Jaime Siles (España)

Jaime Siles nos adentra en el misterio de la condición humana a través de una poesía que retoma y redescubre los motivos más luminosos de la lírica clásica. Su poesía, depurada, de un cuidado y una belleza ejemplares, nos invita a descansar en la posibilidad de que «nada muere en el verso».

Por Carolina Zamudio

Tragedia de los caballos locos

                                    A Marc Granell

Dentro de los oídos,
                               ametralladamente,
escucho los tendidos galopes de caballos,
                de almifores perdidos
                                                  en la noche.
Levantan polvo y viento,
                                       al golpear el suelo
sus patas encendidas,
                                    al herir el aire
sus crines despeinadas,
                                     al tender como sábanas
sus alientos de fuego.
Lejanos, muy lejanos,
                                  ni la muerte los cubre,
desesperan de furia
                                hundiéndose en el mar
y atravesándolo como delfines vulnerados de tristeza.
Van manchados de espuma
                                            con sudores de sal enamorada,
ganando las distancias
                                     y llegan a otra playa
y al punto ya la dejan,
                                     luego de revolcarse, gimientes,
después de desnudarse las espumas
                                                           y vestirse con arena.
De pronto se detienen. Otra pasión los cerca.
El paso es sosegado
                                  y no obstante inquieto,
los ojos coruscantes, previniendo emboscadas.
El líquido sudor que los cubría
          se ha vuelto de repente escarcha gélida.
Arpegian sus cascos al frenar el suelo que a su pie se desintegra.
Ahora han encontrado de siempre, sí, esperándoles
          las yeguas que los miran.
Ya no existe más furia ni llama que el amor, la dicha de la sangre,
las burbujas amorosas que resoplan
        al tiempo que montan a las hembras.
Y es entonces el trepidar de pífanos, el ruido de cornamusas,
        el musical estrépito
que anuncia de la muerte la llegada.
Todos callan. Los dientes de golpean quedándose
soldados.
               Oscurece. La muerte los empaña, ellos se entregan
y súbito, como en una caracola fenecida, en los oídos escucho
un desplomarse de patas rabiosas, una nueva de polvo levantado por crines,
un cataclismo de huesos que la noche se encarga
          de enviar hacia el olvido.

                                                 (Génesis de la luz, 1969)





Música de agua

El espacio
―debajo del espacio―
es la forma del agua
en Chantilly.

No tú, ni tu memoria.
Sólo el nombre
que tu lenguaje escribe
en tu silencio:

un idioma de agua
más allá de los signos.

                                     (Música de agua, 1983)





Propileo

A ti, idioma de agua derrotado,
a ti, río de tinta detenido,
a ti, signo del signo más borrado,
a ti, lápiz del texto más temido,

a ti, voz de lo siempre más negado,
a ti, lento silencio perseguido,
a ti, este paisaje convocado,
a ti, este edificio sugerido,

a ti, estas columnas levantadas,
a ti, los arquitrabes reflexivos,
a ti, arquivoltas consagradas,

a ti, los arbotantes disyuntivos,
a ti, mar de las sílabas contadas,
esta suma de sones sucesivos

                             (Columnae, 1987)





Semáforos, semáforos

                        a Pedro Laín Entralgo

La falda, los zapatos,
la blusa, la melena.
El cuello, con sus rizos.
El seno, con su almena.

El neón de los cines
en su piel, en sus piernas.
Y, en los leves tobillos,
una luz violeta.

El claxon de los coches
se desangra por ella.
Anuncios luminosos
ven fundirse sus letras.

Cuánta coma de rímel
bajo sus cejas negras
taquigrafía el aire
y el aire es una idea.

El cromo de las motos
gira a cámara lenta.
Destellos, dioramas,
tacones, manos, medias.

Un solo parpadeo
y todo se acelera.
El carmín es un punto
y es un ruido la seda.

La falda, los zapatos,
la blusa, la melena
se han ido con la luz
verde que se la lleva.

En un paso de cebra
la vi y dije: ¡Ella!
y todos los motores
me clavaron su espuela.

El semáforo dijo
hola y adiós. Y era
muy pronto para todo,
muy tarde para verla.

El ámbar me mordía
los ojos y las venas
y la calle tenía
resplandor de pantera.

En qué esquina de yodo
su mirada bucea.
En qué metro de níquel
o burbuja de menta.

Ningún libro me dice
ni quién es ni quién era.
Ni su nombre ni el mío
intercambian fonemas.

Lloran los diccionarios,
lloran las azoteas
y dicto mis mensajes
en una lengua muerta.

He llegado hasta junio
y estoy en las afueras.
La costura del cielo
tiene blondas de niebla.

Las boquitas pintadas
dejan polvo de estrellas
en el borde de un vaso
boreal de ginebra.

Escrito en cuneiforme
el perfil de sus ruedas
los taxis amarillos
tatúan la alameda.

La noche me maquilla
con su breve tormenta
de bares y de hoteles
sonámbulos que tiemblan.

Otoño de terrazas
vacías y de mesas,
de toldos recogidos
y sillas genuflexas.

Los lápices de labios
con la aurora despiertan.
Los espejos los miran
dibujar sus dos letras.

En un paso de cebra
la vi y dije: ¡Ella!
y todos los motores
me clavaron su espuela.

Ésta es la misma calle.
Ésta, la misma acera.
Y la hora, la misma.
Sólo ella no es ella.

La falda, los zapatos,
la blusa, la melena.
El cuello, con sus rizos.
El seno, con su almena.

¿Y la coma de rímel
bajo sus cejas negras?
El aire me grafía
aún su silueta.

Esculpida en el ámbar
de algún paso de cebra
fosforece su piel,
fosforecen sus medias.

            (Semáforos, semáforos, 1990)





Ángulos muertos

I

Vivir al otro lado del poema
y no en la realidad, que es su reflejo.
Cruzar por esas calles
que están al otro lado de la vida.
mirar sus parques y sus plazas
llenas de luz en las mañanas ebrias.
sentir el movimiento de las hojas
dentro de un aire inmóvil, circular.
Ver el destello de las aguas
de un río que discurre sin principio ni fin.
Ignorar lo que sé,
pensar que ya no existo.

II

Vivir la vida del poema,
resbalar por su voz,
por su respiración,
por su saliva.
Sentir la tinta
llegar a su raíz originaria,
escuchar el sonido de sus velas,
oler el perfume de su vegetación,
sumergirse en sus sones,
sus latidos, sus algas,
saber lo que pasó,
lo que no pudo ser,
lo que no ha sido.
Pero saberlo como fue:
libre de los confusos pliegues
del lenguaje, de la cultura,
de las estatuas.
Libre de todo.
Libre, sobre todo, de mí.
Donde no existan
ni signos ni palabras.
Donde no exista nada.
Donde sólo la nada
sea el idioma de Dios.

III

En esa nada pura
donde vive el poema
estar como de tránsito,
de viaje, de fiesta, de visita.
Estar como de paso
como se está en el yo.
Vivir en el poema
el otro lado del poema.
Vivir la vida del poema
en el continuo tránsito del yo.

            (Himnos tardíos, 1999)





LA CUESTIÓN HOMÉRICA: A VUELTAS CON LA ILÍADA

                                                       A Don Martín S. Ruipérez, in memoriam

Delante de mis ojos veo a Aquiles combatiendo.
Mirmídones y dólopes no se quedan atrás:
avanzan con todo su pesado armamento, mientras
Héctor y los troyanos cierran filas en frente
y las flechas de ambos se cruzan en el aire
como enjambres de abejas
y las lanzas de bronce brillan bajo el intenso sol.
Tengo dieciséis años y leo en griego
los versos de la Ilíada que ignoro entonces
cuánto y de cuántas formas me van a acompañar.
Cóncavas naves navegan por mi mente.
Catálogos de armas y guerreros también.
Se me va haciendo familiar su estilo:
tanto el de ellos como el de las palabras
que cada hexámetro, bajo la luz del flexo,
extiende sobre mí. Quiero que los aqueos
venzan y los troyanos pierdan, o al revés.
Me gustan los parlamentos de los dioses.
Admiro la belleza de Helena, que imagino,
los recursos de Ulises, la humanidad de Héctor,
los consejos de Hipóloco a Glauco y cómo
las generaciones de los hombres
-como las de las hojas- están destinadas a caer.
Todo está dicho –muy bien dicho- allí.
Cada composición tiene estructura,
cada ser humano es un relato, cada héroe
es una canción. Leo cómo los dos ejércitos
se mueven, cómo va sucediendo todo
lo que en la caída de Troya sucedió.
Tengo sesenta y cinco años y leo a Homero
en griego y ya no soy aquel ni el mismo
muchacho que hace cincuenta años lo leyó.
El texto no ha cambiado y sigue siendo el mismo.
Delante de mis ojos Aquiles sigue
combatiendo. Los mirmídones y los dólopes
no se quedan atrás: avanzan con todo su pesado
armamento, mientras frente a ellos cierran filas
Héctor y los troyanos y las flechas de ambos
se cruzan en el aire como enjambres de abejas
y las lanzas de bronce brillan bajo el intenso sol.
La familia de Príamo contempla cómo se desarrollan
los combates y las cóncavas naves varadas en la playa
y las tiendas del campamento aqueo y a Menelao
y Agamenón. Soy yo, y no ellos, el que cambia.
Soy yo el que, al no formar parte de la Ilíada,
está de antemano condenado a morir. Navego
por la página como el sol por sus rutas
y voy viendo cadáveres cerca o en torno a mí
y no son de troyanos ni de aqueos ni de dólopes:
son de padres, familiares, compañeros y amigos.
Nada muere en el verso: el ritmo del hexámetro
con su ámbar protege el tiempo que no acaba
nunca de suceder, pero el nuestro termina.
No: no mueren los héroes de La Ilíada
sino nosotros, sus lectores, que, a diferencia de ellos
somos lo que somos pero sólo una vez.
Sólo como ficción el ser perdura. Pero nuestra epopeya
no es el combate en las playas de Troya
sino otro más humilde, condenado
a un oscuro y anónimo morir. Por eso mismo
siguen teniendo su sentido Héctor y Aquiles,
Patroclo, Príamo, Helena, Agamenón.
Ellos ni morirán ni han muerto. Pero nosotros sí.

            (Galería de rara antigüedad, 2018)





Soneto

            A María Victoria Atencia

Como en el cielo un fuego fosforece
y en eco va la luz de rama en rama
y su oro incendia la retama
y en los trigos se extiende y no perece.

Como el dolor a veces también crece.
Como el amor a veces se derrama.
Como el mar embravecido brama.
Como la noche todo entenebrece.

Así también yo mismo en las orillas
finales de mi vida, casi inerte,
te miro, te suplico para verte,

alta sombra que todavía brillas,
en las breves arenas amarillas
¡Oh Ser, oh Ser, oh Ser para la muerte!

      (Inédito)


Jaime Siles (Valencia, 1951). Doctor en Filología Clásica por la Universidad de Salamanca. Becado por la Fundación Juan March, amplió estudios en la Universidad de Tübingen bajo la dirección de Antonio Tovar. Posteriormente trabajó como investigador contratado en el Departamento de Lingüística de la Universidad de Colonia, donde colaboró con Jürgen Untermann en la redacción de los Monumenta Linguarum Hispanicarum. De 1976 a 1980 fue profesor de Filología Latina en la Universidad de Salamanca; de 1980 a 1982, por oposición, en la de Alcalá de Henares. En 1983 obtuvo la cátedra de Filología Latina de la Universidad de La Laguna (Tenerife). Ese mismo año fue nombrado Director del Instituto Español de Cultura en Viena y Agregado Cultural en la Embajada de España en Austria, donde cesó – a petición propia – en noviembre de 1990. Catedrático Honorario de la Universidad de Viena (1984 – 1986); Gastprofessor de la Universidad de Graz (1985); Gastprofessor de la Universidad de Salzburg (1986); Visiting Professor de la Universidad de Madison-Wisconsin (1989); Profesor Visitante de la Universidad de Bérgamo (1990); Profesor de la Universidad de Berna (1990 y 1991); Ordentlicher Professor de la Universidad de St. Gallen (1989 – 2002) de cuya Facultad de Ciencias de la Cultura ha sido decano (1997-1998); Profesor Visitante de la de Turín (1996); Profesor Visitante de la Universidad de Ginebra (2000-1 y 2011-12); profesor invitado de l’École Normale Supérieure de Lyon (2011), de l’Université Blaise Pascal de Clermont-Ferrand (2012), de l’Université d’Orléans (2013), de l’Université Marne- La Vallée (2014). Actualmente es Catedrático Emérito de Filología Latina de la Universidad de Valencia. Ha sido secretario de redacción de la «Revista de Occidente», Asesor de Cultura en la Representación Permanente de España ante la Oficina de la Organización de las Naciones Unidas y Presidente de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (2008-2016). En 1973 obtuvo el «Premio Ocnos»; en 1983, el Premio de la Crítica de País Valenciano y el Premio de la Crítica Nacional; en 1989, el «Premio Internacional Loewe de Poesía»; y, en 1998, el I Premio Internacional Generación del 27. En el año 2003 fue distinguido con el Premio Teresa de Ávila y, en 2004, con el Premio bienal de las Letras Valencianas y el Premio Andrés Bello (2017), concedidos los tres al conjunto de su obra. Ha recibido también el Premio Nacional de Poesía José Hierro en 2008, el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Torrevieja también en 2008, el Premio Tiflos en 2009 y el Premio Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma (2018). Premio Extraordinario de Bachillerato (1967), Premio Extraordinario de Licenciatura (1973) y Premio Extraordinario de Doctorado (1976), ha sido distinguido con la Encomienda de la Orden del Mérito Civil (R. D. de 23 de junio de 1990), la Gran Cruz de Honor por servicios prestados a la República de Austria (1991) y con la Medalla de Plata de la Emigración (2003). Académico Numerario de la Real Academia de Cultura Valenciana y de la Academia Hispanoamericana de Buenas Letras, Académico Correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, Académico Correspondiente de la Real Academia de la Historia y Académico Correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Málaga. En 2013 el Ayuntamiento de Valencia lo nombró, por unanimidad de todos los partidos políticos, Hijo Predilecto de la Ciudad. En 2013 también, la Universidad de Clermond-Ferrant lo invistió Doctor honoris causa.


Carolina Zamudio. Periodista, poeta y ensayista. Master en Comunicación Institucional y Asuntos Públicos. Entre sus libros destacan, «La oscuridad de lo que brilla», edición bilingüe español/inglés, (Estados Unidos); «Rituales del azar», edición bilingüe español/francés, (Francia); «La timidez de los árboles», (Colombia); «Vértice», edición bilingüe español/italiano (Italia) y «Las certezas son del sol», (España). Premio Universitarios Siglo XXI del Diario La Nación y Corona al Poeta (Argentina). Creó y dirige la Fundación Esteros y la revista del mismo nombre, además de llevar adelante el Encuentro Esteros.