El regalo de todos
Catalina Calle Arango
Sobre una montaña de libros viejos y polvorientos algo llamó mi atención: un rollo. Dos cilindros envueltos en la que parecía piel de exquisita calidad, extraña procedencia y, con seguridad, mayor antigüedad que cualquier texto encuadernado, remataban la pila de tesoros como una corona.
Sin darme cuenta, toda la progresión en años de estudios y esfuerzos me había conducido allí. Pensé que mis ambiciones habían culminado cuando fui incorporado al selecto equipo de bibliotecólogos de Al-Qarawiyyin, que mis sueños desembocaron en la cámara subterránea de obras de referencia histórica.
Pero entre los honores que recibí y los miles de volúmenes extraordinarios que contemplé, un objeto de tales características, como dispuesto ante mis ojos, retornaría mi vida a una página en blanco.
Mi trabajo consistía en clasificar ejemplares muy escasos, únicos a veces, redimidos del ancla del tiempo, de la desaparición. Estaba seguro que la trascendencia humana dependía de la reconquista del conocimiento antiguo. Por momentos me sentía más como un minero en aquel sótano, extrayendo tesoros… Esta vez sería un sepulturero que exhuma huesos podridos.
Sin pensarlo dos veces, con el impulso que conduce a la muerte a las polillas seducidas por el fuego, arrastré la escalera corrediza y ascendí al encuentro del texto.
Lo tomé en mis manos cubiertas por guantes, escrupulosamente, como quien recibe a un recién nacido. En mi escritorio tapado por cordilleras de libros, libros valiosos que casi tiré para extender el rollo, me dejé seducir por su piel. Retiré mi guante y palpé la superficie en que los signos ininteligibles no estaban escritos, sino grabados con fuego. No puedo describir lo que sentí. En tantos años sacrifiqué el amor en virtud de la erudición. Las mujeres para mí eran sofismas de hermosas curvas que me apartaban de mis elevadas aspiraciones. Pero ni el más poderoso sultán habría palpado la tez de una virgen más pura, un libro que no había sido leído, que no debía leerse…
Noté que el manuscrito no estaba conformado por caracteres, sino por una serie de pictogramas desconocidos, ninguno de ellos compatible con referentes ideográficos de otras culturas. El soporte sobre el que reposaba la escritura, por su parte, era inusualmente fino, y la madera de los rodillos estaba intacta, sin muescas, sin corrosión. Madera y cuero tenían un color violáceo. Si bien la dureza y el tono de los cilindros eran similares a las especies de árboles purpúreos del trópico americano (muy distante de Marruecos), la vitela no pertenecía a un carnero, ternero o becerro.
Con el descubrimiento en mis manos, supuse que mi arrogancia era víctima de una broma, pero era improbable que los integrantes del equipo catalogador diseñasen tal pieza, y que mi orgullo, objeto de sus burlas, se doblegara para interrogarlos.
Me propuse entonces, calladamente, traducir la escritura, recurriendo a mis conocimientos y a las colecciones bibliográficas disponibles en la cámara. Todo esfuerzo fue inútil. Los años transcurrían y aumentaban mi desesperanza, mi impotencia, mi soledad y mi locura. Memoricé cada herida de la pieza, hasta que comencé a soñarla dormido, a repasarla despierto. Poco a poco me extravié en mi mente, navegué en la vigilia, sin tiempo que me limitara. Pero una noche, rendido en mi escritorio, en la víspera del sueño una visión me fue dada.
El mensaje era una sentencia impronunciable, dictada por los dioses sobre el fundamento de la vida. Recordé que, etimológicamente, capere significa tomar, seducir, apoderarse; que de este vocablo latino deviene el término “caja”. Supe que aquella textura enloquecedora era la piel desollada de una mujer, de la primera, de Pandora, con los signos torneados por el regalo de Prometeo. No me es lícito repetir el mensaje duplicando sus consecuencias.
La desgracia del mundo comenzó en aquel templo del conocimiento, cuando interpreté el texto.
Mi desolación empezó cuando toqué la piel de una mujer.
Catalina Calle Arango. Artista plástica, la autora dibuja en sus relatos la figura humana, siempre encarnada en el psiquismo masculino. El ser femenino siempre es un sujeto tácito, una evocación. Debe ser por la natural disposición a personificar el ethos patriarcal, tan presente en el trópico, o porque su carácter —el de ella— es como el de un faro que se apaga cuando amanece.
Trece
Jacobo Ortiz
“Listo, ya estamos grabando. Mirá, esto es una conversación, primero me vas a decir tu nombre, hace cuánto vivís en Medellín y si te gusta la ciudad”. Yonhatan mira a la cámara. No es lo ideal. Sara le llama la atención mientras lo mira con un encanto particular, es la mirada que una madre orgullosa le daría a su hijo aplicado.
Mientras escucha las instrucciones sonríe confiado, asiente con la cabeza y comienza un inquietante juego con el cable del micrófono de solapa. Con este parecía organizar sus ideas, lo enrollaba entre los dedos de la mano izquierda mientras con su mano derecha entregaba su discurso, manejaba de algún modo dialéctico los ritmos de sus intervenciones.
Yonhatan se presenta y comienza diciendo, “hace trece años vivo en Medellín y la ciudad me encanta, pero la verdad me gusta más el pueblo, el ambiente que se respira, la tranquilidad, la gente”. Mientras tanto, afuera de su acogedor hogar en Villa Hermosa en la comuna 8 de Medellín, un sol caprichoso lucha contra las espesas y oscuras nubes que solo pueden vaticinar un aguacero de aquellos.
El tiempo que vivió en Granada[1] puede significar una contradicción tan grande, tan literaria que podría ser una creación salida de la cabeza de García Márquez. Vivió una infancia feliz, lo confiesa, lo turbio de su rededor no pudo perturbar el acogedor ambiente en el que se crió. La violencia lo tocó de cerca, o mejor él se acercó a ella debido al riesgoso trabajo de su padre, el inspector de policía de aquel pueblo ensangrentado. Desde que era un niño acompañó a su padre en escenarios simplemente macabros.
Algunos álbumes de fotos parecen ser esa pequeña ancla que conecta a Yonhatan Camilo Zuluaga con el mundo real, ese que lo recibió en sus primeros años de vida. Pero su alma pareció haber obviado el dolor. Los ‘momentos Kodak’ que guarda junto a sus padres son una pequeña cicatriz de horror que a cada tanto observan con detenimiento, para no olvidar, para no regresar.
Después de grabar la entrevista cambia de asiento y habla con cierta malicia “nosotros tenemos unas fotos de cuando a mi papá le tocaba hacer los levantamientos, si quieren se las muestro pero eso no lo pueden grabar, y tenemos que estar pendientes por si llega mi papá, porque a él no le gusta que las mostremos”.
Son unas ocho cartillas repletas de fotos desgarradoras, cráneos destrozados que a un distancia prudente podrían ser confundidos con crisantemos rojos en primavera, ojos desorbitados que parecen buscar en el más allá la explicación de sus muertes, extremidades desacopladas en formas imposibles. Niños, jóvenes, civiles, locos, borrachos, drogadictos, ancianos, mujeres, madres, putas, guerrilleros, paramilitares, policías, militares, altos, cortos, rubios, morenos, apuestos, feos. Las balas no discriminan.
Luego habla sin parar acerca de la historia de todos y cada uno de los cadáveres, sus hijos, sus familias, los motivos de su asesinato. En un par de fotos la cámara incluso lo captó apreciando la escena con un gesto recio. Era costumbre, situación de cada día, ver caer al vecino, o al amigo. Los humanos somos seres de costumbres.
Las gotas de lluvia se precipitan con violencia sobre el asfalto, el anfitrión parece no poder suspender la exhibición de las fotos, parece haber algo de catarsis en compartir las historias, puesto que solo hasta ver el último bolsillo de la última cartilla de Kodak vacía, Yonhatan encuentra cierto alivio, se nota en sus gestos, en sus tics nerviosos, en cómo su pómulo izquierdo se tensa al pasar de fotografía, al pasar de historia, parece relajarse al encontrar ese último lugarcito vacío.
Desde una silla del comedor su madre escucha las historias y las respalda, no parece ser capaz de mirar las fotos, había sido su idea la de dejar el pueblo y no se arrepiente. Para ella el pasado representa algo mucho más profundo, más complicado, un umbral que es difícil de cruzar dos veces y para el que todavía no está preparada.
Sin embargo parece estar lista para cruzarlo una vez más, se sienta en un sofá blanco, cerca de su hijo y comienza a hablar de lo que fue criarlo en un ambiente tan hostil, “tan lindo que es mi hijo, ¿no les parece? Él siempre ha sido muy amplio con los necesitados, muy colaborador”. Yonhatan sonríe y va a la cocina.
“Es que uno no sabe a quién está ayudando, yo siempre pienso en eso, por ejemplo mi hijo, el mayor ¿Quién sabe en dónde estará? Yo le ayudo a las personas que lo necesitan porque esa persona puede ser mi hijo y si alguien ha hecho lo mismo por él en donde sea que esté yo le estoy eternamente agradecida”. Los ojos de doña María Giraldo no aguantaron más y se unieron al aguacero que apenas apaciguaba. Alejandro se acerca y le aprieta la mano izquierda, con fuerza.
“Yo no sé qué tenemos con el número 13, pero hace trece años se desapareció mi hijo, mi otra hija tenía trece años cuando murió y hace trece años nos tuvimos que ir de Granada”. A su hija no se la llevó la violencia, una leucemia acabó su vida, su hijo mayor trabajaba en la alcaldía y era un líder muy popular en el pueblo, un muchacho sociable que un día no retornó a casa. Todavía lo esperan, y lo esperan vivo. Jacobo deja caer una lágrima.
La lluvia cesó al igual que las lágrimas y la luna coqueta comienza a mostrarse. Alejandro Buriticá, Sara Castillejo y Jacobo Ortiz, comienzan a empacar sus equipos mientras prometen volver. La próxima vez sin tantos aparatos.
[1]Municipio del Oriente antioqueño azotado por el conflicto armado colombiano; durante los años noventa se presentó un recrudecimiento del conflicto existente entre las fuerzas estatales y las guerrillas del ELN y las FARC gracias al aparecimiento de los grupos Bloque Metro y Cacique Nutibara de las AUC, que más tarde se convertirían en el Bloque Héroes de Granada.
Jacobo Ortiz. Es estudiante de Comunicación Audiovisual y Multimedial de la Universidad de Antioquia, actor de teatro y empedernido cinéfilo. Entre sus referentes se encuentran escritores como Gonzalo Arango, José Manuel Freidel y Julio Cortázar.