Tomás Carrasquilla, El gran premio



Autor de novelas, cuentos y prosas. Dice el informe del jurado que en 1936 le otorgó el Premio Nacional de Literatura y Ciencias Vergara y Vergara: «Carrasquilla es el artista puro, describe, narra, imagina por el placer de crear. (…) Su capacidad descriptiva es tan grande que con el solo prestigio de la frase, la naturaleza adquiere bajo sus manos actividades humanas».

I

―Sí, hijo: no te desalientes ―decía el Padre Rector a un su antiguo discípulo, recién licenciado en Jurisprudencia―. El que lucha con perseverancia, puestos los ojos en Dios y en su Santísima Madre, triunfará aquí abajo y allá arriba. A quien espera en lo eterno, lo temporal le pertenece.

―¡Quién sabe, Reverencia! ―repone el abogado, medio risueño―. Las cosas de tejas para arriba, por lo mismo que son inescrutables, no pueden someterse a reglas fijas ni a fórmulas humanas.

―¿Has perdido acaso los principios que aquí te inculcamos?

―¡Dios me libre, Reverencia! Pero conozco a tantos que luchan con tesón, que piden con fe, que esperan en Dios, y que, lo que es aquí abajo, no han conseguido sino desengaños y hepatitis. En cambio conozco muchos poltrones muy nulos, que, sin pedir nada a Dios ni acordarse de Él, andan por ahí, vencedores en toda la línea. A este respecto me sé yo una historia de primo cartello.

―No será cosa del otro mundo; pero cuéntala, chico, si no es un secreto.

―¡Ni mucho menos! Pero es larga, y la gran Reverencia, con toda su fe, no va a creerla. Sin embargo, es tan auténtica y tan comprobada como los Evangelios Sinópticos.[1]

―Mucho te curas en salud; ¡así serán tus evangelios! Cuéntalos, ya que estamos en vacaciones.

―Pues bien. La Reverencia habrá de estimular todos sus afectos y todas sus facultades de creyente, y… va de historia fehaciente:

Érase que se era un pobre diablo, un mandria de estos que son ineptos por pereza y perezosos por ineptitud; uno de estos enfermos de la voluntad, que parecía sobrar en la vida, porque para nada servía ni tenía uso de ninguna especie. Mas, como esto no se opone legalmente al santo estado del matrimonio, lo contrajo desde sus verdes años y se fue a vivir a casa de su mujer, por allá a un pueblo de escaso vecindario, cercano a un río caudaloso.

En un dos por tres acabó con el exiguo patrimonio que la esposa aportara, hasta quedar reducidos a la última indigencia. ¡Pero eso sí! Cada año les enviaba el cielo, lloviera que tronara, fruto amable de bendición. Los deberes y responsabilidades que esto implica, lejos de mover al hombrecito, le hundían más y mejor en el marasmo negro de la anulación. Era, en suma, la bestia agobiada que se echa con la carga a la vera del camino.

Pero mi hombre, que tenía vanidad y amor propio a su modo, trataba de engañar a los demás y de engañarse a sí mismo.

Quien no lo conociese lo tomaría por el hombre más activo y ocupado, según eran los afanes y los alardes por aquellas faenas tan grandes y tan perentorias. Íbase al río a disputar a los pájaros las moras y las bellotas a los cerdos, y, cuando volvía con algún tronco medio podrido, de esos que la corriente arrima a la orilla, entraba triunfante a la zahúrda donde se hacinaba su prole, y decía a la mujer muy satisfecho: «¡Hoy sí ha sacado buen jornal tu maridito!». Y, cuando por evento daba con alguna nidada, por ahí en los ejidos, gritaba desde la puerta: «¡Prendan candela que hay comida para tirar pa lo alto!». Pero, aunque el caso fuera raro, había que comer los huevos conforme fueron puestos, por falta de sal y de tizones.

Estas proezas lo alegraban un momento, para apurarle la murria que su vergüenza interior, su irreductible abandono y sus hambres le traían siempre consigo.

Nunca se había preocupado de creencias ni prácticas piadosas, y, a fuerza de envenenarse con su propia amargura vino a parar, sin darse cuenta de ello, en ese antideísmo rabioso de los desheredados y vencidos, que es uno como odio a la Providencia, todo lo cual no se oponía a sus agüeros de emperador romano.

Claro está que la mujer tenía que pagarle todos sus despechos y atosigamientos. La infeliz, que era una bendita, sufría lo indecible con aquel marido que le deparó su negra estrella. Pero era tal que de nada le culpaba, pensando que todo ello era cosa ingénita en su hombre, y que, por lo mismo, de nada era responsable. Al verlo tan poquita cosa, tan infeliz y tan ridículo, sentía la tierna conmiseración de una madre por un hijo epiléptico. Como a tal lo trataba, oponiendo a los arrebatos y cantinelas cuanta dulzura acendraba su corazón piadoso.

La pobre vivía pegada de los santos, sin perder la esperanza en la Divina Providencia. «Algún día», pensaba siempre; pero ese día no llegaba.

Ayudada por sus dos hijitas mayores luchaba brazo a brazo con el tigre del hambre; pero, por más milagros y sortilegios que obrasen, el tigre se las comía. Las miserias que podían industriarse eran, la mayor parte, para el jefe de la familia. Ella se hacía una cruz en la boca y los chiquitines se iban a merodear a los huertos, o a acostar por ahí, con esa boca abierta y esos ojos extáticos de los niños con hambre.

Aunque la mujer ocultaba en lo posible tanta miseria, una vecina pudo imponerse de todo, y, con el disimulo y decoro del caso, los socorría según sus medios. Ella vino a ser la providencia de la familia. Pero una vez se le ocurrió como rasgo ingenioso de caridad indicar al hombre la caza o la pesca, ofreciéndose a facilitarle perros, útiles y demás enseres respectivos. ¡Qué ofensa aquella! ¿Él, caza? ¿Él, pesquerías? Un hombre tan ocupado, ¿en esas? Hartó de injurias a la vecina, y… ¡adiós providencia!

Varias veces había pensado en el remedio del suicidio; mas nunca se consideró con el valor o con la cobardía de aplicárselo. Pero un día se despertó tan desahuciado y con tales ansias de comer algo que fuese alimento y de tomar algo que no fuese agua, que determinó ensayar a ver si era capaz de alguna hazaña. Pensó que desde cierto peñón altísimo podría, acaso, tirarse hasta un camino, con tal que el vértigo de la altura coincidiese con el de la muerte.

Con el propósito del ensayo iba a salir, cuando su mujer lo llamó aparte y le dijo:

―Mira el regalo tan rico que nos ha mandado el ama del señor cura ―era un cuarto de cabrito primorosamente aderezado, un pan blanquísimo y enorme y una bota de buen vino―. Hoy no estamos en casa desprovistos; y, si me pongo a repartir esto entre todos, de nada nos suplimos. ¿Por qué no lo aprovechas tú solo? Hace días que no pruebas un buen bocado ni catas ningún vino. Vete por ahí al campo, que el día está hermoso: te distraes, te bañas y almuerzas con toda tranquilidad.

Y ahí mismo, sin esperar respuesta, le arregló todo en un morral viejo. Tercióselo el hombre muy convenido, salió de gira, completamente olvidado del ensayo de suicidio.

Llegado apenas a las afueras del lugar acometiole el deseo de probar aquellas suculencias. Abre el morral, pone todo sobre el poyo de un puente, y, cuando va a partir la prueba, salen a la vez cuatro mendigos, pide que pide. ¡Pues no faltaba más!

Enmorrala todo, apresurado; los denuesta furioso; y, como un huracán, toma soleta senda arriba. Llega a un recodo que le parece de encargo para su antojo; saca todo, a las volandas; mas no son, entonces, cuatro: son doce los mendigos que le saltan. ¡Hasta irían a matarle esos infames! Mucho puede el pánico, pero más pudo el hambre: con disimulo guarda todo, con disimulo toma el morralillo, y se escabulle que ni el humo. ¿Qué hacer? Guardarse de caminos reales.

Toma, entonces, un atajo, e internándose por entre las espesuras de un bosque llega a las márgenes de un arroyo. ¡Aquí sí estaba libre de pedigüeños astrosos! Pone sus provisiones sobre el verde césped, muy virgiliano y muy satisfecho, a la sombra deliciosa de unos arrayanes. Va a escanciar la copa, y, ¡oh negra estrella! Un pordiosero, todo harapos y fatiga, surge como brotado de la tierra. Con voces lastimeras implórale un bocado; échalo el hombre enhoramala; guarda de nuevo aquellas provisiones que parecen maldecidas, y trata de escaparse. Pero el pordiosero se le interpone y se le va transfigurando, hasta convertirse en un hombre delgado, melancólico, de túnica nevada, el rostro como cera, los ojos como uvas moscateles, como trigal maduro la barba y los cabellos. Más que el sol resplandece su cabeza.




II

―¿Me conoces? ―pregunta con una voz de flauta.

―Te conozco ―contesta el hombre muy sereno―. He visto tu retrato en muchas partes.

―¿Y, sabiendo quien soy, y que sufro siempre sed, me despides y me niegas una gota de tu vino?

―Si antes de saber quién fueras te la negué, ¡cuánto más ahora que te conozco!

―Si he obrado mal, muéstrame en qué; o si no, ¿por qué me hieres?

―¿Y tú me lo preguntas? ¿Piensas, acaso, que me tienes muy obligado? A muchos concedes facultades, riquezas, honores, magnificencias… ¡qué sé yo! A mí, ineptitudes, hambre, desprecio, humillación. A los malvados y soberbios los pones en las cumbres; a mí, que soy humilde, que a nadie hago daño, me hundes siempre.

―¿Sabes mi Sermón de la Montaña?[2]

―Sí, aunque lo enredo.

―Ya sabrás, entonces, que en él estás comprendido. ¡Todo es por probarte, hombre!…

―¿Sí? Pues a mí puedes probarme, si ese es tu gusto; pero mi comida y mi vino ¡no los probarás! Y, recogiendo todo con mucha flema, emprende marcha y deja a Jesucristo plantado orillas del arroyo.

Andando, andando, siente música de aguas; pone oído, busca, y da a poco con una gruta escondida, de donde salta un manantial. ¡Aquí sí! Ni Cristo con su peonada de bienaventurados, ni el diablo con sus presidios, ni los genios andariegos del monte darían con esta caverna. ¡Mucho que sí! No bien intenta el yantar sale una viejecita, muy remendada y zurcida. Se apoya en un bordón, y pide por señas, porque el cansancio no la deja articular. Mas de presto se transforma, a su vez; se transforma en un ser etéreo, desvanecido en blancuras y nimbado de estrellas.

―¡No me vengas con figuritas, que conmigo nada sacas! ―exclama el hombre, enronquecido por el enojo―. No te daré un mendrugo. Mucho le enseñaste a tu Hijo… ¡Hasta a hacer milagros! Pero lo que fue justicia y cuentas de división… ¡ni tanto así! Sé que eres la Madre de los Desamparados, pero a mí me borraste de la lista. Sé que cuanto le pidas a tu Hijo te lo concede al punto; mas para mí no has querido pedirle ni una miserable pocilga. No me salgas con que se te ha olvidado porque harto te lo viven recordando mi mujer y mis hijos.

Y, otra vez guardada, plantón y huida.

Indudablemente que era víctima de alguna travesura del Enemigo Malo. Ya le había oído predicar al párroco que el diablo es tal que ha aparentado a veces la figura de Jesucristo. Y esas provisiones estaban, desde luego, bien endiabladas. ¿Y qué? Aunque el vino fuese de los propios lagares del infierno; aunque esa carne fuera del mismo macho cabrío y la hubiese guisado el demonio en persona con sus garras indecentes, había de tener el gusto de engullirse todo, él solo, sin aflojar a nadie una partícula.

Enloquecido por el hambre se tira por ahí en unas piedras, cerca a una roca de donde filtraba apenas un hilillo cristalino. Emprende apresurado, y… ¡lo de siempre! Oye traquidos extraños y quebrazón de cañas, y asoma, ¡Dios le asista!, el grandísimo Espanto. Se le cuadra al frente, augusto y soberano. Trae la armazón muy lustrosa, y muy enhiesta la tiara de pedrería. Pide con la diestra; apóyase con la otra en el asta áurea y maciza de su guadaña, mientras le cuelga atrás y le arrastra, como cascada de sangre, el regio manto de escarlata.

―Acércate y siéntate ―salta el hombre muy solícito, poseido repentinamente de inusitada urbanidad―. Comparte conmigo esta pobreza. Te la ofrezco con toda el alma. De mil amores te ofreciera un banquete espléndido, pero mi situación no es para tanto.

―Gracias mil, amigo mío ―repone su Majestad, no menos urbana y efusiva―. Te pedía por guasa, únicamente. Siéntate tú y come, que yo te acompaño en espíritu.

―¡Siquiera una copita! Es de lo rico.

―¡Gracias tantas! Estoy afiliada a la logia de los temperantes; pero, por atender a tan amable invitación, te aceptaré la copa, de sobremesa.

―¡Pues con tu permiso!

Siéntase mi hombre a comer, que aquello es. ¡Cuidado si sabían guisar en los infiernos! La convidada se recuesta en la peña con gentileza áulica y actitud filosófica.

Nadie ignora que, a más de muy sapiente, es ella grande hablista y académica omníglota.

Cuando el cuarto de cabrito, la mitad de la bota y el pan entero colmaron las lobregueces de aquel estómago, se produjo la autócrata con mucho atildamiento y casticismo.

―Estoy altamente maravillada y profundamente agradecida de tan noble como generosa hospitalidad. Por vez primera, en mi larga y fatigosa existencia, merezco los honores de una cordial acogida. Tanto me odian los hombres, que, por no mirarme de frente y por hacerme la competencia, se truncan ellos mismos la vida, hora por hora, minuto por minuto, mucho antes del tiempo prefijado para mis ineludibles entrevistas. A menudo me les anuncio, a fin de que me acojan cual yo me lo merezco y cumple a seres tan efímeros como las mariposas de los campos. A menudo me les acerco, dulce, sosegada, henchida de promesas, mostrándoles los muros luminosos de la Jerusalem celeste.[3] Todos, empero, me reciben torvos y aviesos. Los deudos mismos, si exceptuamos los presuntos herederos, me ponen ceño siniestro de médico vencido. Tú, solo; solo tú, mortal felice, me has recibido como a mi Augusta Majestad le es debido. En verdad te digo que me tienes obligada y que sabré agradecerte tus finezas. Finezas, sí; porque, aunque me temas, ¡harto se me alcanza que no me adulas!

―¿Yo adularte? ¿Y a ti? Pues si por eso me encantas, cabalmente; por eso te quiero y te estimo: porque no eres como otros, porque nunca adulaste al más pintado. Con santos y con malvados, con siervos y soberanos, con potentados y pordioseros, con la juventud y la vejez, con la espuma y la zurrapa, eres igual; eres la misma. Eso se llama justicia, equidad, ciencia distributiva; eso se llama ser gente.

Y, yendo al hilo de agua, lava la copa, la enjuga con una hoja, la escancia hasta los bordes, y se la presenta a su invitada. Toma él la bota y chocan.

―¡Por tu felicidad! ―dice ella.

―Por la tuya, Alteza. Y… ¡hasta verte, Jesús mío![4]

―Qué vino más rico y más extraño ―exclama la Soberana, en apurándolo―. Es un néctar que envidiaran los mismos dioses. En verdad te digo, anfitrión amabilísimo, que si le cato antes, no firmara la temperancia que he firmado. A ver la marca… ¡No la tiene! Es raro. ¡Harto raro! ¡Dijérase extraído de la viña más opima del Paraíso! Pero… ¡quién sabe!… Este vino…




Y se queda suspensa, distraída, ensimismada. Mi hombre, en ascuas, a la vez que en glorias. ¡Valiérale Patetas! ¡Si resultaría que hasta a la Justiciera le estaba alcanzando el embrujamiento! Lo que era él sentíase delicioso, lleno de arrestos, de astucia, de audacia. ¡Si así fuera siempre!

―¿De dónde le hubiste?―le pregunta ella, al cabo.

―¿El vino, Majestad?

―Sí; ¡este vino pérfido, diabólico!…

―No sé, Alteza. Mi mujer manda a comprarlo indistintamente a las bodegas más acreditadas. Hasta hoy nada hemos notado.

―¿Conoces, por acaso, a cierta ama del cura, que se llama Jónica?

―La conozco, Alteza.

―Pues acá, en el seno de nuestra estrecha amistad, debo decirte que esa mujer, ahí donde la ves tan recogida, es una bruja de lo más funesto y urdemales. En el conventículo que se ha formado en las ruinas de un templo de Príapo[5], la he visto, pasada medianoche, con otras de la laya, en zambras libidinosas con el demonio. ¡El poder del infierno es incalculable! No es difícil que la hembra infame ponga filtros infernales en cualquier vino. Solo el de consagrar está libre de hechizos. Después de ese… ni el agua santa de Dios. Mas, sea esto lo que fuere, yo no estoy bajo el dominio de Satanás, por más que me alcancen sus influencias y… vamos a nuestro asunto: pensaba dejarte, como prenda de amistad y galardón por tus favores, unas cuantas talegas de oro amonedado. Pero este vino demoníaco, que alumbra el entendimiento con intuiciones maravillosas, me ha hecho discurrir con el acierto que caso tan inaudito ha menester. Pues bien, amigo mío: si soy la encargada del gran castigo, lo soy asimismo del gran premio; el mayor premio que en lo terrenal puede alcanzarse. Y, pues eres tú el único nacido que supo hacerme justicia a mí, la calumniada, quiero sellar con esta adjudicación la alianza más hermosa que existir pueda entre mi Majestad y el hombre. Acércate.

Y, poniéndole en la sien izquierda la falange extrema del índice, pronuncia muy solemne y ritual:

Tibi, in nomine Dei, Unus et Trinus, maximum hoc proemium, dedico.[6]

Y agrega en castellano:

―¡Allá tú con el Ser Supremo!

No bien quita el imperial hueso, brota en el punto que ha tocado una verruguilla apenas perceptible al tacto.

―Cuando quieras algo ―prosigue la adjudicante― lo tendrás ahí mismo, con solo llevar el dedo indicador a esa excrecencia providente. No pidas salvación para ti ni para nadie; que ni ella se da gratis, ni está en mis atribuciones concedértela. Eso lo tienes que buscar tú mismo, por tu cuenta y razón. Hartos medios tendrás si sabes buscarla. No me pidas, tampoco, resurrección alguna. Los pocos que Cristo y otros han resucitado, sobre hacerles flaquísimo servicio, me los arrancaron a la fuerza. En cuanto a lo demás, no te pares en chiquillas: pide vidas hasta el día del juicio; belleza, salud y juventud hasta entonces; hasta entonces, goces, triunfos, fruiciones. Pide poderíos, imperios, continentes; pide el mundo. Todo lo tendrás. En verdad te digo que la bola te hizo el juego. Si no es por ese vino… ¡Y adiós, que he perdido un tiempo precioso!

Se estrechan, se ciñen, cruje todo el esqueleto; se desligan y su Alteza se va por donde vino.

El hombre torna al pueblo, entrajado que ni un rey. La bota, montada en oro, le cuelga airosa a guisa de escarcela. Cabalga un bucéfalo que el de Alejandro era una rata.[7] Tira a los transeúntes cada moneda, que se matan en la rebatiña. Halla el pueblo en el colmo del pánico. Su mujer y el ama del cura acaban de morir repentinamente, casi a un mismo tiempo.

Pasadas las pompas fúnebres apresta a sus hijos, sacude el polvo de su tierra y la abandona, dejando una estela de oro, de pasmo y de envidia.

Aunque esto aconteció cuando San Juan estaba en su isla[8] y la Magdalena en su espelunca,[9] por ahí anda mi hombre, la bota al cinto, el dedo en la verruga. Por ahí anda triunfante, en perpetua apoteosis. Mientras más liba de la bota inagotable, más grande aparece. Eterno transformista, cambia de accidentes, cambia de escenario; reencarna ya en una forma, ya en la opuesta; pero es el mismo, siempre el mismo.

Unas veces es Tamerlán y otras Saladino[10] unas, Apolonio[11] otras, Mahoma[12] Aquí es Carlos V; acá, Barbarroja; allá, Luis XIV; acullá, Lutero.[13] Ahora es esto, ahora es aquello; y lo que se quiera… y el demonio coronado. Es, en fin, el hombre terrible de cada siglo de nuestra era: es la Soberbia vencedora, desvanecida… Y punto final.

―¿Qué dice de mi historia, la gran Reverencia?

―¡Nada! Solo digo que si estuvieras todavía bajo mi disciplina, te había de aplicar, como a tu héroe, el gran premio de arresto y de ayuno, por estrafalario y ocioso.[14]


[1] Los escritos por Mateo, Marcos y Lucas, semejantes entre sí.

[2] O de las Bienaventuranzas, en el que se afirma que los pobres y los humildes serán por excelencia los habitantes del cielo. Ver Evangelio según San Mateo, 5―7.

[3] Nombre que da san Agustín al cielo.

[4] Palabras pronunciadas por el sacerdote, en el rito de la misa, al beber el vino consagrado.

[5] Hijo de Dionisos y Afrodita, es en la mitología griega el dios de la fecundidad. Se le representa con un enorme miembro viril.

[6] A ti, en nombre de Dios, uno y trino, [dedico] el máximo comienzo.

[7] El más grande conquistador del mundo antiguo (356-338 a. C.), Alejandro fue hijo del rey Filipo II de Macedonia y de la princesa Olimpia. Fue su maestro el filósofo griego Aristóteles y a la edad de 16 años participó en la primera campaña militar. Dos años más tarde vence a los griegos en la batalla de Queronea (338 a. C.), que inicia la serie de guerras que lo llevarán a conquistar una amplia región de Asia y a ser el gobernante indiscutido del Imperio persa. Muere en Babilonia a los 33 años. Su caballo, llamado Bucéfalo, era de color negro azabache y con una estrella blanca en la frente. Cuenta Plutarco (Vidas paralelas) que era el mejor caballo de su tiempo, cuyo brío extraordinario solo pudo ser dominado por su dueño.

[8] Uno de los doce apóstoles y discípulo predilecto de Cristo. Durante su destierra en la isla-cárcel de Patmos, en el mar Egeo, al que fue condenado por Domiciano «a causa del testimonio que daba de Jesús», le fue revelado el libro del Apocalipsis, 1:9.

[9] Dice una de las leyendas que se han tejido sobre Maria Magdalena, que luego de la muerte de Jesús viajó con su hermano Lázaro a Francia, donde por algún tiempo predicó, y cerca ya de la muerte (otra versión afirma que por treinta años) se retiró a una cueva a hacer penitencia.

[10] El primero caudillo mongol (133-1405), conquistador de toda Asia central. De Tamerlán dice Cesare Cantú: «Destrozó y se ciñó las diademas de 27 reyes; recibía un tributo del emperador de Constantinopla, su nombre era recitado en las oraciones en El Cairo. […J daba reglamentos y códigos, fundaba escuelas, atraía a la Corte literatos e historiadores, y escribía él mismo sus propias empresas» (op. cit., libro XIII, parágrafo 157).
Saladino fue sultán de Egipto y gran conquistador (1138-1193), llegó a reinar sobre Nubia, Yemen, Palestina y amplios territorios de Siria. En 1187 se apoderó de Jerusalén, lo cual dio inicio a la tercera cruzada liderada por Ricardo Corazón de León, quien lo derrotó en 1192.

[11] Poeta griego, autor del extenso poema «Argonautas». Fue director de la Biblioteca de Alejandría y murió exiliado en Rodas.

[12] Escribe Cesare Cantú en su Historia universal: «En la tribu de los Coreiscitas, encargada de custodiar la Caaba, nació Mahoma, cuyo nacimiento, como su vida toda, fue acompañado de milagros. Su hermosura, su larga barba, sus vivos y penetrantes ojos, la expresión de su fisonomía y la eficacia de su palabra, facilitaron su nombradía […] a la edad de cuarenta años manifestó […] que se le había aparecido el ángel Gabriel, declarándolo apóstol del Señor […] [y] pronto fueron muchísimos los que proclamaron al profeta de la Arabia […J. [Al expirar] Abraham, Moisés y Cristo lo acogieron con grandes honores en el cielo, donde se oyen continuamente tres voces; la del que lee el Corán, la del que cada mañana pide perdón por sus pecados, y la del gallo gigantesco» (op. cit., libro ix, parágrafo 93).

[13] Hijo de Juana la Loca y Felipe de Austria, Carlos (1500-1558) I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, reinó sobre gran parte de los Países Bajos, el Franco Condado, los reinos de Navarra, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, los países austriacos y, además, sobre las colonias españolas en América y África. Murió a la edad de 58 años, en un convento de Extremadura.
Dos piratas y un emperador responden al nombre de Barbarroja. Los primeros, Horuc y Kair, hermanos y con residencia en Argel, asolaron la costa mediterránea en la primera mitad del siglo XVI; Horuc fue vencido por los españoles en 1518, y Kair, al servicio de Solimán, murió en 1546. El emperador es Federico (1125-1190), gobernante del Imperio Romano Germánico y típico caballero medieval; participó en la segunda y la tercera cruzada contra Saladino.
Hijo y sucesor de Luis XIII y de Ana de Austria, Luis XIV nació en Saint Germain-en-Laye en 1638, y falleció en Versalles en 1715. Símbolo del Estado absoluto, pasó a la historia como el Rey Sol.
En 1517, Martín Lutero (1483-1546) lidera la reforma protestante en Alemania, lo que le valió la excomunión decretada por el papa León X en 1520.

[14] Carrasquilla, Tomás. Cuentos escogidos 1. Notas y glosario de Leticia Bernal Villegas. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia, 2018. Pp. 66-82.