Kawabata es un poeta que cuenta historias. Hace como si las contara, porque su espíritu es tan delicado como contrito, como el de la poesía. Danza y misticismo también se abrazan. Los ritos de ambos, sumados a la nostalgia del pasado destruido por la Segunda Guerra Mundial, son los que hablan.
Por Carolina Zamudio
“La danza japonesa y el ballet se oponen. La tradición del cuerpo y el espíritu japonés no tienen nada que ver con este. Los movimientos de la danza japonesa invitan a ir hacia adentro, mientras que en Occidente se abren hacia afuera. Las sensibilidades son muy diferentes”, dice uno de los personajes de Bailarinas (Maihime, en su idioma original), libro de Yasunari Kawabata editado en 1951 bajo el nombre de Herederos y reeditado recientemente bajo este nuevo título, por primera vez en español y con traducción directa de la lengua original. Probablemente allí esté el corazón de esta novela breve, sutil, melancólica, de hálito etéreo como la obra completa del nobel japonés.
Llegar a la médula de un libro es siempre un acto solitario que requiere de paciencia para obtener su recompensa, como la de un viaje en tren –imagen reiterada en el escenario que se nos ofrece en la obra– cuando se sabe que finalmente se va llegando a casa. O al alma, que es otra versión de la morada de lo vivo y hasta de lo inanimado. Kawabata fue no solo el primer escritor japonés en ganar en 1969 el Premio Nobel de Literatura, sino que su trabajo se impuso a los lectores de Occidente como puerta de acceso a Japón y su cultura, algo que aquí hallamos claramente o con vectores a seguir.
Literatura, artes plásticas, ballet y budismo son algunos de los brazos que sostienen una trama que bien podría describirse como liviana si se tiene en cuenta que lo que importa o queda de ella es el ambiente, la maestría con que el autor justifica una historia que discurre lenta para dejarnos posar la atención en sus desvelos: la soledad, la nostalgia, la juventud y la madurez, todo con una mirada muy particular (la suya, de siempre) sobre la belleza y la presencia omnipresente de los árboles que son un personaje más. Todo ocurre con parsimonia y lo que importa es la música que va detrás, junto a otros signos por develar.
¿Por dónde empezar, entonces? Dos bailarinas, madre e hija, son el modo de hablar sobre las relaciones humanas y sus miserias en el Japón de la posguerra, las frustraciones o el natural reacomodamiento que cualquier país y cultura deben vivir luego de un cimbronazo histórico. Con un estilo depurado y poético, incluso en la traducción, el discurso se encadena lúcido, se reescribe adentrándose tanto en el lenguaje como en las ideas, un método de profundización en las reflexiones, estremecimientos y vivencias, ajustando lo que se dice sin contradicciones, pero sí con la riqueza de las luces y sombras que funcionan como imán para el lector atento. Las sombras, justamente, son las de los árboles, las de las bailarinas, incluso las de cosas simples que indican de ese modo la perspectiva desde donde se nos invita a mirar. Y su complejidad. “Teatro de sombras de enamorados”, se lee, pero también se habla del amor como vínculo y, a la vez, abismo, mientras se refiere que las de los árboles les prestan las suyas a una de las parejas de la historia, como pasa con las rocas o las ramas de los sauces llorones. Las hojas caídas de los lirios, por su parte, son grandes como las de los robles y, finalmente, los árboles “imponen silencio a la amplitud de los jardines, como lo haría un rey anciano”. Es que las arboledas son para Kawabata infranqueables guardianes del tiempo.
La danza es centro como manifestación vital y de emociones, como la vida de esas dos mujeres que, en la considerada madurez de una y en la juventud de la otra, se convierten en principal razón de ser de todo lo dicho y lo omitido. Para el lector, ellas son destino de belleza y desolación, así nos son ofrecidas, como la paradoja de que la tristeza se transforme en un acto de gozo en las épocas ambiguas, como en la que transcurre el hilo narrativo. Nostalgia y hermosura son la misma cara de dos monedas distintas, la que siempre elige el autor, no solo en este libro, en el que habitualmente la falta, la escasez, justifica en nosotros la profundidad. Siempre llegar a lo más simple es el camino más difícil.
“Cuando la tristeza pesa, terminamos aceptando las cosas incomprensibles que reconocemos inevitables”, leemos o “mira obstinadamente lo que juzga bello, precisamente por estar triste”. La nostalgia por lo perdido, por la época que se fue o, en la estatua de un joven inocente, donde también se refleja tristeza. ¿Qué significa exactamente ‘baile’ en este libro, que también nos recuerda a su célebre La bailarina de Izu? Juventud y danza son sinónimos. Y, por contraposición a la sabiduría que, se soslaya, en esa cultura se adquiere con el tiempo, en el ballet es una exaltación de la juventud y su fuerza, lo que trasluce la pena por el tiempo ido. Se dice que la profundidad religiosa de la danza se alcanza con los años: “a diferencia de la danza japonesa, el ballet occidental es propio de la adolescencia y depende de la interpretación”. Y entonces sabemos que, como en un compás con veladuras, estamos ante un momento en que las tradiciones se trastocan y es necesario reconstruir todo. Naturalmente, el humo de la batalla sique allí, pero “como la espuma de la belleza (que) florece en una corriente de guerras”.

Es una belleza austera la de Kawabata. No así sus imágenes, ellas son las que hablan y las que omiten. No hay que entrar al libro con ánimos de efervescencia. Se gana por omisión, por la construcción de un ánimo total, generalmente despojado, pero integral desde la propia sensibilidad. Porque su prosa es en sí sobria, se completa con esas sombras que siempre nos plantea. Como en otros de sus libros, La casa de las bellas durmientes, [1] la presencia de lo erótico sobrevuela. Quizá en este caso también por carencia. Las personas llegan hastiadas al amor, desencantadas con sus pulsiones vitales, como después de una guerra. Lo bello y lo triste, como el título de otro de sus libros.
Kawabata es un poeta que cuenta historias. Hace como si las contara, porque su espíritu es tan delicado como contrito, como el de la poesía. Danza y misticismo también se abrazan. Los ritos de ambos, sumados a la nostalgia del pasado destruido por la Segunda Guerra Mundial, son los que hablan. Como en otras obras del autor, su prosa narra la desdicha de una familia con especial atención en las mujeres de ella y, también, en el mundo búdico. Esta asociación no es casual: es un tiempo de cambios esenciales y lo que comienza a alejarse de la pureza es la vida y la religión. “Cuando los seres humanos piensan suelen apoyar la cabeza sobre la mano izquierda”, dice el autor que uno de sus personajes especula y a lo largo de toda la obra se nos ofrecen distintas posiciones del budismo con su significado espiritual, asociándolo muchas veces a las bailarinas, a sus movimientos de manos. Incluso, en Manos de Buda, una suite que la protagonista rememora haber bailado, que finaliza con ambas manos juntas, una figura definida como la que resume todas las combinaciones de movimientos posibles de los brazos.
Finalmente, lo que nos queda es la decepción por una sociedad que amenaza con romperse como la misma pareja. El país se derrumba, pero aún no los hogares. El marido vive la frustración o “la decadencia previa a la guerra que se siente en la posguerra”. Pero, también la maravilla por lo amado y perdido. Kawabata está siempre obsesionado con las confluencias de las artes y la naturaleza, con la inmovilidad de los seres humanos y la plasticidad de las estatuas, a quienes equipara. Lo estático y lo estético, la desnudez que no se toca, se observa, como en La casa de las bellas durmientes, lo que se capta como en el procedimiento de un haiku: el instante.
[1] La casa de las bellas durmientes: https://delicatessen.uy/single-post/2018/10/30/hay-misterio-en-lo-perdurable-carolina-zamudio/
Yasunari Kawabata. Nació en Osaka en 1899. Huérfano a los tres años, insomne perpetuo, cineasta en su juventud, lector voraz tanto de los clásicos como de los vanguardistas europeos, fue un solitario empedernido. Escribió más de doce mil páginas de novelas, cuentos y artículos, y se convirtió en uno de los escritores japoneses más populares dentro y fuera de su país. Su profunda amistad con el escritor Yukio Mishima, del que fue mentor y difusor, quedó registrada en Correspondencia (1945-1970) (Emecé, 2003). Recibió el premio Nobel de Literatura en 1968. Entre sus obras, muchas de ellas marcadas por la soledad y el erotismo, se destacan Lo bello y lo triste (2001), País de nieve (2003), Mil grullas (2003), El Maestro de Go (2004), Historias en la palma de la mano (2005), La bailarina de Izu (2006), El sonido de la montaña (2006), La pandilla de Asakusa (2007), Kioto (2008), En el lago (2009) y La casa de las bellas durmientes (2011), todas publicadas por Emecé. Kawabata se suicidó a los setenta y dos años.
Carolina Zamudio, Poeta y ensayista. Creó y dirige la Fundación Cultural Esteros, y la revista del mismo nombre. Reside en Montevideo.