Felipe García Quintero
MI CASA, como el desierto, no tiene techo ni puerta, sólo boca.
Mi casa, como la piedra, no posee vigas ni cimientos, sólo una mano empuñada la sostiene.
Esta casa la he construido quitando ladrillos y entregando mis huesos al vacío que resta.
La casa es oscura como mi voz en sus corredores.
Vivo en la casa que camino. La que acecho y me persigue como el gusano tras la carne enferma.
A cada grito se levanta; con cada silencio la destruyo.
VIAJO EN UN TREN de veintiún vagones, conducido por todos mis muertos. Miro a través del cristal roto de la ventana una batalla de mariposas mutiladas por el cielo quemado de mis cinco años.
Converso con los árboles de la intemperie que desaparecen en mis ojos, los que no tienen camino; con los pájaros que son ya recuerdos del viento.
Yo tampoco sé qué tierra es esta.
Piedra vacía
1.
Piedra,
sé un pensamiento mío.
La fijeza de mi mudez latente,
no la sombra de mi cuerpo, su herida.
Yo tu posesión, mi huésped
en la voz; la habitación vacía de cada hueso.
2.
Colmada miseria
y perpetua errancia de la quietud.
Piedra
¿Dicha vencida o mudez cantada?
En el puño cierto del llanto
cuánto hay de ti, siempre conmigo.
3.
Sordo cielo mío de cada grito
pueblas la oscuridad de mi infancia.
El silencio en la voz te toca,
la nada te alegra,
la soledad te encierra.
Vigilia oculta y serena de cada muerte.
4.
Piedra,
sé la fuga de mi caída.
Con amor de piedra
El pájaro mira el cielo cautivo en el agua.
Gota a gota lo rompe.
Y a sorbos, el reflejo de las alturas.
Al tornar la mirada del aire,
—ese volver al aire la mirada—
llenos de sed sus ojos tiemblan.
La cabra
Como Umberto Saba, he hablado a una cabra.
Y como hoy yo mismo, estaba sola en el prado, atado, como ella también de noche, a un viejo lazo, haíto de hierba. Bañado por la lluvia, igual, balaba.
Ese su balido, como ahora el poema, era fraterno a mi dolor. Será porque yo hablé primero que la cabra entonces se acalló. Y porque el dolor es eterno, dice el poeta, tiene una sola voz y nunca cambia.
Mi voz escuché en el gemir de la cabra solitaria.
Muchacha del viento
La que pasa por el sol y no es sombra.
La que ninguna lluvia acalla
ni voz alguna escribe
porque es luz del canto.
Así su andar entre rincones,
bajo aleros altos de calles ausentes.
Por los hondos sembradíos, en que pasta el deseo,
la muchacha del viento florece.
En la distancia fugitiva de las nubes
la veo reposar, entre las piedras latir,
sobre la piel del agua donde abreva el aire.
Sus cabellos locos, como la risa, en mis torpes manos.
La mañana
Nada ahora parece ocurrir:
el alto cielo,
el agua insomne,
la piedra quieta.
Nadie en cuanto habla,
ni tan siquiera esta huella
que tantos pasos lleva.
Sombras de la hierba,
hebras del viento entorno;
guijarros todos de la lengua absuelta.
El que mira sus ojos cerrados
y ve crecer la distancia, la arena.
El aire allega la montaña a sus talas inciertas.
En casa del fotógrafo
a Socorro Quintero Dorado
Luego de cruzar el parque he llegado al zaguán del sueño, donde una limpia mañana de enero nos fuera tomada la foto que mi madre resguarda del viento.
Llevo tres años de correr el pueblo y me he puesto un pantalón a cuadros, calzonarias y botas vaqueras de hule roto.
Miro de sesgo, con recelo quizás, hacia el lado más lejano del aire blanco, y a oscuras ya de ese instante junto a la ventana.
Mi hermana de escasos meses, sonríe tanto, que el negro de sus ojos brilla aún en mitad del papel ajado.
Repaso tal hondura.
Porque sin nubes llegó el sol en cenizas a los párpados para oscurecer el aire, mas los pájaros cantaban y eran del cielo lo mirado.
Mariposa del día, menuda luz es la lluvia de un feroz amanecer en las manos.
La flor breve de la inmensidad pasa cerrando mis ojos, como el latido constelado del rayo.
Liturgia
Sobre el piso llano brilla el polvo de nuevo. Minúsculo y pródigo su exceso.
Paso mi mano y lo palpo sin verlo. Detengo mis ojos en sus filamentos.
Lo siento latir, lo sacudo y estremezco. El polvo sin fin vuela:
Miro irse lo que soy por el aire; lo que soy al caer al suelo, la criatura a quien doy mi visión y aliento.
Memoria
El nombre de las flores cada mañana.
De los pájaros por el cielo, de tarde.
O de los árboles, al alba, frente a los ojos abiertos, a un palmo del aliento.
¿Quién los sabe?
De noche (1)
Corres, viento blanco, escapado del hueso huido.
En todo late la huella sin piel del aire.
Tu luz das al cuerpo desnudo.
Y donde abreva el costado a oscuras de los días, tu mirada, sin pausa, surca la tierra.
La ceniza siempre será nuestra.
De noche (2)
Cuenta estrellas el latido, reúne pasos del eco.
La dicha indeleble despierta de la lluvia cautiva.
Cada sombra interroga el horizonte.
La esperanza entrega al viento sus espinas.
De noche (4)
Los pasos por la sombra cercan el corazón del secreto.
Sin oraciones el clavo palpita sostenido al madero.
Cuando el amor invoca los sueños, de un cuerpo desnudo germina el misterio.
Con sus latidos la oscuridad colma los cielos.
De noche (5)
También la lluvia entrega sus latidos, más cuando el eco castañea al fondo del camino.
La lengua florece en la duda como hálito del viento.
Donde el horizonte susurra pasos nuevos, antiguas voces trae la brisa.
El río escora sus aguas con el chocar de cada hueso.
Felipe García Quintero. Profesor titular del programa de Comunicación Social de la Universidad del Cauca, en Popayán, Colombia. Ha publicado los libros de poesía: Vida de nadie (Madrid, 1999); Piedra vacía (Quito, 2001; Quebec, 2016 –edición bilingüe, traducción al francés de Ana C. Zúñiga–; Houston, 2017 –edición bilingüe, traducción al inglés de Alex Salinas–); La herida del comienzo (Granada, 2005); Mirar el aire, (Bogotá, 2009, Buenos Aires, 2016); Siega (Bucaramanga, 2011, La Paz, 2017); Terral (Montevideo, 2013, Roma, 2015 –edición bilingüe, traducción al italiano de Alessio Brandolini–); Algún latido (México, 2016, Roma, 2018 –edición bilingüe, traducción al italiano de Alessio Brandolini–), Animal de ayer (Santiago, 2018) y Diario Sucio. Un viaje por México (San José de Costa Rica, 2015). Mantis Editores de México publicó La piedad. Poesía reunida 1994-2013, con un estudio introductorio de César Eduardo Carrión.