Las fulguraciones del espanto

En este ensayo escrito por César Bisso y Floriano Martins exploramos uno de los territorios más complejos de la condición humana: el espanto. Y también las posibilidades estéticas que subyacen en él, la invitación al deslumbramiento, a lo vulnerable, y la certeza de encontrar en la verdad del miedo una forma de unirnos.

Por César Bisso y Floriano Martins

¿Habrá sido la desnudez de Eva frente al atónito Adán la primera escena de espanto de la era cristiana? Cuerpos tendidos en el jardín del universo, mirándose uno al otro, comparando sus diferencias físicas y percibiendo el furor de los órganos sexuales. Cuánta obscenidad delineada en los códices bíblicos, explicando la creación de la humanidad. Y qué decían los libros sagrados de las antiguas civilizaciones respecto al primer hombre y la primera mujer que copularon como dos banderas amarradas al mástil del destino. ¿Por qué el color de la piel fue blanca y no negra? ¿Por qué tuvieron ojos almendrados y no rasgados? Es probable que aquel simulacro erótico solo haya sido una metáfora para dimensionar la omnipotencia de Dios como creador del cielo, la tierra y sus hijos dilectos. Pero ocurrió lo inesperado y la pareja inmaculada sucumbió al pecado de amarse más por obra de los cuerpos que del espíritu. La obsesión sexual los transformó en actores pornográficos: Adán bebió la sangre del clítoris mientras Eva mordió la fálica manzana. Es obvio, el relato no condice con los versículos del antiguo testamento. Allí reside la única verdad de la serpiente, lejos de la fantasía de escribas monásticos o del sarcasmo de un poeta maldito. Y nos sirvió para que el hilo de la historia comience a desovillarse y las criaturas inicien el camino de la sobrevivencia. Bajar del árbol, hundirse en la caverna, subir a un caballo, clavar una lanza. Y el dictado insoslayable del oráculo: solo vivirá el que mata.           

La historia nació de muchas maneras. Mitra un día se robó el tiempo y declaró que a partir de ese momento el misterio sería infinito. La serpiente que enrosca su cuerpo no es la misma que sedujo a Adán. Cibeles engendró a sus amantes como fuente múltiple de transfiguraciones. Los cinco elementos eran irreductibles en su deseo de poseer a su propia madre. El padre debe ser devorado por sus hijos. Cuando se le dio la palabra al hombre, determinó que nada podría haber existido antes que él. Desde entonces, la creación del mundo es una interpretación de la creación del hombre. Los dioses estaban encerrados en diferentes epopeyas, cada una de ellas sujeta a una perversión decisiva. Lo que quedó del pasado se consumió como un injerto de divagaciones. Fue cuando se descubrió el primer método de manipulación genética. Nada en la naturaleza puede ser específico, ya que solo el hombre capta en sí mismo la verdadera dimensión del ascetismo. La naturaleza solo conoce su totalidad en el corazón de las tentaciones humanas. Al despertar de su primer sueño, el hombre se dio cuenta de que era un prestidigitador, y utilizó sus cartas alternadas —el sueño, la vigilia, la muerte, el exilio— para definir las zonas intermedias donde todas las apariencias perderían sus secretos esenciales. Sus vidas serán marcadas por la ilusión y la melancolía. Las máscaras comenzaron a confeccionarse en un teatro al aire libre, donde santos y demonios eran figurantes de una fabulosa maldición. El oráculo había escrito su primera tragedia. El mundo nunca volvió a ser el mismo.

El terrible precio que pagó el hombre por escribir la historia a su manera se evidencia en las múltiples tragedias que sufrieron todas las civilizaciones. Aceptó el designio de los dioses y los magos, solo porque ambicionaba arrebatarles el poder. Así fue que regó el universo de incertidumbre, desolación y muerte. Tanta oscuridad por no conocer más allá de sí mismo le arrancó la máscara portadora de sueños. Entonces descubrió la ceguera del odio y no encontró jamás el camino para llegar al trono del rey Midas. Eligió arrasar la tierra, saquear aldeas, mutilar monumentos, abolir creencias. Por la espada de su fe corrió la sangre de los infelices. Poco valía el placer de la victoria si siendo invasor no cortaba la cabeza de quien pedía clemencia. Fue la negación de los opuestos. El contraste de las escrituras. ¿Providencia o miseria? ¿Libertad o esclavitud? ¿Reparación o pérdida? Y de pronto, escuchó el vaticinio del poeta. Le decía al oído que ser y pensar son una misma cosa. No hay ser sin pensamiento, no hay futuro sin palabra, no hay amor sin sacrificio por el otro. Si eliges la voz de la belleza hallarás la armonía de la naturaleza; y si te sumas a la oración de los bárbaros solo te recibirá el espanto de la guerra. El hombre no se conformó con la oferta de la nueva revelación y siguió creyendo que era un dios. El mundo existe donde llega la punta de la espada, le confesó el espejo. Tu único camino siempre será la vigencia de una falsa ilusión a lo largo de los tiempos.

El arte no explica todas las desfiguraciones. Al construir carreteras y ciudades, las transgresiones se adaptaron a modelos pequeños. La visión de una conciencia universal planteaba un problema a los carros del comercio que avanzaban entre combinaciones de nuevas heridas: el superyó ardiendo en los jardines de la soledad más desesperada; las partículas de anuncios luminosos desgarrando el cerebro y transformando cada utopía en nuevos atributos de moda; la nostalgia de la prostitución reutilizada en los cordones de la ironía. Cuanto más se convertía en fundador de sí mismo, el hombre multiplicaba los accidentes asociados a una precaria teoría del montaje. La simultaneidad de fracasos y el uso de lenguajes desconcertantes se presentaron como la negación de toda sensibilidad. Este es un mundo de divergencias donde enumeramos las calamidades como el propósito inevitable de las nuevas sociedades. El lenguaje revela trastornos de la comunicación. Los ritmos quedan eclipsados ​​por una cadencia sorda y suicida. Cuando el hombre se dio cuenta, no era la bomba la causa de la paulatina destrucción del planeta, sino la línea desolada del horizonte que tendía a desaparecer. La tierra prometida ya ni siquiera estaba embotellada en los viejos envases de la era del capital. La democracia había perdido su presencia plural. Un reino de engaños repartió los papeles a todos los personajes que aún imaginaban un mundo donde fuera posible superar las tramas de un teatro deshabitado. Shakespeare fue la última llama que se repitió sin fin. Cuya trama nadie parecía haber tomado en serio.

Agripina se lavaba las manos con los vómitos de su hijo. Fue la dueña del imperio. Malévola, implacable, criminal. Se aprovechó de un inseguro Nerón, que transformaba su impotencia sexual en alucinaciones perversas. Eran amantes, dicen, o tal vez era ella quien ultrajaba al hombrecito que no podía seducir a una estatua. Confundieron el árbol con la serpiente y también mordieron la manzana del espanto, el mismo fruto que envenenó a Claudio. La tortura fue el mayor regocijo del poder romano. Las aguas rojas del Tíber socavaban los muros de la tragedia. Miradlo al divino, comentaba la plebe, sentado en el trono de la eternidad, aspirando a ser más ilustre que Moisés, Cristo, Edipo. No hubo religión ni mito que pudieran deshacer su túnica y arrojar la corona por las escaleras del infierno. Hasta que recordó desde su culposa memoria las palabras mágicas de la infancia y el corazón se embriagó de piedad. Y para purificar el alma usó el fuego supremo que durante una larga noche se propagó por la ciudad victoriosa. Rómulo y Remo ardían dentro, abrazados a la loba. Los centuriones huyeron de las llamas como un relámpago. Ya no hubo pan y circo. Ni siquiera los versos de Ovidio vibraban en el aire caliente. Solo el emperador reía a carcajadas y ejecutaba la lira con sus manos transformadas en brasas, llamando a su madre a compartir el vino del éxtasis. Vida y muerte pactaron una espinosa dualidad que la historia no logró separar en aquellos catorce años de horror. Y todo continuó por siglos, porque detrás de la máscara de la obscenidad se ocultaron miles de hombres nuevos, gozantes de poder, que infectaron al mundo de calamidades, holocaustos, genocidios. Extraña manera de ceder ante el hechizo de la soberbia. 

Cuando las noches caen sobre los escombros de una tierra prometida, los supervivientes preparan ungüentos con restos de un lenguaje que acabó eliminado por las agonías disidentes. Los locos retoman la técnica y el trabajo de sus operaciones subterráneas, los paraísos han sido sacados de circulación, solo queda una impresionante analogía de especies no coincidentes. Las profecías más absurdas aturden a los espíritus que huyen. Quizás sería necesario contratar nuevos guionistas, una vez agotada la imaginación de los dioses instaurados hace milenios. Dante alguna vez fue conocido como la mitad irracional del mito. Por otro lado, Nietzsche, actuando como su antagonista, ya no encontraba solución para definir nuevas expresiones en las criaturas desmayadas que agonizaban en el escenario. Los dos llegaron a la conclusión de que la única dialéctica posible era la de esos ojos que se abrían dentro de las heridas del desencanto. Las páginas sueltas de esta nueva versión de la historia humana fueron impresas y distribuidas apresuradamente por todas partes, con groseros errores y moralejas fuera de lugar, pura debacle resultante de voces patéticas que querían a toda costa revertir el papel de las almas errantes. Todo empeoró como la última frase que el fantasma de Job aún se empeñaba en describir: «La tierra lúgubre y sombría de tinieblas y desorden donde la luz es noche sombría». Solo el vacío fue un gozoso preludio de aquellas máscaras gastadas amontonadas al fondo del teatro.

Por el cielo de la noche flotan luciérnagas ante las fauces del lobo. Pequeñas musas que alumbran a las criaturas del bosque y advierten la amenaza del depredador. No se dejan vencer por el pánico de las sombras. Conocen el origen de los secretos y que los fantasmas son imágenes reflejadas en las hojas. Ellas conocen el camino de la salvación y usan la luz como un señuelo para encontrar una salida hacia la libertad. Por eso se han vuelto eternas, porque los ojos de la muerte están cegados para ellas. Los hombres, que poseen una historia de identidades difusas, nunca han sabido cruzar la oscura espesura. A veces, por tener el miedo de los ciervos; otras, por cubrirse con la piel del lobo. Envidian el vuelo de los pájaros, se estremecen con el croar de las ranas, pero siguen dentro, inanimados. Llegan hasta el último árbol, pero no siguen tras la estela del sol. Prefieren la fortaleza de lo oculto, lo que no quieren saber, lo que niegan amar. Solo el leve murmullo del rocío reina en el fondo del bosque. Y el viaje incesante de las luciérnagas por el vasto silencio, sobreviviendo al tormento de la humanidad, al pavor de la ignorancia. La luna las protege, porque son portadoras de palabras, pensamientos, metáforas. Han nacido para emocionar y embellecer al mundo, para que siempre sueñen con ellas y las recuerden. Son hijas veneradas de Mnemósyne.

Es posible que hayamos llegado a la conclusión de que el asombro ha perdido el propósito de venerar el misterio y se ha dejado electrocutar por las exasperaciones políticas y las escaramuzas del arte al servicio de las obsesiones más bajas del ego. Todo es posible, ya que la moneda atómica define el principio de las apuestas y las sombras caídas de la lucha de clases, ese fantasma que responde con cierto orgullo cada vez que se le pregunta sobre inconsistencias ideológicas. La interpretación del mundo perdió influencia, se convirtió en el guion reiterativo de series que subvierten ideales como una historia fallida. Los intelectuales compiten en subastas ilegales por las últimas botellas de Perrier con las que esperan no derramar su nostalgia. Los recientes desórdenes del futuro dejan filtraciones de humillación. El mercado es el máximo triunfo posible. Estamos tan perdidos unos de otros que incluso las antiguas técnicas de supervivencia ya no se aplican. Un día pensamos que Oppenheimer sería el profeta del fin de la historia. Hoy luchamos, si todavía luchamos, contra fantasmas que cínicamente nos advierten: ya nadie está interesado en la naturaleza humana.

Resta esperar que los «guasones» salgan a las calles a enseñarnos a reírnos de nuestros propios dramas. Que admitamos la fealdad, la violencia, el agobio. Tal vez los misiles que cruzan los cielos de Oriente hagan felices a los niños que juegan en los escombros de sus pueblos; o las nuevas drogas que deambulan por los puertos de Occidente se conviertan en calmantes para una sociedad atormentada, desplazando al opio de otrora. ¿Resucitarán los dioses para salvarnos? ¿Renacerá la conciencia para creer en nosotros mismos? ¿Estamos a tiempo todavía? Mientras los fantasmas de la historia regresan al bosque, la metáfora borgiana suena cada vez más cerca: no nos une el amor, solo el espanto.

César Bisso (Argentina, 1952). Poeta y ensayista. Ha publicado varios libros, entre ellos: «La agonía del silencio», «El límite de los días», «Contramuros», «Isla adentro» (Primer premio de poesía José Pedroni), «De lluvias y regresos», «Cabeza de Medusa» (ensayo), «Un niño en la orilla» (Segundo premio municipal de poesía Ciudad de Buenos Aires), «Andares», «La jornada» (Tercer premio Fundación Argentina para la Poesía), «De abajo mira el cielo», y varias antologías de su poesía. Algunos de sus escritos han sido incluidos en diversas antologías y traducidos al inglés, portugués, francés, alemán, italiano y árabe.


Floriano Martins (Brasil, 1957). Poeta, editor, dramaturgo, ensayista, artista visual y traductor. En 1999 creó Agulha Revista de Cultura. Coordinó (2005-2010) la colección «Ponte Velha» de autores portugueses en Escritos Editora (São Paulo). Curador del proyecto «Atlas Lírico de Hispanoamérica», de la revista Acrobata. Estuvo presente en festivales de poesía realizados en países como Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, El Salvador, Ecuador, España, México, Nicaragua, Panamá, Portugal y Venezuela. Curador de la Bienal Internacional del Libro de Ceará (Brasil, 2008), y miembro del jurado del Premio Casa das Américas (Cuba, 2009), fue profesor invitado en la Universidad de Cincinnati (Ohio, Estados Unidos, 2010). Traductor de libros de César Moro, Federico García Lorca, Guillermo Cabrera Infante, Vicente Huidobro, Hans Arp, Juan Calzadilla, Enrique Molina, Jorge Luis Borges, Aldo Pellegrini y Pablo Antonio Cuadra. Creador y miembro de la Red de Aproximaciones Líricas. Entre sus libros más recientes se encuentran «Un poco más de surrealismo no hará ningún daño a la realidad» (ensayo, México, 2015), O «iluminismo é uma baleia» (teatro, Brasil, en colaboración con Zuca Sardan, 2016), «Antes que a árvore se feche» (poesía completa, Brasil, 2020), «Naufragios del tiempo» (novela, con Berta Lucía Estrada, 2020), «Las mujeres desaparecidas» (poesía, Chile, 2022) y «Sombras no jardim» (prosa poética, Brasil, 2023).

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