ―que no sólo compartía principios ideológicos con el nazi-fascismo sino que además había recibido su determinante apoyo militar― se alió al bloque Berlín-Roma. Y después de la derrota de éste en 1945, tuvo su peor época al quedar aislado en el campo internacional.

A inicios de la década de 1950 esta situación comenzó a atenuarse. La ONU autorizó la reanudación de relaciones diplomáticas con España, y Estados Unidos le ofreció la primera ayuda económica. La Guerra Fría había estallado y, en 1953, el país se incorporaba al dispositivo militar contra la Unión Soviética y el naciente campo socialista. El régimen tuvo que adaptarse a la nueva coyuntura política y suavizar ligeramente la represión. En la lucha de tendencias que se daba en su interior, se impuso al cabo el falangismo aperturista sobre el clericalismo-autoritario (Blanco Aguinaga et al. 82-83). Y como resultado, la vida cultural española adquirió entonces «cierta fluidez» (Castellet 100).

Durante los primeros años de la postguerra, la poesía española escrita dentro del país había pretendido ignorar la cruda realidad social. Proliferó una lírica caracterizada por la tranquilidad de ánimo, la religiosidad y el «españolismo», las omisiones y los silencios, y que rindió culto a Garcilaso de la Vega. Se manifestó «una tendencia a las formas clásicas, favorecida por una mística de tipo fascista, con rememoranzas del pasado glorioso, puro ejercicio formal» (Blanco Aguinaga et al. 86). Sus principales cultivadores fueron, entre otros, Manuel Machado, Luis Rosales, Gerardo Diego, Dionisio Ridruejo, Leopoldo Panero y Luis Felipe Vivanco.

Esta situación empezó a cambiar en 1944, año en que se publica Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, «especie de terremoto que subvirtió las capas poéticas e hizo aflorar a la luz los estratos latentes de que nadie hablaba» (Castellet 67). Comenzaron a aparecer entonces nuevos poetas que intentaban romper con más de sesenta años de tradición simbolista. Ellos contaban sólo con fugaces predecesores y, sobre todo, con una fuerte presión desde el poder en contra de la expresión realista. Rechazaban en general «el irrealismo y el esteticismo» (Castellet 88) y, de acuerdo con la acertada definición de Emilio Alarcos Llorach, proponían «la rehumanización de la poesía» (Cit. en Castellet 68).

IV

Al filo de este medio siglo lo que cambió en España fue ―como señala el primer crítico que intentó sistematizar este proceso, José María Castellet― «el concepto mismo de la poesía» (80). Se abrió paso uno «distinto del que estuvo en uso en Europa desde 1870 hasta 1930, es decir, del de la tradición simbolista» (58). Se trataba de «un nuevo humanismo que pedía, para ser expresado, una poética que tuviera en cuenta, no sólo los valores formales» (57). Surgió así una poesía de la experiencia cotidiana, autobiográfica, existencial, vinculada a la memoria, a lo vivido. Una poesía objetiva, que recurría a lo narrativo y que tenía, como fin consciente, la denuncia social.

Los rasgos estilísticos fundamentales de esta nueva poesía, que tuvo en Antología consultada (1952) su primera presentación colectiva, fueron ―aún de la mano de Castellet― el «abandono de la composición clásica en estrofas»; el predominio del «verso de aliento prolongado y [de los] poemas largos»; el uso del lenguaje cotidiano, «coloquial»; y la «revalorización del tema y el tratamiento realista del mismo, es decir, [la] sumisión a la temporalidad» (69). Sus creadores «sentían como primera necesidad la de denunciar un mundo y una sociedad injustos», precisaban «contar lo que hacían» y «esclarecer así su actitud social» (Castellet 74-75).

No sólo cambió el concepto de la poesía sino también el del poeta, a quien se le bajó del pedestal donde lo había situado el romanticismo. Ahora se reconoce que su obra no sólo tiene por destinatario al otro, sino que sólo se realiza totalmente con su concurso. Poeta y comunidad se funden, al igual que destino personal y proceso histórico. En palabras de Celaya ―que podrían haber sido también de Hierro, Otero, José María Valverde o Gloria Fuertes, entre otros―: «Cantemos como quien respira. Hablemos de lo que cada día nos ocupa […]. La poesía es un instrumento, como otros, para transformar el mundo […]. Nuestra poesía no es nuestra. La hacen a través nuestro mil asistencias» (Cit. en Castellet 82).

De esta radical revuelta contra el orden estético establecido, con claras implicaciones ideológicas y políticas que apuntaban al cambio social, participó Figuera Aymerich. Y Belleza cruel es un hito insoslayable de ese proceso de replanteo de la tradición que, a pesar de su trascendencia, se realizaba en líneas generales aún dentro del orden patriarcal. Obras como la suya son las que le dan al movimiento una nueva cualidad,  y refuerzan su carácter revolucionario, al aportar una novedosa y radical perspectiva de género. Y en este sentido, al incluir dentro de su discurso la lucha por la emancipación de la mujer, la llamada «poesía social» lo fue en mayor medida.

V

En «Belleza cruel», primer poema del libro homónimo de Angela Figuera Aymerich, el sujeto poético toma una posición definida, deja en claro su punto de vista:

Quiero vivir y amar sin que me pese
este saber y oír y darme cuenta;
este mirar a diario de hito en hito
todo el revés atroz de la medalla. (17)

Estamos ante un discurso poético concebido, de forma premeditada, no desde la perspectiva tradicional, aquella a la que nos fuerza el orden capitalista-patriarcal, sino desde la otra cara de la realidad social, desde el espacio-tiempo de la alteridad.

Al hablante lírico le asiste la certeza de que, más allá de su individualidad, hay otro que sufre, reprimido y explotado, y le ofrece su solidaridad activa. Por eso confiesa que le «da vergüenza» alzar la mirada hacia «el rostro y el vestido/ de tantos hombres con el miedo al hombro,/ de tantos hombres con el hambre a cuestas». Y que le repugna verse «las manos limpias persiguiendo a tontas/ mis mariposas de papel o versos» (18). En efecto, es en el ser y en el quehacer de ese otro explotado, marginado y sojuzgado, donde precisamente se encuentra «tanta belleza cruel, tanta belleza» (19). Es decir, el referente de su canto y la sustancia de su identidad.

En todo momento, el sujeto poético de Figuera Aymerich antepone, frente a lo natural y lo divino, la belleza de lo humano. En especial, la de las personas carentes de libertad, aquellas a las que les han dicho desde el poder: «Borrón y cárcel nueva. Punto en boca» (55). En consecuencia, sólo ante ese tipo de ser humano «me comprendo y mido», y «junto a él me pongo y le acompaño» (46). La vida y la obra carecen de sentido sin ese otro:

si no has muerto tú mismo solamente un instante,
una vez tan siquiera, porque sí, porque nada,
porque todo, por eso: porque el hombre se muere,
entonces no prosigas. Al hoyo, y acabado. (52)

El hablante lírico busca la comunicación y, sobre todo, la comunión con el otro. En ese sentido, considera que los seres humanos estamos «encerrados» en una «asquerosa isla sin ventanas» ―metáfora tanto de la España franquista como de la mujer confinada al hogar― y, para no seguir siendo «unos tristes muertos/ de mala muerte», y acceder con plenitud a la vida, propone que: «Hagamos puentes, puentes, puentes» (111-15). Por tanto, a sus hermanos «de la hoz», «de la mina» y «de las redes» les pide: «Pongámonos mucho más cerca,/ hagamos nudo con las manos». Si se logra esta unidad entre los subordinados ―que sería, también, la del poeta y el lector―, nadie podrá «poner cadenas en los brazos. No nos podrá morder el lobo. No nos podrá partir el rayo» (120-121).

VI

El sujeto poético de Belleza cruel cuestiona, de forma radical, el rechazo de la diferencia, la no aceptación del otro. En «Niño con rosas» narra lo ocurrido en «una casa decente», un «hogar respetable» en cuya sala cuelga «el bello retrato del abuelo ministro». Allí vino al mundo un niño que, «en vez de ojos, tenía dos magníficas rosas». Es grande el «desconcierto de la honrada familia», en especial del padre, «personaje importante» (23). Sólo la madre sale en su defensa:

Es un niño precioso.
Verá cosas divinas.
Olerá a primavera.
Y además siempre es bueno tener rosas en casa. (25)

En este punto, nos percatamos de que el hablante lírico se identifica con un otro aún más específico ―y que es capaz, a su vez, de identificarse con los demás subordinados―: la mujer. Se nos revela consciente de hechos como que, mientras «el padre bajaba a los pozos,/ la madre subía a las casas» (74). No obstante, junto al «general de espuela y puro», al «ministro» que guarda la patria en el «bolsillo», al «señor de las finanzas siderales», al «patriarcal terrateniente» y otras malas hierbas, ubica a la «señora mía y de su casa,/ asidua del sermón y la película», así como a la «muchacha linda del paseo». Ninguno de ellos pertenece, sea cual sea su género, al «pueblo de España escarnecido,/ clamor amordazado, espalda rota/ sudor barato, despreciada sangre» (69).

Evidentemente, no con todas las mujeres se identifica el sujeto poético de Belleza cruel. Canta, más bien, a la mujer oprimida,

a la Madre de Familia
tan mujer de su casa la pobre,
tan gris por todos lados,
tan oveja por dentro
aunque suela gritar con los chiquillos. (85)

O sea, se pone sólo al lado de aquellas que, como la Alejandra de «La justicia de los ángeles»,

no eran nada ni nadie.
Una brizna existiendo porque sí, a contravida.
Acaso una inconsciente potencia redentora
sobre el gran lienzo sucio del mundo que la hería. (83)

De esta manera, se unen y complementan en esta poesía las perspectivas de género y de clase. El pueblo es aquí representado como el conjunto de los desposeídos, humillados y explotados. Y ese concepto excluye a burgueses, terratenientes, militares y funcionarios, sean hombres o mujeres. Y es a ese pueblo y no a Dios al que pide:

Allá en tu día
perdónanos a todos nuestras deudas,
perdónanos a todos en tu nombre
y hágase al fin tu voluntad
así en España
como en el cielo. (70)

VII

Es justamente cuando aborda la temática religiosa que el sujeto poético de Belleza cruel  ―además de asumir posiciones trasgresoras del orden social establecido, «hambre en la tierra y Dios en las alturas» (126), semejantes a las que asumirá años después la Teología de la Liberación― nos da las más claras señas de su autoconstrucción genérica femenina:

Señor, guarda tus ángeles contigo.
Son demasiado puros para mí. Me dan miedo.
No pesan. No vacilan. Tienen cuerpos sin hambre,
sin fiebre, sin lujuria. (29) [9]

Aquí el hablante lírico rechaza la condición angélica y se reafirma a sí mismo como «carne castigada, llorosa podredumbre,/ pecado repetido hacia la muerte» (30). Y esa ruptura puede ser interpretada, a nuestro modo de ver, como un desmontaje de la imagen de la mujer creada por el romanticismo. Según Susan Kirkpatrick, el ángel del hogar fue «el modelo de la verdadera feminidad» impuesto en España hacia 1850 por la ideología burguesa entonces en ascenso (344). [10] Este modelo, reactivado por el franquismo,  propugnaba la separación entre los sexos en el plano social y específicamente moral, y concebía la pasión y la sexualidad como contrarias a la naturaleza femenina.

Mas el punto culminante de la construcción como mujer cumplida por el sujeto poético de Belleza cruel está en su radical replanteo de la maternidad. Esta es asumida ya no como reproducción ―o sea, como producción de copias, perpetuación del orden social― sino como una actividad transformadora de la sociedad. Su propuesta consiste en volver a parir la humanidad, traer al mundo seres humanos diferentes, y en consecuencia pide:

vengan a nacer conmigo.
Haremos entre todos cuenta nueva.
Quiero vivir. Lo exijo por derecho.
Pido la paz y entrego la esperanza. (134)

Esta postura crítica se refuerza todavía más en «Guerra», donde el sujeto poético se remonta a los orígenes míticos del sistema patriarcal al asumirse como Eva. El poema comienza con una rotunda afirmación: «Lo supe siempre». Y eso que conoce muy bien es que: «El Otro, aquél que hallé en el Paraíso,/ aquel a quien fui dada el primer día», ha permanecido del todo «ajeno a mi pasión». Este no «preguntó jamás por qué mis ojos/ incrementaban su terror oscuro/ bajo la luz de sucesivos soles». La esposa forzada de Adán y madre de Caín y de Abel, concluye que: «Yo los haría en mí. Yo los daría de nuevo a luz». En tal sentido ―dando al poema un cierre más dialéctico que metafísico, más realista que pesimista―: «Clamé hacia Dios. Clamé. Pero fue en vano. Caín y Abel parí. Parí la guerra» (63).

VIII

Desde la óptica del feminismo esencialista de Luce Irigaray ―para quien el binarismo femenino/masculino constituye el único marco en que la especificidad de la mujer puede ser reconocida, y que postula la universalidad y la unidad del sujeto femenino y no su carácter histórico-concreto―,  Angela Figuera Aymerich no trasciende los límites del discurso patriarcal. [11] Lo ha hecho, como en efecto pensamos, si en cambio asumimos la perspectiva del feminismo social, a la manera de Judith Butler, para quien la construcción genérica femenina «se intersecta con la racial, de clase, étnica y sexual, así como con las modalidades regionales de las identidades constituidas discursivamente» (3).

En nuestra opinión, el sujeto poético de Belleza cruel acomete un claro, decidido cuestionamiento de la norma patriarcal-capitalista y, por ello, puede clasificarse como feminista consecuente. [12] En ese orden nunca claudicó, aunque los suyos:

Han sido largos años de morderse
los puños y la lengua, mucho tiempo
de comulgar con ruedas de molino,
de comulgar con ruedas de poesía. (127)

Y aunque sabía que: «Si calzas los zapatos según norma,/ también podrás cruzar a la otra acera/ buscando el sol o un techo que te abrigue» (56), permaneció firme en sus principios revolucionarios.

En su praxis poética, no escondió nada para satisfacción de las «buenas conciencias», y más bien exhortó a sus semejantes:

Quitaos la corbata y la careta,
iluminad el fondo del espejo,
guardad el corazón en la mesilla,
abríos las pupilas y el costado. (67)

En vez de guardar las apariencias, se despojó de las máscaras impuestas por una sociedad represiva. Y el resultado es una eficaz denuncia de la situación subordinada de la mujer y del pueblo español del momento histórico en que le correspondió vivir y crear.

Por supuesto, en Belleza cruel también hay incongruencias, caídas y defectos. En cuanto a su contenido, hay momentos ―como en el poema titulado «Veinte años»― en que el sujeto poético disuelve su perspectiva femenina y de clase, en esa visión universalista que ha tratado a toda costa de imponernos la sociedad patriarcal-capitalista. También en el plano formal, hay algunos pasajes ―e incluso poemas enteros, como es el caso de «El canto rabioso de amor a España y su belleza»― donde la esmerada retórica no puede remediar la falta de impulso poético. Pero hemos optado por hacer una crítica afirmativa, una lectura constructiva de esta obra singular. [13]

IX

Para lograr esta eficacia de mensaje, la autora de Belleza cruel hizo suyo un concepto revolucionario de la poesía y del poeta. En una de las más singulares piezas del conjunto, el  hablante lírico increpa a los «estetas defensores/ del pájaro y la rosa y el mundo está bien hecho» (33). A esos poetas, «amigos y enemigos», les pregunta si el cielo «sigue siendo azul sobre la sangre» (33). Y a pesar de saber que, afirmándolo, tendría un «puesto asegurado/ en las Antologías», prefiere negarlo enfáticamente: «yo no veo el cielo» (34). Sin dudas, prefiere cantar

desde el fondo de todos los que están en el fondo,
los que son tierra sucia que pisáis sin mirarla
cuando vais extasiados
por la líricas nubes. (35)

No cabe duda de que en estas páginas la escritura poética es entendida como camino de libertad, como práctica encaminada hacia el cambio social. En otro momento significativo del libro el sujeto se otorga a sí mismo un rol masculino al definirse como «poeta labrador». Así las cosas: «Mis surcos eran largos, hondos./ (Mis versos eran hondos, largos)». Y en la época de siembra:

Iba un puñado de belleza
por cada puñado de grano.
Y un puñadito de verdad.
(Esto sin que lo viera el amo). (105)

En vez de la tradicional tierra que espera ser roturada y fecundada, el hablante lírico quiere, de forma activa, devenir la entidad roturante y fecundante; por eso, «[m]iré de frente y empuñé el arado» (108).

«La rosa incómoda», quizás el poema más relevante del conjunto, puede ser interpretado como un arte poética. Allí el sujeto se cuestiona, lleno de dudas: «¿No veis? Es tan absurdo. Es casi un compromiso./ No sé qué hacer con ella» (39). Pero a pesar de todo, no se queda con los brazos cruzados: «Bastante me he arriesgado/ publicando mis años sin quitar una fecha/ y mis largos poemas con la sangre en los bordes» (40). Y al cabo la poesía, ejercida hasta sus últimas consecuencias, se le revela

tan tierna e inocente como antes de la culpa,
como antes de esta paz y aquella guerra,
como antes de tan lindos sonetos a la rosa. (40)

A la vez, este texto puede ser leído como una alegoría de la condición femenina del sujeto poético, simbolizada en esa «rosa» nada fácil de llevar en una sociedad explotadora y discriminatoria. En todo caso, como mujer y como poeta, la solución al conflicto es subversiva,  se busca la transformación social. Nuestra autora, como ella misma confesó en 1969,  «no escrib[e] para la posteridad y tampoco por el mero placer y cabrilleo de la pura belleza literaria».  Tampoco es el destino personal lo que le preocupa, sino el colectivo de su pueblo y de su género: ¿Qué importa si pasa esta hora, si, siendo mortales, pasamos todos y mis poemas pasan […] también? El futuro no nos pertenece. Y, si algo debemos hacer respecto a él, hemos de hacerlo aquí, en nuestro presente, […] inmersos en sus problemas, […] sin dejar de gozarnos tampoco de sus maravillas. (Cit. en Alardín 7)

X

Belleza cruel es un notable aporte al necesario contradiscurso que debe expresar «toda esa zona enraizada en la subordinación, el silenciamiento y la represión» que ha sido lo femenino; enfrentar a la tradición hegemónica capitalista-patriarcal y dar a luz una verdadera imagen de las mujeres (Guerra Cunningham 151). En su desarrollo se ha producido la apropiación creativa de ese instrumento masculinizado que es la pluma (Gilbert y Gubar 6). [14] Y hay que resaltar este hecho mismo, pues para una mujer «escribir es precisamente la posibilidad del cambio, el terreno que puede servir como un trampolín para el pensamiento subversivo, el movimiento precursor de una transformación de las estructuras sociales y culturales» (Cixous 337).

La obra de Angela Figuera Aymerich, flagrante invasión del espacio público reservado a los hombres, como reconoce Jo Evans, construye una nueva base para las poetas españolas. Sus temas son avanzados; su renuencia a suscribir una imagen romantizada de la maternidad y su reconocimiento del patriarcalismo del Dios católico son de fundamental importancia para las escritoras que han crecido en España durante este siglo. [Su legado es] un punto de partida para la nueva generación de mujeres poetas, como Ana Rossetti, cuyas vidas serán alteradas radicalmente por la experiencia de la democracia. (152-53).

Pero con toda su obra Figuera Aymerich luchó, además de por «una más precisa reflexión de la voz femenina en relación con el género, la fe y la estética» (Evans 140), por una España sin explotación ni represión, más justa y humana. Su propuesta no fue la excluyente del feminismo esencialista, y llevaba implícita una nueva relación entre los sexos, aquella libre al fin de todo tipo de subordinación. [15] Nuestra poeta sintió la necesidad de comunicarse y lo hizo asumiendo todos los riesgos, alzando su voz contra la dominación, la marginación de las mujeres, así como contra la barbarie del franquismo. En este sentido, fue más lejos que la mayoría de sus contemporáneos. [16]

Escribir contra la tradición tiene sus ventajas, al poder expandir los límites de la representación cultural, pero también sus desventajas. Detrás del olvido que padece la obra de  Figuera Aymerich están «posiblemente esos críticos que han visto en sus escritos sólo «reflexiones en movimiento» de la maternidad y del sufrimiento humano» (Evans 1). Y también, pensamos por nuestra parte, esos otros críticos ―¿o serán los mismos?― que asumen de manera consciente o inconsciente la perspectiva de la clase dominante. Sin dudas, el lugar de la poesía de Figuera Aymerich es otro, está en la médula de ese canon alternativo del orden patriarcal y  capitalista que urge construir.

Eugene, invierno de 1997-Austin, verano de 1998


Obras citadas

Alardín, Carmen ed. Angela Figuera Aymerich. Por Angela Figuera Aymerich. México: UNAM, 1979.

Alvarez, Carlos. «Belleza cruel». Belleza cruel. Por Angela Figuera Aymerich. Barcelona: Lumen, 1978.

Arkinstall, Christine. «Rhetorics of Maternity and War in Angela Figuera’s Poetic Work». Revista Canadiense de Estudios Hispánicos 21-3 (Spring 1997): 457-78.

Blanco Aguinaga, Carlos, Julio Rodríguez Puértolas e Iris M. Zavala. Historia social de la literatura española (en lengua castellana). 2da. ed. Vol. 3. Madrid: Ediciones Castalia, 1984.

Butler, Judith. Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. New York: Routledge, 1990.

Castellet, José María ed. Veinte años de poesía española (1939-1959). Barcelona: Seix Barral, 1960.

Cixous, Hélène. «The Laugh oh the Medusa». Feminisms: An Anthology of Literary Theory and Criticism. Eds. Robyn R. Warhol y Diane Price Herndl. New Brunswick: Rutgers UP, 1991. 334-349.

Evans, Jo. Moving Reflections. Gender, Faith and Aesthetics in the Work of Angela Figuera Aymerich. Londres: Tamesis, 1996.

Felipe, León. «Palabras…». Figuera Aymerich 7-11.

Figuera Aymerich, Angela. Belleza cruel. Prol. León Felipe. México: Compañía General de Ediciones, 1958.

Gilbert, Sandra M. y Susan Gubar. The Madwoman in the Attic: The Woman Writer and the Nineteenth-Century Literary Imagination. New Haven: Yale UP, 1979.

Guerra Cunningham, Lucía. «Las sombras de la escritura. Hacia una teoría de la producción literaria de la mujer latinoamericana».  Vidal 129-165.

Irigaray, Luce. This Sex Which Is Not One. Trad. Catherine Porter. Ithaca: Cornell UP, 1985.

Kirkpatrick, Susan. «The Female Tradition in Nineteenth-Century Spanish Literature».  Vidal 343-370.

Marcos, Julián ed. Antología total. Por Angela Figuera Aymerich. Madrid: Videosistemas, 1973.

Quance, Roberta. «En la casa paterna». Obras completas. Por Angela Figuera Aymerich. Madrid: Hiperión, 1986.

Vidal, Hernán ed. Cultural and Historical Grounding for Hispanic and Luso-Brazilian Literary Criticism. Minneapolis: U Minnesota P, 1989.

Villa-Fernández, Pedro. «La denuncia social en Belleza cruel de Angela Figuera Aymerich». Revista de Estudios Hispánicos 7 (1973): 127-138.

Wilcox, John C. «A Reconsideration of Two Spanish Poets: Angela Figuera Aymerich and Francisca Aguirre». Studies in Twentieth Century Literature 16-1 (Winter 1992): 65-92.


Notas

[1]. Irigaray plantea al respecto que las palabras de los hombres son «la mordaza sobre nuestros labios. ¿Cómo podemos hablar [las mujeres] de manera que escapemos de sus compartimentos, sus esquemas, su división y oposición?» (212). Dentro de un lenguaje persistentemente masculino, al que llama falogocéntrico, las mujeres constituyen lo irrepresentable. Es decir, el sexo que no puede ser pensado, una especie de ausencia y opacidad lingüística. Dentro de un lenguaje basado en una significación unívoca, lo femenino constituye lo no delimitable e indesignable. De todo esto se desprende, entre otras cosas, la imposibilidad una escritura femenina. La traducción de los textos de Irigaray ―así como los de Arkinstall, Butler, Evans, Gilbert-Gubar, Kirkpatrick  y Wilcox que aparecerán más adelante― es responsabilidad del autor.

[2]. Sólo hay dos monografías sobre nuestra autora, ambas aparecidas en la década de 1990. La de José Ramón Zabala Aguirre: Angela Figuera Aymerich, una poesía en la encrucijada, publicada en San Sebastián por la Universidad de Deusto en 1994; y la debida a Jo Evans, a la que más adelante haremos referencia. La bibliografía pasiva de esta última apenas tiene seis entradas,  pero la que ofrece la base de datos de la MLA es aún más pobre pues sólo alcanza tres.

[3]. Para Butler, «[n]o hay identidad genérica detrás de las expresiones de género; esa identidad es constituida mediante la actuación por las simples “expresiones” que se dicen son sus resultados» (25). Y continúa: «Si hay algo cierto en el reclamo de [Simone de] Beauvoir de que una no nace sino más bien se hace mujer, entonces mujer en sí misma es un término en proceso, un devenir, una construcción que no puede verdaderamente tener origen ni fin. Como práctica discursiva continua, está abierta a la intervención y a la resignificación» (33). En definitiva, «resulta imposible separar “el género” de las intersecciones políticas y culturales en las cuales es invariablemente producido y mantenido» (3). Desde esta perspectiva, la escritura femenina es no sólo una posibilidad objetiva sino también una necesidad en la construcción del género femenino, y puede contribuir a la emancipación de las mujeres.

[4]. Figuera Aymerich no nació en 1926 ―como sostienen erróneamente, en la página 199, los autores de Historia social de la literatura española― sino el 30 de octubre de 1902, en la ciudad vasca de Bilbao. Se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid en 1933. Desde ese año y hasta 1936 desempeñó la cátedra de Lengua y Literatura en el Instituto de Huelva. Durante la Guerra Civil residió en Alcoy y Murcia, donde continuó dedicándose a la enseñanza. Hizo causa con los republicanos y, por consiguiente, sufrió los rigores de la dictadura franquista. Desde 1954 hasta su jubilación trabajó en la Biblioteca Nacional de Madrid. Entre 1961 y 1971 residió en Avilés, donde quedó aislada de la vida literaria. En 1971 regresó a Madrid,  y allí murió el 2 de abril de 1984. Sus poemas han sido incluídos en numerosas antologías ―entre ellas, la célebre de José María Castellet, Veinte años de poesía española, 1939-1959 (1960)― y traducidos a varios idiomas.

[5]. Figuera Aymerich «pudo haber sido por edad miembro de la Generación del 27; sin embargo, empezó a publicar tarde, a los 46 años, y muy pronto abandonó poéticamente el estilo que más le acercaría a ese grupo. Su mejor y más característica poesía […] fue escrita a lo largo de los años 50, al lado de compatriotas más jóvenes que se empeñaban, como ella, en recuperar la palabra poética para un entorno humano arrasado» (Quance 12).

[6]. Este cambio de estética se da «con la lectura de Las cosas como son (1950) de Gabriel Celaya. Fue entonces […] cuando se dio cuenta de que las maneras tradicionales de la lírica no se adecuaban a lo que ella quería decir. Habría que buscar otras formas y otro lenguaje para dar testimonio de la España de la postguerra» (Quance 13).

[7]. Mientras Marcos anota que es «considerado por muchos [el libro de Figuera Aymerich] de mayor madurez» (13), Quance es aún más categórica: «Aquí están, indudablemente, sus poemas de denuncia más enérgicos. Reaparecen temas de libros anteriores, pero ahora la expresión es más cortante y audaz, la nota de ira, desesperación e ironía mucho más acusada, y también es mayor la agresividad» (17).

[8]. Wilcox divide en tres períodos la obra poética de Figuera Aymerich. En el primero incluye los dos primeros libros, caracterizados «en términos generales por el optimismo y el amor a la vida y la humanidad». En el segundo, los tres poemarios reunidos en Los días duros, que considera «predominantemente pesimistas; reflejan la depravación política y social de aquel tiempo, la inautenticidad de la religión establecida, y el status marginado de las mujeres». En el tercer período ubica los dos últimos libros de nuestra poeta, que «condenan los defectos de la cultura y política españolas pero sugieren a las futuras generaciones cómo deben reconstruir su país», y logran un balance entre pesimismo y optimismo (66).

[9]. Villa-Fernández, quien ha demostrado que en Belleza cruel los textos «todos convergen hacia una unidad temática: la crítica del sistema político, económico y religioso, que, directa o indirectamente, redunda en pobreza, ignorancia, injusticia y desmoralización» (137), sin que por ello se les pudiera «calificar de propaganda», sin embargo señala que la acusación que Figuera Aymerich «hace al Todopoderoso son un desvío chocante de la proverbial religiosidad de la mujer española» (136).

[10]. En el «modo de producción capitalista, la distinción era ahora entre lo público y lo privado, el estado y la familia, el mercado y el hogar. En esta nueva definición de lo doméstico como la esfera en donde las mujeres preservaban los valores […] la irracionalidad que había sido considerada previamente como característica central de la naturaleza femenina era sublimada como tierna sensibilidad, amoroso olvido de sí […]. La verdadera mujer, el ángel del hogar, ganaba una autoridad moral antes negada a las mujeres» (Kirkpatrick 348).

[11]. Irigaray cree en la existencia de una patriarquía universal ―y ese universalismo implica, cuando menos, una visión eurocentrista. A su juicio, «nosotras [burguesas y proletarias, colonizadoras y colonizadas,  blancas e indígenas, heterosexuales y lesbianas] somos mujeres por principio. Que nosotras no tenemos que ser mujeres por ellos, clasificadas por ellos, sacralizadas o profanadas por ellos [los hombres, también sin distinciones]» (212).

[12]. Figuera Aymerich, según Quance, «no se hubiera considerado feminista», pero desarrolla un «claro enfoque femenino de los problemas sociales». Por una parte, «lo femenino se materializa en su obra como ángulo de visión privilegiado para comprender lo que les pasa a los demás. Si […] la opresión de la mujer por el hombre es el modelo para todo tipo de opresión ―oprimir es convertir al otro en mujer― nadie mejor que una mujer para hablar de la falta de libertad en el mundo». Pero, por otra parte, «su persona poética se verá siempre implicada ella misma en el proceso de denuncia y testimonio; no será nunca solamente testigo o portavoz de los demás» (12-13).

[13]. Alvarez también se ha referido a estos defectos: «Tal vez muchos de sus poemas parecen teñidos de prosaísmo. Acaso algún momento la urgencia del grito impidió a la voz desgarrada por la indignación que lo lanzaba traspazar con limpidez poética, con su racimo de sugerencias, los límites de la anécdota que lo hacía brotar. No importa. […] Es un poemario que forma parte de la crónica histórica de estos años: de ese entramado en que a veces la poesía y la subversión, al abrazarse, han contribuido por mínimamente que fuera a que no perdiéramos totalmente la verticalidad. […] Es un libro rabiosamente español, vivo, militante» (6).

[14]. A juicio de Gilbert y Gubar, «[e]n la cultura patriarcal de Occidente […] el autor del texto es un padre, un progenitor, un procreador, un patriarca estético cuya pluma es instrumento de poder generativo como su pene. Más aún, el poder de su pluma, como el poder de su pene, posee no sólo la habilidad de generar vida sino además el poder de crear una posteridad» (6).

[15]. En palabras de Guerra Cunningham: «madre y padre en un proyecto conjunto que es cuerpo/ amor/ placer en una fluidez que connota la anulación del poder jerárquico. Proyecto conjunto y solidario liberado de las limitaciones de la heterosexualidad (hija/o), sin madres fálicas ni complejos de Edipo, ni envidias por ningún pene» (157).

[16]. Esto ha sido señalado, también, por críticos masculinos. Para Marcos resulta extraño que en la España de los años 50 «se plantease una mujer con tanto rigor y tanta lucidez, el papel que a ella, como mujer poeta, le correspondía mantener. Extraño y emocionante» (12). Alvarez se pregunta si podía llamársele poetisa y se responde que no, porque su voz «carece del timbre atiplado que lo convencional le reserva a quien nombre de mujer lleva; el tono es vibrante, robusto. […] Su característica más indiscutible, la que primero aparece y en el recuerdo nos queda, es, precisamente, lo contrario de lo pretendidamente femenino. Porque es la fuerza» (6).


Homenaje a Grandes Escritoras de la Fundación Esteros:





Ángela Figuera Aymerich. Poeta española nacida en Bilbao en 1902. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid, fue Catedrática de Lengua y Literatura en los Institutos de Huelva, Alcoy y Murcia hasta después de la guerra civil española y posteriormente trabajó en la Biblioteca Nacional de Madrid. Junto con Blas de Otero y Gabriel Celaya, formó parte del importante Triunvirato Vasco de la poesía de post-guerra. «Mujer de barro»  editado en 1948 fue su primer libro, al que siguieron luego muchas publicaciones de renombre como «Belleza cruel» y «Toco la tierra». Falleció en 1984.



Víctor Rodríguez Núñez. Periodista, poeta y traductor, el cubano Víctor Rodríguez Núñez nació en Cuba en 1955. Ha publicado casi una veintena de libros de poesía. El primero vio la luz en 1979, Cayama, cuando todavía vivía en Cuba. Su talento en el género ha sido reconocido con numerosos galardones entre los que destacan el Premio David en 1980, el Premio Fray Luis de León en 2005 o el Premio Loewe en 2015.