Alucinación, revuelta y vanguardia: poesía simbolista belga

El escritor Mariano Rolando Andrade nos entrega una cuidadosa y muy atractiva selección de poesía simbolista de Bélgica. Su impecable traducción y su preciso estudio introductorio nos permiten adentrarnos en esta lírica aún poco explorada en nuestro idioma.

Traducción y edición de Mariano Rolando Andrade

Anclada en el norte de Europa en el carrefour de tres grandes culturas dominantes —la francesa, la anglosajona y la germana—, la literatura belga se convirtió a fines del siglo XIX en un instrumento de identidad nacional del reino que declaró su independencia en 1830. También fue la cuna de movimientos poéticos vanguardistas que influyeron luego en el resto del Viejo Continente. De aquella época, al menos tres grandes nombres trascendieron sus fronteras: Maurice Maeterlinck (Premio Nobel de Literatura en 1911), Georges Rodenbach (autor de «Brujas la muerta») y Émile Verhaeren, considerado uno de los padres del futurismo. Junto a ellos, autores menos conocidos fuera de Bélgica, pero no por ello menos originales o talentosos, como Max Elskamp o Charles Van Lerberghe (creador de la «Canción de Eva»), formaron parte de un grupo de poetas y escritores de una enorme vitalidad artística y un permanente intercambio con sus pares, sobre todo en Francia.

Sus órganos de difusión y visibilidad fueron revistas literarias de mayor o menor longevidad con sede en Bruselas y otras ciudades como Lieja, entre ellas «La Jeune Belgique» (La joven Bélgica, 1881-1897), «L’Art Moderne» (El arte moderno, 1881-1914) o «La Wallonie» (Valonia,1886-1892) y «Le Coq rouge» (El gallo rojo, 1895-1897). Esas publicaciones reflejaron el pasaje del parnasianismo al naturalismo y el simbolismo y las tensiones y batallas estéticas, filosóficas y sociales entre sus referentes a lo largo de las últimas dos décadas del siglo XIX, aunque también en el inicio del siglo XX.

«La prueba de que el fin de siglo fue aquí una vanguardia la aporta la recepción de los simbolistas de Bélgica. El brillo del simbolismo franco-belga en las literaturas extranjeras fue excepcional, en el sentido en el que se trata no de una influencia pasiva sino de una recepción que tuvo por efecto estimular la creación literaria en Europa», afirma el crítico y académico Paul Gorceix en la introducción general titulada «Estudio sobre la poética al final del siglo» de su libro «Fin de siècle et symbolisme en Belgique» (1). Allí, Gorceix enumera la extensión de esa influencia a movimientos artísticos de varios países de Europa. Desde los Jeunes-Vienne, entre los que se encontraba Rainer Maria Rilke, al expresionismo alemán y el Portugal de Fernando Pessoa. Kandinsky incluía a Maeterlinck entre los «videntes» a los que se refiere en su búsqueda de lo espiritual, recuerda Gorceix.

En el prefacio de «Les Campagnes hallucinées» y «Les Villes tentaculaires» de Verhaeren, Maurice Pinon indica que la irrupción belga de los últimos años del siglo XIX es «un fenómeno que cambió el curso histórico de la literatura de lengua francesa», ya que a partir de allí ésta ya no se confundiría más con la literatura de Francia y ampliaría sus horizontes (2). Sin dudas una de las grandes originalidades de la poesía belga de fines del siglo XIX proviene del uso tan personal que dieron al idioma francés varios autores de origen flamenco, como los propios Maeterlinck, Verhaeren o Elskamp. Su conocimiento y manejo del francés era excelente, pero la convivencia con el flamenco les permitió desafiar las reglas estrictas del idioma en el que escribían y aventurarse en terreno virgen. «Si Rimbaud y Lautréamont fueron los primeros irregulares, esta evolución iniciada toma un giro más radical entre los simbolistas de 1886 en Bélgica. Fueron unánimes en denunciar su desacuerdo con el sistema normativo de reglas y códigos que les imponía la lengua académica», explica Gorceix.

Aquí entramos en un segundo rasgo distintivo belga, que podríamos denominar como el de la libertad de las periferias frente al control del centro. Bélgica fue tierra hospitalaria para autores cuyos textos desafiaban las normas morales o éticas imperantes en Francia y eran ya sea perseguidos o censurados. Charles Baudelaire publicó en Bruselas los poemas de «Las flores del mal» prohibidos en su país. En imprentas de esa ciudad siempre cosmopolita vieron también la luz dos libros que cambiarían para siempre la literatura francófona y de Francia: «Una temporada en el infierno» de Arthur Rimbaud (en 1873, en la Alliance Typografique de M. -J. Poot et Compagnie) y Los cantos de Maldoror de Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont (1869, Albert Lacroix).
Es más, fueron justamente los poetas de La Jeune Belgique a quienes se puede considerar como «descubridores» de Ducasse. «Los Cantos de Maldoror», más allá de unos ejemplares entregados al autor, nunca llegaron a ponerse en venta hasta 1874, cuando un nuevo librero y editor, J.B. Rozez, recuperó el stock impreso por Lacroix y lo lanzó con un cambio de portada. En 1885 un volumen llegó a manos de Max Waller, por entonces director de la revista, y de inmediato Iwan Gilkin comprendió que se trataba de una obra fuera de lo común. Un extracto de «Maldoror» fue publicado el 5 de octubre de 1885 en el número 10 del quinto año de «La Jeune Belgique». Los poetas belgas lo compartieron poco después con Léon Bloy y otros colegas franceses. El resto forma parte de la historia conocida de la literatura.

Una tercera característica de la poesía belga, particularmente de su movimiento simbolista, fue el extrañamiento y la alucinación, como indica Donald Flanell Friedman en «An Anthology of Belgian Simbolist Poets». «Mientras que el grupo simbolista francés evocaba infinitos paisajes oníricos artificiales, somnolientos, jardines encantados habitados por cisnes, princesas y cosas por el estilo (estas también están presentes en el simbolismo belga, pero en menor extensión), los más potentes de los poetas belgas buscaban los aspectos oníricos de su propio entorno del norte para demostrar la sutil y ambigua influencia de la atmósfera sobre aquellos que la absorben» (3). Ese espacio que los rodea está compuesto por los espectrales canales de Brujas y Gante para Rodenbach, el cosmopolita puerto de Amberes para Elskamp, la arrasadora industrialización urbana y la muerte de la campiña flamenca en Verhaeren. Se ha dicho y repetido que la originalidad proviene de la combinación de lo francófono o latino con lo flamenco o germánico. O es resultado de la permeabilidad de esta frontera cultural, lingüística y geográfica. Este fenómeno tuvo una duración limitada, ya que en el siglo XX, con la recuperación y revalorización de la cultura flamenca, aplastada anteriormente por la élite francófona, los autores del norte de Bélgica comenzaron a escribir en su lengua materna, abandonando el francés.

En la pionera antología «Tres grandes poetas belgas: Rodenbach-Maeterlinck-Verhaeren», publicada en Ciudad de México en 1918 y editada por Enrique González Martínez, éste se formula la pregunta: «¿A qué se debe ese lazo de tristeza íntima que aparece en gran número de escritores belgas que, como dice uno de los más gloriosos del grupo, tejen una corona de pálidas violetas en la frente de Flandes? Max Elskamp, Maeterlinck, Gregorio Le Roy, los de ‘La Joven Bélgica’, tienen esa marca común que los liga y ennoblece» (4). González Martínez evita sin embargo «entrar en la consideración de si existe o no el alma belga», en referencia a aquella definición de Edmond Picard que reivindicó en un artículo publicado en 1897 una identidad nacional basada en el sincretismo cultural (5). «El concepto del ‘alma belga’ sobreentiende una fusión entre los genios latinos y germánicos, entre la lengua francesa y el imaginario flamenco, con referencias al Romanticismo alemán», precisa Martine Renouprez en «Introducción a la literatura belga en lengua francesa» (6).

«Sin el idioma francés que la ha universalizado, tal vez la literatura belga estaría lejos de nosotros como todas aquellas que carecen de este vehículo prodigioso», asegura González Martínez. Es cierto que a principios del siglo XX, estos autores difícilmente hubiesen alcanzado una visibilidad tan rápida en Occidente en caso de haber escrito en lengua flamenca. El temprano interés de González Martínez y los mexicanos no es excepcional en América Latina. Ya en 1896 Ruben Darío había decidido incluir a Théodore Hannon en su célebre «Los raros», junto con Paul Verlaine, Lautréamont y Edgar Allan Poe, entre otros. «Si no tiene el renombre de otros como Maeterlinck, es porque se ha quedado en Bruselas, de revistero de fin de año y periodista» (7), justificó Darío en aquel momento, aunque en verdad la obra de Hannon nunca alcanzó la envergadura de los jefes de fila del movimiento.

Esta antología, que incluye a 19 poetas, varios de ellos apenas o jamás traducidos al español, busca reflejar esos rasgos distintivos y presentar una mirada amplia y abarcadora tanto en lo artístico y estético como en lo cronológico y geográfico. Desde Maeterlinck a Elskamp, pasando por Théo Hannon, Verhaeren, Jean Delville y otros, surge con nitidez la identidad de una poesía diferente, anclada a un territorio particular y que navega llena de misterio entre dos universos.

(1) Paul GORCEIX (Editor), Fin de siècle et symbolisme en Belgique, Oeuvres Poétiques, édition établie et précédée d’une étude par Paul Gorceix, Editions Complexe, Bruselas, 1998. pp.75-76
(2) Émile VERHAEREN, Les Campagnes hallucinées – Les Villes tentaculaires, Éditions Gallimard, París, 1982. p.7.
(3) Donald Flanell FRIEDMAN (Editor), An Anthology of Belgian Symbolist Poets, edited and translated by Donald Flanell Friedman, Peter Lang Publishing Inc., Nueva York, 2003. p.2
(4) Enrique GONZÁLEZ MARTÍNEZ, Tres grandes poetas belgas: Rodenbach-Maeterlinck-Verhaeren, Cultura, México DF, 1918. p.6.
(5) Edmond PICARD, L’âme belge, en Revue Encyclopédique, París, 1897. pp. 595-599.
(6) Martine RENOUPREZ, Introducción a la literatura belga en lengua francesa – una aproximación sociológica, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, Cádiz, 2007. p 62.
(7) Rubén DARÍO, Los raros, Tipografía La Vasconia, Buenos Aires, 1896. p.105.





ÉMILE VERHAEREN (1855-1916)

La ciudad

Todos los caminos van hacia la ciudad.

Del fondo de las brumas,
con todos sus pisos en viaje
hasta el cielo, hacia los más altos pisos,
como de un sueño, ella se exhuma.

Allí,
Son los puentes trenzados de hierro,
lanzados, a saltos, a través del aire.
Son los bloques y columnas
que decoran Esfinges y Gorgonas.
Son las torres sobre los suburbios,
son los millones de techos
que alzan al cielo sus ángulos rectos.
Es la ciudad tentacular,
de pie,
al final de las planicies y las fincas.

Las claridades rojas
que se mueven
sobre los postes y los grandes mástiles,
incluso a mediodía, arden aún
como huevos púrpura y oro.
El alto sol no se ve:
boca de luz, cerrada
por el carbón y el humo.

Un río de nafta y brea
golpea los rompeolas de piedra y los pontones de madera.
Los crudos silbidos de los navíos que pasan
aúllan de miedo en la niebla:
un fanal verde es su mirada
hacia el océano y las distancias.

Los muelles suenan con los choques de pesados furgones.
Los volquetes rechinan como bisagras.
Las plumas de hierro hacen caer cubos de sombra
y los deslizan de repente en sótanos de fuego.
Los puentes que se abren por la mitad,
entre los frondosos mástiles alzan sombrías horcas
y letras de cobre inscriben el universo,
inmensamente, a través de
los techos, las cornisas y las murallas,
cara a cara, como en batalla.

Y todo por allí pasan caballos y ruedas,
corren los trenes, vuela el esfuerzo,
hasta las estaciones, erigiendo, como proas
inmóviles, de miles en miles, un frontón de oro.
Los rieles ramificados descienden bajo tierra
como en pozos y cráteres
para reaparecer a lo lejos en redes claras de relámpagos
en el estruendo y la polvareda.
Es la ciudad tentacular.

La calle —y sus remolinos como cables
anudados alrededor de monumentos—
huye y regresa en largos enlazamientos.
Y sus inextricables multitudes,
las manos locas, los pasos febriles,
el odio en los ojos,
atrapan con los dientes el tiempo que se les adelanta.
Al alba, por la tarde, la noche,
en la prisa, el tumulto, el ruido,
arrojan hacia al azar la áspera simiente
de su duro trabajo que la hora se lleva.
Y las tiendas lúgubres y negras
y las oficinas turbias y falsas
y los bancos golpean las puertas
a las ráfagas de viento de la demencia.

A lo largo del río, una tenue luz,
borrosa y pesada, como un harapo que arde,
de farol en farol retrocede.
La vida, con los ríos de alcohol es fermentada.
Los bares abren sobre las aceras
sus tabernáculos de espejos
donde se contemplan la ebriedad y la batalla.
Una ciega se apoya en la muralla
y vende luz, en cajas de un centavo.
La perdición y el robo se aparean en su agujero.
La bruma inmensa y rojiza
a veces hasta el mar lejos retrocede y se recoge
y es entonces como un gran grito arrojado
hacia el sol y su claridad:
plazas, bazares, estaciones, mercados,
exacerban tan fuerte su vasta turbulencia
que los moribundos buscan en vano el momento de silencio
que necesitan los ojos para cerrarse.

Tal el día —sin embargo, cuando las tardes
esculpen el firmamento, con sus martillos de ébano,
la ciudad a lo lejos se extiende y domina la llanura
como una nocturna y colosal esperanza.
Ella surge: deseo, esplendor, obsesión.
Su claridad se proyecta en destellos hasta los cielos,
su incalculable gas en arbustos de oro se atiza,
sus rieles son caminos audaces
hacia la falaz felicidad
que la fortuna y la fuerza acompañan.
Sus muros se perfilan parecidos a un ejército
y lo que viene de ella aún de bruma y humo
llega en claros llamados hacia las campos.

Es la ciudad tentacular,
el pulpo ardiente y el osario
y la carcasa solemne.

Y los caminos de aquí se van al infinito
hacia ella.

La ville

Tous les chemins vont vers la ville.

Du fond des brumes,
Avec tous ses étages en voyage
Jusques au ciel, vers de plus hauts étages,
Comme d’un rêve, elle s’exhume.

Là-bas,
Ce sont des ponts tressés en fer,
lancés, par bonds, à travers l’air;
Ce sont des blocs et des colonnes
Que décorent Sphinx et Gorgones;
Ce sont des tours sur des faubourgs,
Ce sont des millions de toits
Dressant au ciel leurs angles droits;
C’est la ville tentaculaire,
Debout,
Au bout des plaines et des domaines.

Des clartés rouges
Qui bougent
Sur des poteaux et des grands mâts,
Même à midi, brûlent encor
Comme des œufs de pourpre et d’or,
Le haut soleil ne se voit pas:
Bouche de lumière, fermée
Par le charbon et la fumée.

Un fleuve de naphte et de poix
Bat les môles de pierre et les pontons de bois;
Les sifflets crus des navires qui passent
Hurlent de peur dans le brouillard :
Un fanal vert est leur regard
Vers l’océan et les espaces.

Des quais sonnent aux chocs de lourds fourgons;
Des tombereaux grincent comme des gonds;
Des balances de fer font choir des cubes d’ombre
Et les glissent soudain en des sous-sols de feu;
Des ponts s’ouvrant par le milieu,
Entre les mâts touffus dressent des gibets sombres
Et des lettres de cuivre inscrivent l’univers,
Immensément, par à travers
Les toits, les corniches et les murailles,
Face à face, comme en bataille.

Et tout là-bas, passent chevaux et roues,
Filent les trains, vole l’effort,
Jusqu’aux gares, dressant, telles des proues
Immobiles, de mille en mille, un fronton d’or.
Des rails ramifiés y descendent sous terre
Comme en des puits et des cratères
Pour reparaître au loin en réseaux clairs d’éclairs
Dans le vacarme et la poussière.
C’est la ville tentaculaire.

La rue —et ses remous comme des câbles
Noués autour des monuments—
Fuit et revient en longs enlacements;
Et ses foules inextricables,
Les mains folles, les pas fiévreux,
La haine aux yeux,
Happent des dents le temps qui les devance.
A l’aube, au soir, la nuit,
Dans la hâte, le tumulte, le bruit,
Elles jettent vers le hasard l’âpre semence
De leur labeur que l’heure emporte.
Et les comptoirs mornes et noirs
Et les bureaux louches et faux
Et les banques battent des portes
Aux coups de vent de la démence.

Le long du fleuve, une lumière ouatée,
Trouble et lourde, comme un haillon qui brûle,
De réverbère en réverbère se recule.
La vie, avec des flots d’alcool est fermentée.
Les bars ouvrent sur les trottoirs
Leurs tabernacles de miroirs
Où se mirent l’ivresse et la bataille;
Une aveugle s’appuie à la muraille
Et vend de la lumière, en des boîtes d’un sou;
La débauche et le vol s’accouplent en leur trou;
La brume immense et rousse
Parfois jusqu’à la mer loin recule et se retrousse
Et c’est alors comme un grand cri jeté
Vers le soleil et sa clarté:
Places, bazars, gares, marchés,
Exaspèrent si fort leur vaste turbulence
Que les mourants cherchent en vain le moment de silence
Qu’il faut aux yeux pour se fermer.

Telle, le jour — pourtant, lorsque les soirs
Sculptent le firmament, de leurs marteaux d’ébène,
La ville au loin s’étale et domine la plaine
Comme un nocturne et colossal espoir;
Elle surgit: désir, splendeur, hantise;
Sa clarté se projette en lueurs jusqu’aux cieux,
Son gaz myriadaire en buissons d’or s’attise,
Ses rails sont des chemins audacieux
Vers le bonheur fallacieux
Que la fortune et la force accompagnent;
Ses murs se dessinent pareils à une armée
Et ce qui vient d’elle encore de brume et de fumée
Arrive en appels clairs vers les campagnes.

C’est la ville tentaculaire,
La pieuvre ardente et l’ossuaire
Et la carcasse solennelle.

Et les chemins d’ici s’en vont à l’infini
Vers elle.





Canción del loco

Podrán gritar cuanto quieran contra la tierra,
la boca en la fosa,
jamás ninguno de los difuntos
responderá a sus amargos clamores.

Están bien muertos, los muertos,
aquellos que antaño hicieron fecundo el campo.
Forman ahora la inmensa acumulación de muertos
que se pudren, en los cuatro rincones del mundo,
los muertos.

Entonces
los campos eran dueños de las ciudades
el mismo espíritu servil
sometía por doquier las frentes y las espaldas,
y nadie podía ver aún
erigidos, en el fondo de la noche,
los brazos azorados y formidables de las máquinas.

Podrán gritar cuanto quieran contra la tierra,
la boca en la fosa:
aquellos que antaño eran los difuntos
son hoy en día, hasta el fondo de la tierra,
los muertos.

Chanson de fou

Vous aurez beau crier contre la terre,
La bouche dans le fossé,
Jamais aucun des trépassés
Ne répondra à vos clameurs amères.

Ils sont bien morts, les morts,
Ceux qui firent jadis la campagne féconde;
Ils font l’immense entassement de morts
Qui pourrissent, aux quatre coins du monde,
Les morts.

Alors
Les champs étaient maîtres des villes
Le même esprit servile
Ployait partout les fronts et les échines,
Et nul encor ne pouvait voir
Dressés, au fond du soir,
Les bras hagards et formidables des machines.

Vous aurez beau crier contre la terre,
La bouche dans le fossé :
Ceux qui jadis étaient les trépassés
Sont aujourd’hui, jusqu’au fond de la terre,
Les morts.

Extraídos de Émile VERHAEREN, «Les Campagnes hallucinées», Edmond Deman, Bruselas, 1893.





Las fábricas

Mirándose con los ojos quebrados de sus ventanas
y reflejándose en el agua con brea y salitre
de un canal recto, trazando su límite al infinito,
frente a frente, a lo largo de los muelles de sombra y noche,
a través de los suburbios agobiantes
y la miseria en andrajos de esos suburbios,
roncan horriblemente usinas y fábricas.

Rectángulos de granito y monumentos de ladrillos,
y largos muros sombríos que se prolongan por leguas,
inmensamente, por los suburbios;
y sobre sus techos, en la niebla, aguijoneadas
por hierros y pararrayos,
las chimeneas.

Mirándose con sus ojos negros y simétricos,
por los suburbios, en el infinito,
roncan día y noche
las usinas y las fábricas.

¡Oh, los barrios enmohecidos de lluvia y sus calles principales!
Y las mujeres y sus andrajos que aparecen
y las plazas, donde surge, en unas caries
de escombros y escorias,
una flora pálida y descompuesta.

En las esquinas, puerta abierta, los bares:
estaños, cobres, espejos ajados,
estanterías de ébano y frascos locos
desde donde resplandecen el alcohol
y su destello hacia las aceras.
Y pintas que de repente refulgen
sobre el mostrador, en pirámides de coronas;
y personas borrachas, de pie,
cuya largas lenguas lamen, sin frases,
las ales de oro y el whisky color topacio.

A través de los suburbios agobiantes
y la miseria en lágrimas de esos suburbios,
y los turbios y lúgubres vecindarios,
y los odios que se entrecruzan de personas en personas
y de parejas en parejas,
y el robo incluso entre indigentes,
retumban, al final de los patios, siempre,
los jadeantes ronquidos sordos
de las usinas y las fábricas simétricas.

Aquí, bajo grandes techos donde centellea el vidrio,
el vapor se condensa en fuerza prisionera:
mandíbulas de acero muerden y humean;
grandes martillos monumentales
trituran bloques de oro sobre yunques,
y, en un rincón, se iluminan las fundiciones
en hogueras arqueadas y frenéticas que son domadas.

Allá, los dedos meticulosos de los oficios prestos,
con ruidos pequeños, con minúsculos gestos,
tejen telas con hilos que vibran
ligeros y delgados como fibras.
Cintas de cuero transversales
corren de un extremo a otro de las salas
y los volantes grandes y violentos
giran, parecidos a las aspas al viento
de los locos molinos, bajo las ráfagas.
Un día de encierro avaro y chato
roza, a través de los vidrios engrasados
y húmedos de un tragaluz,
cada labor.
Automáticos y minuciosos,
obreros silenciosos
ajustan el movimiento
de universal tictacamiento
que fermenta de fiebre y locura
y hace trizas, con sus dientes de obstinación,
la palabra humana abolida.

Más lejos, un estruendoso alboroto de impactos
asciende de la sombra y se erige por bloques;
y, repentinamente, quebrando el impulso de las violencias,
muros de ruido parecen caer
y acallarse, en un charco de silencio,
mientras que los exacerbados llamados
de los crudos silbatos y las señales
continúan aullando hacia las lámparas,
alzando sus salvajes fulgores,
en zarzas de oro, hacia las nubes.

Y todo alrededor, al igual que un cinto,
allá, arquitecturas nocturnas:
las dársenas, los puertos, los puentes, los faros
y las estaciones locas de estrépito;
y más lejos aún techos de otras fábricas
y tanques y fundiciones y cocinas
asombrosos de nafta y resinas,
cuyas jaurías de fuego y altos resplandores
muerden a veces el cielo, a fuerza de ladridos e incendios.

A lo largo del viejo canal al infinito,
a través de la inmensidad de la miseria
de los sombríos senderos y los caminos de piedra,
las noches, los días, siempre,
roncan las continuas pulsaciones sordas,
en los suburbios,
de las fábricas y las usinas simétricas.

El alba se enjuga
en sus pañuelos de hollín;
el mediodía y su sol azorado
como un ciego vagan por sus nieblas;
solo, cuando al final de la semana, al atardecer,
la noche se deja en sus tinieblas caer,
el áspero esfuerzo se interrumpe, pero permanece en reposo,
como un martillo sobre un yunque,
y la sombra, a lo lejos, entre las esquinas, parece
una bruma de oro que se enciende.

Les usines

Se regardant avec les yeux cassés de leurs fenêtres
Et se mirant dans l’eau de poix et de salpêtre
D’un canal droit, tirant sa barre à l’infini,
Face à face, le long des quais d’ombre et de nuit,
Par à travers les faubourgs lourds
Et la misère en guenilles de ces faubourgs,
Ronflent terriblement usines et fabriques.

Rectangles de granit et monuments de briques,
Et longs murs noirs durant des lieues,
Immensément, par les banlieues;
Et sur leurs toits, dans le brouillard, aiguillonnées
De fers et de paratonnerres,
Les cheminées.

Se regardant de leurs yeux noirs et symétriques,
Par la banlieue, à l’infini,
Ronflent le jour, la nuit,
Les usines et les fabriques.

Oh les quartiers rouillés de pluie et leurs grand’rues!
Et les femmes et leurs guenilles apparues
Et les squares, où s’ouvre, en des caries
De plâtras blanc et de scories,
Une flore pâle et pourrie.

Aux carrefours, porte ouverte, les bars :
Étains, cuivres, miroirs hagards,
Dressoirs d’ébène et flacons fols
D’où luit l’alcool
Et sa lueur vers les trottoirs.
Et des pintes qui tout à coup rayonnent,
Sur le comptoir, en pyramides de couronnes;
Et des gens soûls, debout,
Dont les larges langues lappent, sans phrases,
Les ales d’or et le whisky, couleur topaze.

Par à travers les faubourgs lourds
Et la misère en pleurs de ces faubourgs,
Et les troubles et mornes voisinages,
Et les haines s’entre-croisant de gens à gens
Et de ménages à ménages,
Et le vol même entre indigents,
Grondent, au fond des cours, toujours,
Les haletants ronflements sourds
Des usines et des fabriques symétriques.

Ici, sous de grands toits où scintille la verre,
La vapeur se condense en force prisonnière :
Des mâchoires d’acier mordent et fument;
De grands marteaux monumentaux
Broient des blocs d’or sur des enclumes,
Et, dans un coin, s’illuminent les fontes
En brasiers tors et effrénés qu’on dompte.

Là-bas, les doigts méticuleux des métiers prestes,
À bruits menus, à petits gestes,
Tissent des draps, avec des fils qui vibrent
Légers et fins comme des fibres.
Des bandes de cuir transversales
Courent de l’un à l’autre bout des salles
Et les volants larges et violents
Tournent, pareils aux ailes dans le vent
Des moulins fous, sous les rafales.
Un jour de cour avare et ras
Frôle, par à travers les carreaux gras
Et humides d’un soupirail,
Chaque travail.
Automatiques et minutieux,
Des ouvriers silencieux
Règlent le mouvement
D’universel tictacquement
Qui fermente de fièvre et de folie
Et déchiquette, avec ses dents d’entêtement,
La parole humaine abolie.

Plus loin, un vacarme tonnant de chocs
Monte de l’ombre et s’érige par blocs;
Et, tout à coup, cassant l’élan des violences,
Des murs de bruit semblent tomber
Et se taire, dans une mare de silence,
Tandis que les appels exacerbés
Des sifflets crus et des signaux
Hurlent toujours vers les fanaux,
Dressant leurs feux sauvages,
En buissons d’or, vers les nuages.

Et tout autour, ainsi qu’une ceinture,
Là-bas, de nocturnes architectures,
Voici les docks, les ports, les ponts, les phares
Et les gares folles de tintamarres;
Et plus lointains encor des toits d’autres usines
Et des cuves et des forges et des cuisines
Formidables de naphte et de résines
Dont les meutes de feu et de lueurs grandies
Mordent parfois le ciel, à coups d’abois et d’incendies.

Au long du vieux canal à l’infini,
Par à travers l’immensité de la misère
Des chemins noirs et des routes de pierre,
Les nuits, les jours, toujours,
Ronflent les continus battements sourds,
Dans les faubourgs,
Des fabriques et des usines symétriques.

L’aube s’essuie
À leurs carrés de suie;
Midi et son soleil hagard
Comme un aveugle, errent par leurs brouillards;
Seul, quand au bout de la semaine, au soir,
La nuit se laisse en ses ténèbres choir,
Le âpre effort s’interrompt, mais demeure en arrêt,
Comme un marteau sur une enclume,
Et l’ombre, au loin, parmi les carrefours, paraît
De la brume d’or qui s’allume.

Extraído de Émile VERHAEREN, «Les Villes tentaculaires», Edmond Deman, Bruselas, 1895.


Émile Verhaeren (1855-1916). Miembro del movimiento simbolista y considerado como uno de los padres del modernismo y el futurismo, Émile Verhaeren fue uno de los grandes poetas belgas de fines del siglo XIX y principios del XX, y ejerció una notable influencia entre sus pares en Europa. Nació y vivió en un país que adoptó con fervor la revolución industrial, fue testigo privilegiado de los profundos cambios que eso produjo y a partir de 1890 se volcó a las cuestiones sociales.
Los poemarios «Les Campagnes hallucinées» (Los campos alucinados, 1893) y «Les Villes tentaculaires» (Las ciudades tentaculares, 1895) forman parte de una trilogía que se completa con la obra de teatro Les Aubes (Las albas), de 1898. La temática y las imágenes de «La ville» y «Les usines», se adelantan en treinta años al universo que Fritz Lang llevaría al cine en 1927 con «Metrópolis» y que otros poetas retomarían a lo largo del siglo XX. En estos versos libres, rebosantes de sonidos y formas geométricas, Verhaeren describe el esplendor del desarrollo tecnológico mecánico y su imparable fuerza y los opone al sufrimiento humano, el horror de la vida cotidiana de las clases obreras en los suburbios y las miserias del «progreso».
«Les Campagnes hallucinées», libro en el que Verhaeren se ocupa además del traumático movimiento de emigración de los campesinos hacia las grandes ciudades, incluye siete poemas titulados «Chanson de Fou», uno de los cuales presentamos aquí, intercalados como visiones fantásticas de la angustia y el horror que significa esa brutal «muerte» de la campaña abandonada.







MAURICE MAETERLINCK (1862-1949)

Invernadero cálido

¡Oh, invernadero en medio de los bosques!
¡Y tus puertas cerradas para siempre!
¡Y todo lo que hay bajo tu cúpula!
¡Y bajo mi alma en tus analogías!

Los pensamientos de una princesa que tiene hambre,
el hastío de un marinero en el desierto,
una música de cobre en las ventanas de los incurables.

¡Ve a las esquinas más tibias!
Parece una mujer desvanecida un día de cosecha;
hay escupitajos en el patio del hospicio;
lejos, pasa un cazador de impulsos, convertido en enfermero.

¡Examina en el claro de luna!
(¡Oh, nada allí está en su lugar!)
Parece una loca ante los jueces,
un buque de guerra a toda vela en un canal,
aves nocturnas sobre lirios,
un tañido fúnebre hacia el mediodía,
(¡Allá bajo esas campanas!)
un refugio de enfermos en el prado,
un olor a éter un día de sol.

¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cuándo tendremos lluvia,
y nieve y viento en el invernadero!

Serre chaude

Ô serre au milieu des forêts!
Et vos portes à jamais closes!
Et tout ce qu’il y a sous votre coupole!
Et sous mon âme en vos analogies!

Les pensées d’une princesse qui a faim,
L’ennui d’un matelot dans le désert,
Une musique de cuivre aux fenêtres des incurables.

Allez aux angles les plus tièdes!
On dirait une femme évanouie un jour de moisson;
Il y a des postillons dans la cour de l’hospice;
Au loin, passe un chasseur d’élans, devenu infirmier.

Examinez au clair de lune!
(Oh rien n’y est à sa place!)
On dirait une folle devant les juges,
Un navire de guerre à pleines voiles sur un canal,
Des oiseaux de nuit sur des lys,
Un glas vers midi,
(Là-bas sous ces cloches!)
Une étape de malades dans la prairie,
Une odeur d’éther un jour de soleil.

Mon Dieu! mon Dieu! quand aurons-nous la pluie,
Et la neige et le vent dans la serre!

Extraído de Maurice MAETERLINCK, «Serres chaudes suivies de Quinze chansons», Paul Lacomblez Éditeur, Bruselas, 1912.





Confesión de poeta

Quiero responder como mejor pueda a las preguntas que me ha formulado. Confieso que me incomodan un poco, porque tocan cosas profundas, confusas y serias sobre las cuales nunca me ha gustado preguntarme directamente, y usted me obliga a descender de este modo a tientas, en túneles peligrosos quizás para mí, y donde la pobre luz que creo aportar corre el fuerte riesgo de vacilar extrañamente en las curvas más negras, bajo no sé qué soplo de las tinieblas.
Es difícil, ya que convergen un poco, responder estricta y separadamente a cada una de las preguntas planteadas sin exponerse a muchas repeticiones. Perdone entonces si, por momentos, las soluciones se enredan un poco más de lo razonable.
Aparte del instinto que me empuja —y se podría decir quizás que el instinto es la idea general por excelencia, pero no formulada, y probablemente informulable—, aparte del instinto que me empuja, no tengo sobre el arte y sus funciones ninguna idea general que tenga derecho de creer mía. Hay allí una de las mazmorras de mi cerebro en la que menos me gusta penetrar, y cuando me aventuro en ella, salgo siempre desanimado y atemorizado por largo tiempo, ante el recuerdo de las proliferaciones no demasiado embrionarias que vislumbré. Hay allí algún misterio probablemente tan irresoluble como el de nuestros destinos, y esperando algo mejor, cierro los ojos con resignación, dejándome ir con los impulsos oscuros de una fuerza interior que quizás nunca conozca.
Me gusta aún menos examinar la cuestión desde un lado más superficial, si se quiere, y extraviarme en los antiguos y bastante estériles territorios de las teorías estéticas. Todos los caminos convergen un poco demasiado hacia los propios e inmemoriales establos de Augías de las literaturas, ubicados en el medio de los bosques sin claros y sin estrellas hasta ahora. En el fondo, tengo del arte una idea tan grande que se confunde con este mar de misterios que llevamos con nosotros. Creo que el arte debe ser al hombre lo que el hombre es a Dios —y quizás a Dios mismo le cuesta, por momentos, darse cuenta del hombre. Pero, considerando el lado menos nocturno de las cosas, me parece que es la única atmósfera en la que un alma puede desarrollarse de manera visible y con normalidad hoy en día, y como lo afirma el admirable Carlyle, «la única forma de heroísmo que nos queda».
No tengo entonces otra estrella aquí más que una pobre pequeña nebulosa interna, infinitamente temblorosa en el fondo de las tinieblas sin fin; pero inextinguible. No sé adónde voy ni quiero saberlo, y está allí, quizás, el estado de ánimo de los mejores de nosotros. Creo que vale más no conocerse demasiado a uno mismo y no envidio a aquellos que se recorren con facilidad. Tengo, antes que nada, un inmenso respeto por todo lo que es inexpresable en un ser, por todo lo que es silencioso en un espíritu, por todo lo que no tiene voz en un alma, y me compadezco del hombre que no tiene tinieblas en su interior.
Usted me pregunta luego de qué forma entiendo mi arte particular. Y, aquí también, habrá que perdonarme múltiples evasiones. Desde el ejemplo un poco falaz de Edgar Poe, parece que muchos artistas quieren persuadirse de que son conscientes, que su arte es premeditado, que han dan dado la vuelta a todo de una vez por todas, que han abarcado de un vistazo definitivo sus campos de experiencia y han visto todos los recursos. Trabajan en medio de un sistema de alambiques multicolores y muy sabios, la iluminación está sensatamente ajustada y el fuego ubicado en una esquina, rodeado de precauciones. Se vanaglorian de poder decir exactamente lo que han querido y adónde van. Pero creo que la consciencia aquí es el indicio de la mentira y de la muerte. Creo que todo lo que no sale de las profundidades más desconocidas y más secretas del hombre no ha brotado de su única fuente legítima. Creo entonces que no es la santa vara de Moises que golpeó la misteriosa roca en los desiertos del alma, sino la vara mala de aquel a quien no hay que nombrar. Comparo la alquimia del cerebro con la alquimia de la noche. Y el curso de las estrellas me parece menos inexplicable que los cursos de los pensamientos. Siempre he comprobado en mí que todas las partes conscientes de mi arte (perdóneme esta expresión demasiado orgullosa, pero la empleo solamente para abreviar) variaron sin cesar y se han inclinado a los diversos soplos de las lecturas y otras influencias, mientras que todas las partes instintivas, todo lo que no había querido, todo de lo cual ignoraba el origen, todo de lo que no me daba cuenta, permanecía inmutable en medio de mis evoluciones. También he observado que a medida que adquiría plena consciencia de algún elemento de mi arte, eso era el infalible indicio de la muerte y próxima eliminación de ese elemento. Se podría decir que una vez demasiado consciente era parecido a una rama que se marchita tras haber producido su fruto. Existen innumerables ramas así, muertas al pie del árbol, suficientes para hacer una saludable hoguera en la que quisiera quemar las fórmulas, las apariencias y los procedimientos. Me parece que esos progresos de la consciencia que ascienden lentamente como una vida, dejando la muerte detrás, solo tienen interés, y solo deben ser acelerados, a través de todas esas muertes sucesivas, porque, con las primeras ramas desaparecidas, otras, desconocidas e insospechadas hasta entonces, brotan inmediatamente, verdes y fecundas en tanto permanezcan en la sombra, para marchitarse a su turno cuando la claridad las gane, y así sucesivamente, hasta la cima de los follajes, que espero solo percibir del otro lado del sepulcro.
Solo podría entonces hablarle de cosas muertas de las cuales más vale no agitar el silencio. Y en cuanto a lo que hay sobre ellas, tendría miedo aquí del sonido de mi propia voz. Hay en nuestra alma una habitación de Barba Azul que no se debe abrir. Hoy usted me coloca una llave de oro en la mano. Pero tiemblo ante la puerta, y sé que esta llave caerá sobre sangre si desobedezco la misteriosa orden. Hay en nuestra alma un mar interior, un aterrador y verdadero mare tenebrarum en donde azotan las extrañas tempestades de lo inarticulado y lo inexpresable, y eso que alcanzamos a emitir alumbra a veces algún reflejo de estrella en la ebullición de las sombrías olas. ¿Es de esas únicas aguas mudas que regamos las tierras muertas del arte? No lo sé. Pero me parece que sentimos su volumen aumentar en nosotros a medida que avanzamos en la vida, bajo todas las fuentes de la noche que nos rodean, hasta que, quizás, asciendan a nuestra garganta, y nos impongan lo que debe ser la sabiduría suprema, el silencio que a partir de ahora conoce su reino.
Y es así que escucho, con una atención y un recogimiento cada vez más profundos, todas las voces indistintas del hombre. Me siento atraído, primero que nada, por los gestos inconscientes del ser, que pasan sus luminosas manos a través de los huecos de este recinto de artificio en el que estamos encerrados. Quisiera estudiar todo lo que no está formulado en una existencia, todo lo que no tiene expresión en la muerte o en la vida, todo lo que busca una voz en un corazón. Quisiera inclinarme sobre el instinto, en su sentido de luz; sobre los presentimientos; sobre las facultades y las nociones inexplicadas, descuidadas o apagadas; sobre los móviles irracionales; sobre las maravillas de la muerte; sobre los misterios del sueño, donde a pesar de la influencia demasiado fuerte de los recuerdos diurnos, se nos permite entrever, por momentos, un destello del ser enigmático, real y primitivo; sobre todas las potencias desconocidas de nuestra alma; sobre todos los momentos en los que el hombre escapa de su propia guardia; sobre los secretos de la infancia, tan extrañamente espiritualista con su creencia en lo sobrenatural, y tan inquietante con sus sueños de terror espontáneo, ¡como si realmente viniésemos de una fuente de espanto! Quisiera acechar así, con paciencia, las llamas del ser original, a través de todas las grietas de ese tenebroso sistema de engaño y decepción en medio del cual estamos condenados a morir. Pero me es imposible explicar todo esto hoy. No salí de los limbos, y ando a tientas aún, como un niño, en las encrucijadas novatas de la infancia.
Usted completará mi pensamiento mejor de lo que yo podría hacerlo, como lo ha hecho tan a menudo. Es nuestra esperanza, esta presencia atenta, y es uno de nuestros más santos placeres.

Confession de poète

Je veux répondre de mon mieux aux questions que vous m’avez posées. J’avoue qu’elles m’embarrassent un peu, car elles touchent à des choses profondes, confuses, et graves, sur lesquelles je n’ai jamais aimé à m’interroger directement, et vous m’obligez à descender ainsi à tâtons, en des souterrains peut-être dangereux pour moi, et où la pauvre lumière que je crois y apporter risque fort de vaciller étrangement aux tournants les plus noirs, sous je ne sais quels souffles de ténèbres.
Il est difficile, puisqu’elles confluent un peu, de répondre strictement et séparément à chacune des questions posées, sans s’exposer à maintes redites; pardonnez donc si, par moments, les solutions s’emmêlent un peu plus que de raison.
À part l’instinct qui m’y pousse —et peut-être pourrait-on dire ici que l’instinct est l’idée générale par excellence, mais informulée, et probablement informulable— à part l’instinct qui m’y pousse, je n’ai sur l’art et ses fonctions aucune idée générale que j’ai le droit de croire mienne. C’est là une des oubliettes de mon cerveau où j’aime le moins à pénétrer, et lorsque je m’y aventure, j’en sors toujours découragé et effrayé pour longtemps, au souvenir des pullulations pas trop embryonnaires que j’y ai entrevus. Il y a là quelque mystère probablement aussi insoluble que celui de nos destinées, et en attendant mieux, je ferme les yeux avec résignation, en me laissant aller aux impulsions obscures d’une force intérieure, que je ne connaîtrai peut-être jamais.
J’aime moins encore à examiner la question d’un côté plus extérieur, si l’on veut, et à m’égarer dans les antiques et assez estériles territoires des théories esthétiques; tous les chemins convergent un peu trop vers les mêmes et immémoriales écuries d’Augias des littératures, situées au milieu des forêts sans clairières et sans étoiles jusqu’ici. Au fond, j’ai de l’art une idée si grande quelle se confond avec cette mer de mystères que nous portons en nous. Je pense que l’art doit être à l’homme ce que l’homme est à Dieu; —et peut-être Dieu lui-même a-t-il peine, par moment, à se rendre compte de l’homme. Mais, à considérer le côté moins nocturne des choses, il me semble que c’est l’unique atmosphère où une âme puisse se développer visiblement et normalement aujourd’hui; et, comme l’affirme l’admirable Carlyle, «la seule forme d’héroïsme qui nous reste».
Je n’ai donc d’autre étoile ici, qu’une pauvre petite nébuleuse intérieure, infiniment tremblotante au fond des ténèbres sans fin; mais inextinguible. Je ne sais où je vais ni ne veux le savoir; et c’est là, peut-être, l’état d’âme des meilleurs d’entre nous. Je crois qu’il vaut mieux ne pas trop se connaître soi-même et je n’envie pas ceux qui se parcourent aisément. J’ai, avant tout, un immense respect pour tout ce qui est inexprimable dans un être, pour tout ce qui est silencieux dans un esprit, pour tout ce qui n’a pas de voix dans une âme, et je plains l’homme qui n’a pas de ténèbres en lui.
Vous me demandez ensuite de quelle façon je comprends mon art particulier; et ici aussi, il faudra me pardonner des multiples évasions. Depuis l’exemple un peu fallacieux d’Edgar Poe, il semble que maints artistes tiennent à se persuader qu’ils sont conscients : que leur art est prémédité, qu’ils en ont fait le tour une fois pour toutes, qu’ils ont embrassé d’un coup d’oeil définitif leurs champs d’expériences et en ont vu toutes les ressources. Ils opèrent au milieu d’un système d’alambics multicolores et très savants, l’éclairage est sagement réglé, et le feu est placé dans un coin, entouré de précautions. Ils se font gloire de pouvoir dire exactement ce qu’ils ont voulu et où ils vont; mais je crois que la conscience ici est l’indice du mensonge et de la mort. Je crois que tout ce qui ne sort pas des profondeurs les plus inconnues et les plus secrètes de l’homme, n’a pas jailli de sa seule source légitime. Je crois qu’alors, ce n’est pas la verge sainte de Moïse qui a frappé le rocher mystérieux dans les déserts de l’âme, mais la verge mauvaise de celui qu’il ne faut pas nommer. Je compare l’alchimie du cerveau à l’alchimie de la nuit; et le cours des étoiles me semble moins inexplicable que les cours des pensées. J’ai toujours constaté sur moi-même, que toutes les parties conscients de mon art (pardonnez-moi cette expression trop orgueilleuse, mais je l’emploie uniquement pour abréger) ont varié sans cesse et se sont inclinées aux souffles divers des lectures et des autres influences; tandis que toutes les parties instinctives, tout ce que je n’avais voulu, tout ce dont j’ignorais l’origine, tout ce dont je ne me rendais pas compte, demeurait immuable au milieu des mes évolutions. J’ai remarqué aussi qu’à mesure que j’acquérais la pleine conscience de quelque élément de mon art, c’était l’infaillible indice de la mort et de l’élimination prochaine de cet élément. On pourrait dire que désormais trop conscient, il était semblable à une branche qui se flétrissait après avoir produit son fruit. Il y en a d’innombrables ainsi, mortes au pied de l’arbre; de quoi faire un salutaire feu de joie où je voudrais brûler les formules, les apparences et les procédés. Il me semble que ces progrès de la conscience qui montent lentement comme une vie, en laissant la mort derrière elle, n’offrent d’intérêt, et ne doivent être accélérés, à travers toutes ces morts successives, que parce que, les premières branches disparues, d’autres, inconnues et insoupçonnées jusqu’alors, entrent immédiatement en sève, vertes et fécondes tant qu’elles restent dans l’ombre, pour se faner à leur tout quand la clarté les gagne, et ainsi de suite, jusqu’à la cime des feuillages, que j’espère n’apercevoir que de l’autre côté du tombeau.
Je ne pourrais donc vous parler que de choses mortes dont il vaut mieux ne pas remuer le silence; et quant à ce qu’il y a au-dessus d’elles, j’aurais peur ici, du son de ma propre voix. Il y a dans notre âme, une chambre de Barbe-Bleu, qu’il ne faut pas ouvrir. Aujourd’hui, vous me mettez une clef d’or dans la main; mais je tremble devant la porte, et j sais que cette clef tombera dans le sang si je désobéis à l’ordre mystérieux. Il y a dans notre âme une mer intérieure, une effrayante et véritable mare tenebrarum où sévissent les étrangers tempêtes de l’inarticulé et de l’inexprimable, et ce que nous parvenons à émettre en allume parfois quelque reflet d’étoile dans l’ébullition des vagues sombres. Est-ce de ces uniques eaux muettes que nous arrosons les terres mortes de l’art? Je ne sais; mais il me semble que l’on sent leur volume s’accroître en soi, à mesure qu’on avance dans la vie, sous toutes les sources de la nuit qui nous entourent, jusqu’à ce que, peut-être, elles nous montent à la gorge, et nous imposent, ce qui doit être la sagesse suprême, le silence qui désormais connaît son règne.
Et c’est ainsi que j’écoute, avec une attention et un recueillement de plus en plus profonds, toutes les voix indistinctes de l’homme. Je me sens attiré, avant tout, par les gestes inconscients de l’être, qui passent leurs mains lumineuses à travers les créneaux de cette enceinte d’artifice où nous sommes enfermés. Je voudrais étudier tout ce qui es informulé dans une existence, tout ce qui n’a pas d’expression dans la mort ou dans la vie, tout ce qui cherche une voix dans un coeur. Je voudrais me pencher sur l’instinct, en son sens de lumière, sur les pressentiments, sur les facultés et les notions inexpliquées, négligées ou éteintes, sur les mobiles irraisonnés, sur les merveilles de la mort, sur les mystères du sommeil, où malgré la trop puissante influence des souvenirs diurnes, il nous est donné d’entrevoir, par moments, une leur de l’être énigmatique, réel et primitif; sur toutes les puissances inconnues de notre âme; sur tous les moments où l’homme échappe à sa propre garde; sur les secrets de l’enfance, si étrangement spiritualiste avec sa croyance au surnaturel, et si inquietante avec ses rêves de terreur spontanée, comme si réellement nous venions d’un source d’épouvante! Je voudrais guetter ainsi, patiemment, les flammes de l’être originel, à travers toutes les lézardes de ces ténébreux système de tromperie et de déception au milieu duquel nous sommes condamnés à mourir. Mais il m’est impossible d’expliquer tout cela aujourd’hui; je ne suis pas sorti des limbes, et je tâtonne encore, comme un enfant, aux carrefours bleus de la naissance.
Vous compléterez ma pensée, mieux que je pourrais le faire, comme vous l’avez fait si souvent, c’est notre espoir, cette présence attentive, et c’est une de nos plus saints joies.

Extraído de «L’Art Moderne», Año 10, número 8, Bruselas, febrero de 1890. Respuesta a una encuesta de Edmond Picard también hecha a Émile Verhaeren y Charles Van Lerberghe. Las preguntas eran, entre otras, ¿cómo concibe su arte?, ¿qué es para usted el Arte en general? y ¿qué relación ve entre su arte y el de su vecino?





El cuaderno azul

Escrito alrededor de 1888 pero descubierto entre sus documentos recié en la década de 1950 luego de su muerte, el «Cahier bleu» de Maeterlinck es una reflexión, no siempre racional, de las diferencias, las fracturas y las discrepancias entre lo «latino» y lo «germánico» en el arte en general y la literatura en particular. Maeterlinck incluye en lo germánico a la pintura flamenca (recordemos que él mismo tenía orígenes flamencos, aunque escribía en francés), la filosofía y la literatura alemanas, la poesía y prosa estadounidense (Whitman, Poe), y el teatro isabelino inglés.
Estos escritos contienen una teoría del «germanismo» y manifiestan un supuesto predominio del arte germánico sobre el latino, a partir de la idea de que los pueblos bajo esa esfera se mantuvieron al margen del Renacimiento y conservaron sus raíces con la Edad Media, y por lo tanto con lo intuitivo y espiritual del ser humano. La Primera Guerra Mundial y la cruel e inhumana invasión alemana que sufrió su país cambiaron muchas de sus ideas.

Cuaderno azul (extractos)

Todo verso es oscuro en proporción a la inteligencia del poeta. Si lo explica quiere decir que está sorprendido de entenderse, lo que no denuncia gloriosas costumbres. Si es oscuro es que se entiende de inmediato, y se coloca por encima de todos aquellos que no lo entenderán.

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Germanismo.
El germanismo parece el sello del mundo nuevo, como el helenismo y la latinidad eran aquellos más conocidos por Nosotros de los dos antiguos. El germanismo es el nuevo contacto con la sustancia y literalmente una simpatía completa con las cosas. Hasta este siglo, la literatura francesa parece haber vivido de los restos de la latinidad salvo Villon, del cual habría que buscar los orígenes. Actualmente, es toda germánica.

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Para constatar también la pintura, toda germánica o no existente (salvo los primitivos italianos que tienen un contacto especial con la realidad —¿de dónde? ¿por qué?). Las razas latinas, por otra parte, cargan casi solas hoy en día con todo el castigo del Renacimiento, que fue una falsedad, una hipocresía y una apostasía de la verdad, un engaño— y una decepción y un movimiento artificial.

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Los flamencos holandeses cargan en forma parcial con la raíces latinas la pena del «renacimiento» a raíz de su debilidad numérica que favorece su mezcla con esas razas.

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A constatar, la unidad de la poesía inglesa. Y germánica en general. Desde el origen es el mismo tipo de simpatía completa, empezando por las simpatías más simples, para terminar en las más delicadas, como un árbol siempre en la misma tierra que elevaría primero su tronco, luego sus ramas, sus hojas y sus flores (analogía con el jardín inglés), mientras que en Francia son pequeños parterres diferentes, plantados (al azar) de gajos tomados en otros climas, y vegetando a menudo bajo la luz artificial de la galantería.

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En Francia, salvo con raros intervalos, siempre han creído tener que dirigir su alma como un árbol frutal sobre una espaldera. En Inglaterra, lo han dejado crecer, como el gran tilo original y triste de su jardín, teniendo a sus pies el estanque de mármol rojo, parecido a la fuente de arte que lo riega.

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En inglés, muchas cosas parecen venir del jardín. ¿Qué jardines en los versos franceses? Aquellos de Delille, por ejemplo. Curiosos somos de ellos con las formas cuadradas de versos y sus adjetivos y perífrasis que corresponden tan exactamente a los tejos y bojes podados de Le Nôtre.

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Cuando digo jardín, es la vestimenta externa de su arte, como la imagen misma es la vestimenta de mi pensamiento. Pero el origen es su amor ingenuo de la verdad, y su sinceridad.

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Nuestras comuniones con la vida dormitan en nosotros y solo se despiertan con ciertas emociones, como un incendio en un beguinaje o un relámpago en un palomar, ¡y cuántos beguinajes jamas han ardido!

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¡Ah! ¡La comunión con la vida! —vista desde el cordón umbilical, que une a cada hombre con la esencia…

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Para mí es esa la marca del poeta, su musa como diríamos, qué forma de mujer ha creado, o emana de sus obras, incluso cuando no haya hablado de ella, es el núcleo de fuego al cual el paisaje, decorado, pensamientos, se subordinan.

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He ahí, el germano siente aún el bosque, del cual tiene la necesidad urgente que ha transformado en jardín. El galo lo tenía sin dudas también, pero injerto latino, absorbiendo la savia del instinto, y produciendo solo flores acostumbradas a los salones, de una vieja civilización.

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Las razas latinas solo han visto el campo entre las columnatas griegas. ¿Dónde está el latino puro que les da la impresión de una comunión mucosa con mucosa, salvo Villon? Esas columnatas solo han desparecido con el romanticismo —aflujo de sangre germánica.

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El germanismo parece la esencia de la era, y por otra parte existía en Francia, pero debilitado desde el origen por la inevitable influencia latina de la lengua.

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Rimbaut (sic), uno que da una impresión admirable, y aterradora, como de locura, porque es uno que ve realmente, y como por primera vez.

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Pienso que toda alma es sensible a algún reactivo y que el talento está en descubrir el suyo. Pero para el genio, todo es reactivo.

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agregar que sobre las almas latinas la educación clásica ha esparcido una cera que las vuelve insensibles a los ácidos de los objetos, salvo en ciertas líneas reservadas, desde hace mucho tiempo carcomidas.

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Todo artista es un químico espiritual que dispone su alma a las reacciones de las impresiones —sus operaciones corresponden estrictamente a las manipulaciones materiales, o más bien son las mismas, ya que lo real solo existe intelectualmente.

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Los poemas descienden en la historia de combinaciones de acontecimientos a combinaciones de sensaciones y palabras.

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Esos poemas que cruzan como plantas sucesivas en el alma del poeta y alrededor de las cuales se acumula, momentáneamente, todo el calor de su ser.

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El artiste tiene ciertos caprichos, ciertas preferencias, ciertas manías de palabras que constituye lo interno de su manera externa.

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La esencia de un pueblo está en sus relatos fabulosos.

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Hay que vivir, sufrir, ser feliz y morir en la imagen —(Vean la acumulación en los diálogos de Webster donde todos los personajes solo hablan en imágenes y donde extrañamente crean sin cesar detrás de ellos un fondo correspondiente a su atmósfera moral y sus acciones), si no, es como una flor muerta en un libro.

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¡una usina en un bosque virgen, con mecanismos, engranajes, volantes, correas, poleas en los troncos de los árboles!

Cahier blue (extraits)

Tout vers est obscur en proportion de l’intelligence du poète. S’il l’explique c’est quel est étonnée de se comprendre ce qui ne dénonce pas de glorieuses habitudes. S’il est obscur ce quel se comprend immédiatement, et se met au dessus de tous ceux qui ne le comprendront pas.

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Germanisme.
Le Germanisme semble le sceau du monde nouveau, comme l’hellénisme et le Latinisme était celui des deux anciens les mieux connus de Nous. Le Germanisme est le contact nouveau avec la substance et proprement une sympathie complète avec les choses —Jusqu’en ce siècle, la literatura française semble avoir vécu des restes de Latinisme sauf Villon; dont il faudrait rechercher les origines; actuellement elle est tout Germanique.

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À noter aussi la peinture, toute Germanique ou n’existant pas (sauf les primitifs Italien qui ont un contact spécial avec la réalité (d’où? pourquoi?)). Les races latines, d’ailleurs, portent presque seules aujourd’hui, tout le châtiment de la Renaissance qui a été une fausseté, une hypocrisie et une apostasie de la vérité, une tromperie —et une déception et un mouvement artificiel.

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Les Flamands Hollandais portent partiellement avec les races latines la peine de la renaissance à cause de leur faiblesse numérique favorisant leur mélange avec ces races.

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À noter l’unité de la poésie anglaise —et Germanique en général, depuis l’origine c’est la même genre de sympathie complète, commençant par les sympathies les plus simples pour se terminer par les plus subtiles, tel qu’un arbre toujours dans la même terre, qui élèverait d’abord son tronc, ensuite ses branches ses feuilles et ses fleurs, (analogie avec jardin anglais) tandis qu’un France, ce sont de petits parterres divers, plantés (au hasard) de boutures prises en d’autres climats, et végétant trop souvent à la lumière artificielle de la galanterie.

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En France, sauf à de rares intervalles, ils ont toujours cru devoir mener leur âme comme un arbre fruitier sur un espalier; en Angleterre ils l’ont laissé croître, comme le grand tilleul originel et triste, de leur jardin, ayant à ses pieds le bassin de marbre rouge, semblable à la source d’art qui l’arrose—

*

En Anglais, bien des choses semblent venir du jardin —Quels jardins dans les vers Français? Ceux de Delille par exemple— curieux en sommes avec les formes carrées de vers et leurs adjectifs et périphrases qui corresponden si exactement aux ifs et buis taillés de Le Nôtre.

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Quand je dis du jardin, c’est le vêtement extérieur de leur art, comme l’image même est le vêtement de ma pensée, mais l’origine c’est leur amour ingénu de la vérité, et leur sincérité.

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Nos communions avec la vie, sommeillent en nous et ne s’éveillent qu’à certaines émotions, comme un incendie dans un béguinage ou un éclair dans un colombier, et combien de béguinages n’ont jamais brûlé!

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Ah! la communion avec la vie! —vue dès le cordon ombilical, qui rattache chaque homme à l’essence…

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Pour moi c’est là la marque du poète, sa muse comme on dirait, quelle forme de femme a-t-il crée, ou émane de ses oeuvres, alors même qu’il n’en aurait pas parlé c’est le noyau de feu auquel le paysage, décor, pensées se subordonne.

*

Voilà, le Germain sent encore la forêt dont il a le besoin urgent qu’il a transformée en jardin, le Gaulois l’avait sans doute aussi, mais greffe latine, absorbant la sève de l’instinct, et ne produisant que des fleurs habituées aux salons, d’une vieille civilisation—

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Les races latines n’ont jamais vu la campagne qu’entre les colonnades Grecques, où est le latin pur qui vous donne l’impression d’une communion de muqueuse à muqueuse sauf Villon. Ces colonnades n’ont disparu que depuis le romantisme —afflux de sang germanique.

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Le Germanisme semble l’essence de l’ère, et existait d’ailleurs en France, mais affaibli dès l’origine par l’inevitable influence latine de la langue.

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Rimbaut (sic), un qui donne une impression admirable, et effrayante, comme de folie, parce qu’est un qui voit réellement, et comme pour la première fois—

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Je crois que toute âme est sensible à quelque réactif et que le talent est de découvrir le sien; mais au génie, tout est réactif.

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ajouter que sur les âmes latines, l’éducation classique a répandu une cire, qui les rend insensibles aux acides des objets, sauf en certaines lignes réservées, depuis longtemps rongées.

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Tout artiste est un chimiste spirituel disposant son âme aux réactions des impressions — ses opérations correspondent strictement aux manipulations matérielles, ou plutôt sont les mêmes, le réel n’existant qu’intellectuellement.

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Les poèmes descendent dans l’histoire de combinaisons d’évènements à des combinaisons de sensations et de mots.

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Ces poèmes qui croissent comme des plantes successives en l’âme du poète et autour desquelles s’accumule, momentanément, toute la chaleur de son être.

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L’artiste a certains caprices, certaines préférences, certaines manies de mots qui constituent l’interne de sa manière externe.

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L’essence d’un peuple est dans ses récits fabuleux—

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Il faut vivre, souffrir, être heureux et mourir dans l’image —(Voyez l’accumulation dans les dialogues de Webster où tous les personnages ne parlent qu’en images et où étrangement ils créent sans cesse derrière eux un fond correspondant à leur atmosphère morale et à leurs actions) sinon elle est comme un fleur morte dans un livre—

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une usine dans une forêt vierge, avec des mécaniques, des engrenages, des volants, des courroies, des poulies aux troncs des arbres!

Extraído de Paul GORCEIX (Editor), Fin de siècle et symbolisme en Belgique, Oeuvres Poétiques, édition établie et précédée d’une étude par Paul Gorceix, Editions Complexe, Bruselas, 1998.


Maurice Maeterlink (1862-1949). Premio Nobel en 1911, dramaturgo, ensayista y poeta, Maurice Maeterlinck es considerado por muchos como el máximo exponente del teatro simbolista. Nació en 1862 en Gante, donde estudió derecho, y desde muy joven comenzó a colaborar con versos en «La Jeune Belgique». Su primera publicación, el poemario «Serres chaudes» (Invernaderos cálidos), vio la luz en 1889.
Entre sus obras destacan las piezas de teatro «Pelléas et Mélisande» (1892), llevada a la ópera con música de Claude Debussy y libreto del propio Maeterlinck, y «L’Oiseau blue» (El pájaro azul,1909), así como el ensayo «La vie des abeilles» (La vida de las abejas, 1901).
Maeterlinck brilla también por sus reflexiones sobre la poesía, el arte y el proceso creativo, tal como lo demuestra su «Confesión de Poeta», en la que defiende la primacía de la intuición y lo irracional y profundo del ser ante lo superficial o razonado. La sugestión y lo que no es visible son esenciales en su obra.







GEORGES RODENBACH (1855-1898)

Las vidas recluidas (selección)

Las líneas de la mano

I

La mano se enorgullece de su desnuda calma
y de ser rosada y lisa; de por los aires jugar
como un ave burlándose de la espuma del mar;
y de estremecerse con la docilidad de la palma.

La mano exulta; es orgullosa como una rosa
—¡sin pensar que el reverso es una red de marcas!—
y al sol hace relucir sus pulidas uñas largas,
incrustando en la carne un poco de coral rosa.

La mano reina, con aire imperial, porque todo
se realiza a través de ella, por ella todo gira.
Para el nido del placer es una golondrina;
y es la uva de agosto para el vino del gozo.

La mano ríe de ser blanca y rosa, y de alumbrar
como un faro, y de tener aroma a aseada.
Es como si siempre se endomingara
por los anillos de oro que visten al anular.

Pero mientras así se enorgullece la mano
de ser bella, y de convencerse que perfuma,
misteriosos surcos en la palma se incrustan
y comenzarán a ser un laberinto helado.

Vano orgullo, coqueto juego de la mano pava
que ríe con joyas, finas uñas, esmaltes,
en tanto que debajo, con sus hebras al aire,
la Muerte pronta teje ya su tela de araña.

II

Las líneas de la mano, ¡geografía innata!
Son oscuros caminos del infinito venidos,
hebras enredadas de un telar dormido.
¡Ah! ¡El extraño arabesco donde yace el Mañana!

¿Qué hechicera va a leer el conjuro
tan confuso? —¡diríamos tan remoto!—
En la desnuda arena, riachuelos rotos:
nombres en vano en un espejo desmemoriado.

Signos definitivos, ¡aunque no descifrados!
Pálida maraña, caprichosas escrituras
cuyo sentido se evade y huye bajo tachaduras,
y que no ha leído nadie familiar con el arcano.

Secreto perdido del lenguaje de las líneas bellas,
gracias al cual los pastores resolvieron el misterio
de los astros de Caldea en un cielo azul de incienso,
tras haber visto en sus manos líneas paralelas.

Los enfermos en las ventanas

X

La enfermedad alcanza también a las pobres ciudades…

Unas van a declinar de un confuso y suave dolor;
apenas nacieron, pero sus campanas cobardes
son como los accesos de una pequeña tos…

Otras sufren, sin queja, de tener sin tregua sobre ellas
la sombra de un viejo campanario que las cerca.

Otras son simplemente ancianas en el ocaso,
las que son mayores, las de un tiempo pasado,
y cuyas aguas, entre su silencio estancado,
conservan tantos reflejos que las han adornado.

Las hay que antaño abandonó el mar
como un gran amor que se retira de pronto;
y, desde entonces, esas ciudades parecen estar
vivas sin vida, a algún navío pidiendo socorro.

En unas, es como un olor a carcomido;
en otras, es como si siempre hubiese llovido.

Las hay más impedidas que las ancianas,
cuyos muros tienen blanco de ropas anticuadas
y negros de vestidos de viudas solitarias.

Las de muros contrechos, frontones agrietados
tienen en ellas como arrugas de los años.

Las, jóvenes aún, cuyo crecimiento concluye,
las de terrenos desnudos donde no se construye,
el mal secreto de volverse púberes soportan.
Es su sangre que palpita al pulso de las farolas,
y en la torre que engaña a la esperanza del compás,
en la iglesia que permanece vana y sin terminar,
es su propia existencia también la que va a cesar.

Tal ciudad doliente está siempre en novena,
lugar de peregrinaje donde uno signa la frente.
Una declina y muere de una lenta anemia;
otra está pálida para siempre por alguna peste.

Otra es como una paralítica, sin la destreza
ni la dicha de los caminantes en ella.

Unas, su enfermedad es ser presa de las alcotanas,
amputándolas de sus viejos frontones, mutilados
sus ladrillos cuyo rojo está todo ensangrentado.
Otras, su enfermedad es ser presa de las campanas,
y en su calma y su silencio monacal,
el cuadrante del campanario asemeja una tonsura.

Las hay que debilitó un chorro de agua vertical
y que sufren de él como de una dolorosa rozadura…

Epílogo

Aquí toda una vida invisible está recluida:
solo ha dejado ver de ella y de un mudo tormento
aquello que permite ver el agua dormida
en la que la luna se posa con melancolía.

El agua fantasea, brilla y parecería un cielo,
tanto se adorna de estrellas en silencio.
¡Oh, señuelo de ese artificial espejo!
¡Apariencia! ¡Embusteros sosiegos!

Bajo la blanca superficie inmóvil, esta agua
sufre; penas antiguas la hielan y oscurecen.
Imaginen, bajo la hierba, una vieja tumba
y un muerto, mal muerto, que conserva la memoria.

Oh memoria, por la cual hasta los instantes claros
son dolorosos y como ennegrecidos por un fango.
El agua se dora con el cielo, el coro de juncos cotillea;
pero la falta de alegría demasiado tiempo ha durado.

Y esta agua que es mi alma, en vano pacificada,
tiembla de un dolor que se diría un secreto,
voz suprema de una raza que desaparece,
y lamento, en el fondo del agua, de campana ahogada.





Les vies encloses (selection)

Les lignes de la main

I

La main s’enorgueillit de sa nudité calme
Et d’être rose et lisse, et de jouer dans l’air
Comme un oiseau narguant l’écume de la mer
Et de frémir avec des souplesses de palme.

La main exulte; elle est fière comme une rose
—Sans songer que l’envers est un réseau de plis!–
Et fait luire au soleil ses longs ongles polis
Enchâssant dans la chair un peu de corail rose.

La main règne, d’un air impérieux, car tout
Ne s’accomplit que par elle, tout dépend d’elle;
Pour le nid du bonheur, elle est une hirondelle;
Et, pour le vin de joie, elle est le raisin d’août.

La main rit d’être blanche et rose, et qu’elle éclaire
Comme un phare, et qu’elle ait une odeur de sachet;
C’est comme si toujours elle s’endimanchait
À voir les bagues d’or dont se vêt l’annulaire.

Or pendant que la main s’enorgueillit ainsi
D’être belle, et de se convaincre qu’elle embaume,
Les plis mystérieux s’aggravent dans la paume
Et vont commencer d’être un écheveau transi.

Vain orgueil, jeu coquet de la main pavanée
Qui rit de ses bijoux, des ongles fins, des fards;
Cependant qu’en dessous, avec des fils épars,
La Mort tisse déjà sa toile d’araignée.

II

Les lignes de la main, géographie innée!
Ce sont d’obscurs chemins venus de l’infini;
Ce sont les fils brouillés d’un rouet endormi;
Ah! l’arabesque étrange où gît la Destinée!

Quelle magicienne en lira le grimoire
Si confus – on dirait d’il y a si longtemps!
Parmi le sable nu, ruisseaux intermittents;
Noms balafrant en vain un miroir sans mémoire.

Signes définitifs, encore qu’irrésolus!
Pâle embrouillamini, fantasques écritures
Dont le sens se dérobe et fuit sous des ratures,
Et que nul familier du mystère n’a lus.

Secret perdu du langage des lignes belles
Grâce à qui des bergers avaient trouvé le sens
Des astres de Chaldée en un ciel bleu d’encens,
Ayant vu dans leurs mains des lignes parallèles.

Les malades aux fenêtres

X

La maladie atteint aussi les pauvres villes…

Telles vont dépérir d’un mal confus et doux;
À peine elles naissaient; mais leurs cloches débiles
Sont comme les accès d’une petite toux…

D’autres souffrent, sans se plaindre, d’avoir sans trêve
L’ombre d’un vieux beffroi, sur elles, qui les grève.

D’autres sont simplement des vieilles déclinant,
Celles d’un temps fini, celles qui sont âgées,
Et dont les eaux, parmi leur silence stagnant,
Gardent tant de reflets qui les ont imagées.

Il en est que naguère abandonna la mer
Comme un grand amour qui tout à coup se retire;
Et, depuis ce moment, ces villes ont un air
De se survivre, en appelant quelque navire.

Dans telles, c’est comme une odeur de vermoulu;
Dans telles, c’est toujours comme s’il avait plu.

Il en est de plus infirmes que des aïeules,
Dont les murs ont des blancs de linges démodés
Et des noirs de robes de veuves vivant seules.

Celles aux murs perclus, aux pignons lézardés
Ont sur elles comme des rides de vieillesse.

Celles, jeunes encor, dont la croissance cesse,
Celles aux terrains nus où l’on ne bâtit pas,
Souffrent du mal secret de devenir pubères;
C’est leur sang qui palpite au pouls des réverbères;
Et dans la tour qui ment à l’espoir du compas,
Dans l’église qui reste inachevée et vaine,
C’est leur propre existence aussi qui s’interrompt.

Telle ville dolente est toujours en neuvaine,
Lieu de pèlerinage où l’on signe son front.
L’une décline et meurt d’une lente anémie;
L’autre est pâle à jamais de quelque épidémie.

Une autre est comme une paralytique, sans
La souplesse et la joie en elle des passants.

Telles, leur maladie est d’être en proie aux pioches,
Les amputant de leurs vieux pignons, mutilant
Leurs briques dont le rouge est tout sanguinolent;
Telles, leur maladie est d’être en proie aux cloches,
Et, dans leur calme et leur silence monacal,
Le cadran du clocher a l’air d’une tonsure.

Il en est qu’affaiblit un jet d’eau vertical
Et qui souffrent de lui comme d’une blessure…

Epilogue

Ici toute une vie invisible est enclose
Qui n’a laissé voir d’elle et d’un muet tourment
Que ce que laisse voir une eau d’aspect dormant
Où la lune mélancoliquement se pose.

L’eau songe; elle miroite; et l’on dirait un ciel,
Tant elle s’orne d’étoiles silencieuses.
Ô leurre de ce miroir artificiel!
Apparence! Sérénités fallacieuses!

Sous la blanche surface immobile, cette eau
Souffre; d’anciens chagrins la font glacée et noire;
Qu’on imagine, sous de l’herbe, un vieux tombeau
De qui le mort, mal mort, garderait la mémoire.

Ô mémoire, par qui même les clairs instants
Sont douloureux et comme assombris d’une vase;
L’eau se dore de ciel; le chœur des roseaux jase;
Mais le manque de joie a duré trop longtemps.

Et cette eau qu’est mon âme, en vain pacifiée,
Frémit d’une douleur qu’on dirait un secret,
Voix suprême d’une race qui disparaît,
Et plainte, au fond de l’eau, d’une cloche noyée!

Extraído de Georges RODENBACH, «Les vies encloses», Eugène Fasquelle Éditeur, París, 1896.


eorges Rodenbach (1855-1898). Perdido en los laberintos del espíritu fin du siécle, Georges Rodenbach se resiste a ser olvidado. El poeta y novelista belga asoma con una rosa en la mano en el monumento funerario de su tumba del cementerio parisino de Père-Lachaise, una poderosa imagen de esa voluntad.
Rodenbach es conocido sobre todo por su novela «Bruges-la-Morte» (Brujas la muerta), que tiene como personaje principal a la ciudad flamenca y le dio una fama inmediata en el momento de su publicación en 1892. Esta obra maestra del simbolismo se enmarca en una fecunda producción comprimida y que incluye ocho poemarios. Comienza en 1877 con «Le Foyer et les Champs» (El hogar y los campos) y se cierra en vida del autor en 1898 con Le Miroir du ciel natal» (El espejo del cielo natal), al que siguen algunas ediciones póstumas de inéditos.
«Les vies encloses» (Las vidas recluidas), dividido en ocho poemas y publicado en 1896, está inspirado en el ocultismo, el romanticismo alemán y las obras de Baudelaire y Mallarmé.



Mariano Rolando Andrade Buenos Aires, 1973. Escritor, poeta, traductor y periodista. Vive en París y ha publicado la novela Los viajes de Rimbaud (1996), la antología bilingüe Poesía Beat (2017) y el poemario Canciones de los Mares del Sur (2018). Editó Luisa Futoransky: Los años argentinos (2019), primer volumen de la obra completa en verso de la poeta argentina. Fue seleccionado en la antología de poesía Buenos Aires no duerme (1998) y Atlas de la Poesía Argentina (2019) y ganó el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional (RFI) a mejor cuento en lengua francesa (2001). Colabora en diferentes revistas literarias de América Latina y sus poemas han sido publicados en Argentina, México, Colombia, Chile, Venezuela, España, Francia y Marruecos, y traducidos al francés, el italiano y el árabe.