Juan Gabriel Vásquez, Profanador de la historia

“El ser humano es el mejor invento de la novela”, dice Vásquez. En este texto exclusivo para la Revista Esteros, un análisis de la obra del autor.

Por Bryan Andrés Mosquera

Juan Gabriel Vásquez es poco categórico: de hecho, defiende lo ambiguo, lo distorsionado. Pero una de sus escasas frases aforísticas, que bien podían figurar en la carátula de cualquiera de sus libros, dice lo siguiente: “el ser humano es el mejor invento de la novela”[1]. Sí, como se lee, la novela inventa al ser humano, no al revés. El escritor bogotano, nacido en 1973, defiende el hecho irremediable de que el Quijote crea un artefacto, una suerte de móvil que permite al ser humano descubrirse, que lo inventa por medio de artimañas que muchas veces parecen engañosas, cuando no certeras.  Y es que lo incierto, lo evanescente, el inagotable problema de la cuestión humana hace de la novela la mejor forma de conocernos; solo las operaciones de Cervantes, dice Vásquez, alcanzan esos terrenos difuminados, pues no buscan izar banderas o predicar la verdad verdadera. Eso hace el escritor: construir las naves mejor equipadas (novelas) que puedan llegar a lugares hasta ahora vedados (la experiencia humana), y descubrir nuevos territorios (Amor, Vida, Miedo, Odio, Fortuna, Envidias, Pasado, Muerte y el más largo de los etcéteras). Ante la vastedad de estos territorios, los escritores, por supuesto, deben escoger los que más llamen su atención. Y allí, hacia esas obsesiones, es que se prevé la llegada de su novela. La fortuna, ya no digamos el tiempo, se encargará de celebrar los aciertos del viaje.

Vásquez, desde luego, ha mandado sus naves. Como lector a bordo, emprenderé el viaje.

La narrativa de Vásquez es extensa, pero sus obsesiones vacilan en lugares sospechados, más bien repetidos. Y es que su propuesta lo requiere: el vasto territorio del Pasado, las implicaciones que tiene la Historia en nuestras vidas, las generaciones que nos anteceden y preceden; todo esto buscan explorar sus novelas. Para mayor profundidad, el viaje del lector no debe empezar por la travesía; todo lo contrario, vale saber cómo construye el escritor su nave, el rigor de su mástil, la resistencia de sus velas. Podemos analizar los planos de construcción en sus ensayos. Buena parte de la ensayística de Vásquez va enfocada a eso; a sistematizar lo que para él es un buena novela, lo que hace que la nave sea resistente y permita hacer el viaje con intensidad pero sin turbulencias. En sus palabras: “El novelista que escribe ensayos (…) es como un naufrago que manda coordenadas: quiere decirles a los demás cómo pueden encontrarlo (o leerlo)”[2]. No es suficiente, entonces, su narrativa. Hay que conocer en qué nos montaremos.

Las novelas, además de inventarnos, operan con el Arte de la distorsión[3]. Dicho arte supone complejidades que a Vásquez parecen seducirlo; los ejemplares abundan, y utiliza uno de los más sonados libros latinoamericanos para explicar en qué consiste. Más que por nacionalismo pueril, Vásquez hace de Cien años de soledad parte de su tradición, la cual no supone empatías patrióticas, sino enseñanzas que saltan a la vista de un escritor que  consideraba ciertos recursos como prohibidos. ¿Qué más prohibido que llenar vagones enteros con muertos, y escribir, por cuestiones de rigor, el nombre exacto del general que decretó la masacre de las bananeras?; Vásquez propone leer la obra magna de García Márquez como un ejemplar de novela histórica, la cual practica a buen servir el Arte de la distorsión. La novela histórica entendida no como ilustración de una situación del pasado, que considera que la verosimilitud descansa en hablar de corpiños, espadas y jardines de ensueño. No. La novela histórica entendida como la entiende Kundera, como una exploración de la dimensión histórica de la existencia humana; de la morales enfrentadas, de los resquicios que nos deja el pasado, de nuevas posibilidades de contrariar lo dicho por la oficialidad, de distorsionar lo que nos han contado. ¿Quién sino Borges destruye las cronologías y revuelve fechas para narrar y traernos algo fresco y más profundo?¿Quién sino Tolstoi fue acusado de malversaciones a la historia, pero nos entregó el retrato más íntimo de las invasiones napoleónicas?¿Quién sino Miguel Torres nos ha heredado el mejor retrato de un Bogotazo más allá de Gaitán y la turba incendiaria?¿Quien sino Faulkner nos ha hecho sentir en carne propia las consecuencias del cambio modernizante?

El Arte de la distorsión no opera por el simple capricho de fastidiar a los empolvados historiadores. De nada vale practicarlo si no busca intimar: los novelistas “devuelven al hecho público su carácter individual, íntimo y relativo”[4]. ¿Acaso no sentimos con mayor desaire el drama de las caucheras al enterarnos del amor jugado de Arturo Cova en La Vorágine? ¿Acaso no nos aterra la dictadura de lo políticamente correcto cuando repetimos las palabras de Coleman Silk en La mancha humana? ¿Acaso no tomamos cierto respiro al saber que K. es condenado, como nosotros, al proceso de la racionalización excesiva de nuestros tiempos?¿Acaso no descubrimos la importancia de las mentiras y el escape de la creación gracias al Brausen de Juan Carlos Onetti? Los ejemplos, por suerte, abundan. La empatía entra a jugar, como fin y medio, en las proyecciones y objetos de la novela. Nada más cierto que al leer novelas pensamos cosas insospechadas, nos hacemos preguntas nunca previstas, volvemos a sentir con menos soledad, y entendemos con mayor profundidad nuestra existencia y la de los otros. Eso busca Vásquez: embarcarnos en la búsqueda de lo íntimo, para narrar y conocer los estragos que experimentan las vidas privadas cuando se ven superadas por los hechos, por la Historia que parece más una aplanadora inevitable, y no ese pasado común y lejano que pasa sin nosotros, como hay veces nos enseñan.

Con el perdón de Juan Gabriel, retomaré su segunda novela, desheredada, expósita y nunca sentada en la mesa oficial de su obra. Pero hay algo en ella que me hace conjeturar (y repito mis disculpas) un interés primigenio en el Vásquez escritor: la figura del padre, no solo como creador de prole, sino como imagen tutelar, como la sombra que nos rebosa. La novela que Vásquez desheredó es Alina suplicante, cuyo tema aborda el resquebrajo progresivo de una familia, hay veces por el padre adúltero, otras veces por el incesto entre Martín y Alina, los hijos. Desde ahí se puede rastrear un tema que atraviesa algunas de sus novelas, y que desarrolla con profundidad en Los Informantes, su segunda novela, pero que también lo sigue reproduciendo en Historia secreta de Costaguana, El ruido de las cosas al caer y La forma de las ruinas. En cada una de éstas novelas, además de preguntarse por  herencias que nunca llegamos a dimensionar del todo (bien sea porque provienen de un Padre, que también puede ser un Pasado), Vásquez despliega el Arte de la distorsión, el arte que intima y llega a esos lugares donde la historiografía aún no asoma –o no puede asomar.

Como adagio personal, ha dicho que escribe con una frase de Faulkner en su escritorio: “El pasado no ha muerto, ni siquiera ha pasado”. Lejos está de ser una frase menor cuando leemos las novelas que sí han sido reconocidas por su señor padre. Los alemanes en Colombia durante la Segunda Guerra Mundial; la separación de Panamá y la longa mano de las potencias entrado el siglo XX; la Bogotá que ha sido presa del terrorismo de los noventa; el magnicidio del General Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliecer Gaitán. Cada uno de estos hechos funge como telón de fondo, y Vásquez, escritor de novelas, crea personajes que se ven envueltos en un pasado que nunca deja de pasarles: Gabriel Santoro, hijo de Gabriel Santoro, escribe un libro indeseable para su padre, cuyo papel dentro de la comunidad alemana nunca estuvo al margen; José Altamarino, como buen rulfiano que no ha leído a Rulfo, va en busca del padre, y hace vida en el Canal más codiciado de su tiempo; Antonio Yammara, en medio de un juego de billar, conoce al hombre que sin culpa lo vuelve testigo y victima del terrorismo, y es Maya Fritts quien le propone un trueque particular: compartir recuerdos para armar la mejor versión del padre que no la vio crecer y del hombre que, años atrás, le torció la vida al billarista; Juan Gabriel Vásquez, personaje de Juan Gabriel Vásquez, entabla una accidentada relación con Carlos Carballo, a quien se le va la vida atando cabos de magnicidios constelados de sospechas, como si los grandes hechos lo atormentaran de forma familiar, casi íntima. Cada uno de estos personajes busca, con mayor o menor fortuna, fabricar su propia historia. Ya lo dijo Ricardo Piglia: “únicamente son mías las cosas cuya historia conozco”[5]. De seguro, si cualquier personaje de Vásquez visitara la casa de otro personaje, esta frase colgaría ya no como adagio de escritorio, sino como epígrafe en la puerta. Con unos tragos de más, seguro, hablarían de sus padres, y ya no tendrían en común la sola obsesión por el pasado, sino también las marcas de lo que les pasó. Y muy entrada la noche, bajo cierta complicidad, cada uno mostraría el libro que ha escrito: sí, porque cada uno quiso escribir su pasado luego de investigarlo.  

Carlos Fuentes, comentando Historia secreta de Costaguana, logra darle al punto: “La vida insuficiente puede ser también la vida heredada”[6]. ¿Qué hacer con el vaso medio vacío?: imaginar la otra parte, es decir, escribirla. La suficiencia se logra con el ejercicio de la escritura, y los personajes de Vásquez lo saben, por eso escriben sus informes, sus memorias, sus relatos y hasta sus propios juicios. Altamarino, personaje de Historia secreta de Costaguana,lo dice mejor ante el jurado que le toca en suerte: “y yo estaría para siempre a salvo de los desastres que los Grandes Momentos pueden imprimir en las Vidas Pequeñas”[7]. Consignar aquellos desastres en los libros, ir hasta las ultimas consecuencias de la memorias íntimas, darle prelación a nuestra vida con respecto a los Grandes Momentos, así estemos en desventaja al no contar con Academias, Estados, ni Instituciones; nuestro único recurso es la creación, o mejor: la novela. De manera que cada personaje de Vásquez, en mayor o menor medida, vive el proceso creativo, y eso lo vemos al principio o al final de sus novelas: “Es su historia, en parte, lo que quiero contar”[8], dice el personaje Vásquez en La forma de las ruinas;  “Y es así que se ha puesto en marcha este relato”[9], dice Yammara, luego de seguir la caza de los hipopótamos extraviados que le hacen recordar a cierto personaje; “Cerré el cuaderno, como si me supiera este libro de memoria, y empecé a escribir sobre el corazón enfermo de mi padre”[10], confiesa Santoro, y concluye su libro con la escena en que empezó a escribirlo. Más que un recurso narrativo, hace parte de la ambigüedad quijotesca, del juego de  perspectivas que funda el Quijote.

En sus días más osados, Vásquez sostiene que Las meninas, la pintura de Diego de Velásquez, es una novela. Que se comporta como una novela porque la forma en que ve al mundo es novelísticas: un pintor que se pinta pintando mientras lo vemos pintarnos. Quien conozca la obra de Velásquez, sabrá a qué me refiero: Velásquez pinta su escena de trabajo, cuyos modelos son Mariana de Austria y Felipe IV, pero a su vez, Velásquez nos mira y eso nos hace su modelo, “yo soy espectador de la obra y a la vez su personaje”[11], sostiene Vásquez. Hoy día, algunos desesperados, cuando no perezosos, llaman a esto autoficción. Un recurso que el mismo Cervantes utilizó al hacerse personaje de su novela, pero luego lo haría Unamuno en Niebla, Onetti en La vida breve, García Márquez en Cien años de soledad, Vargas Llosa en Historia de Mayta y hasta Javier Cercas en Soldados de Salamina. Bien mirado, la novelística de Vásquez, desde sus inicios, busca lo mismo: explorar un personaje que se escribe escribiendo (escribir no es solo teclear, aclaro). Es en La forma de las ruinas, su última novela, donde lleva al extremo este recurso, y leemos a Juan Gabriel Vásquez narrando como protagonista. Dice que resolvió hacerse personaje no tanto por método, como por ética: la impresión que le generó tener en sus manos el cráneo de Uribe Uribe y las vertebras de Gaitán no se transmitiría de igual manera si inventaba otro personaje que no fuera él mismo. Y gracias a esta fidelidad, la exploración de la vida privada de Carballo, el otro personaje, logra alcances profundos. Vásquez logra que ambos magnicidios superen los tratados académicos y las charlas airadas, que veamos la forma en que los Grandes Hechos perfilan a un hombre cualquiera, cuya obsesión por las ruinas de la historia lo lleva a tratarlas con desconfianza, sin consideraciones sagradas.

Desacralizar la historia: a ese territorio, a esa labor profana, me llevaron las naves de Juan Gabriel Vásquez. Lo particular, ya no digamos único, que tiene la literatura es que la embarcación podrá tener un itinerario, pero cada cual hace lo que le plazca y trae lo que mejor le convenga. Lo importante, sin lugar a dudas, es no dejar de viajar.

Durante el viaje, me resultó imposible no fijarme en una persona que aparece sin falta en cada novela, en cada libro de cuentos, en cada ensayo. Y no como personaje, porque esto sería desdoblarla, y supongo que Vásquez la quiere sin ningún artificio literario. Aparece, eso sí, con nombre propio: Mariana Montoya. Como recién atraco de las naves novelescas de Vásquez, no puedo menos que nombrarla por todo lo que la nombra Juan Gabriel. 


[1] Vásquez, Juan Gabriel. Viajes con un mapa en blanco. Bogotá: Alfaguara, 2019, p. 21

[2] Vásquez, Juan Gabriel. Viajes con un mapa en blanco. Bogotá: Alfaguara, 2019, p. 16

[3] Vásquez, Juan Gabriel. El arte de la distorsión. Bogotá: Alfaguara, 2009.

[4] Vásquez, Juan Gabriel. Viajes con un mapa en blanco. Bogotá: Alfaguara, 2019, p. 146

[5] Piglia, Ricardo. Respiración artificial. Buenos Aires: Editorial sudamericana, 1992, p. 55

[6] Casa de América. 2012, 16 de mayo. La nueva narrativa hispanoamericana por Carlos Fuentes. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=tT6KDtS_UvY

[7] Vásquez, Juan Gabriel. Historia secreta de Costaguana. Bogotá: Circulo de lectores, 2007, p. 16

[8] Vásquez, Juan Gabriel. La forma de las ruinas. Bogotá: Alfaguara, 2015, p.15

[9] Vásquez, Juan Gabriel. El ruido de las cosas al caer. Bogotá: Alfaguara, 2011, p.18

[10] Vásquez, Juan Gabriel. Los informantes. Bogotá: Alfaguara, 2004, p. 309

[11] Vásquez, Juan Gabriel. Viajes con un mapa en blanco. Bogotá: Alfaguara, 2019, p.32



Juan Gabriel Vásquez Velandia es un escritor colombiano. Considerado uno de los novelistas latinoamericanos más importantes de su generación, Vásquez también se ha destacado como periodista y traductor. Hasta la fecha ha publicado siete novelas, dos volúmenes de cuentos y dos libros de ensayos.

Bryan Andrés Mosquera. Nace en Bogotá, estudia en Medellín. Escribe y escribe.