Dos cuentos premiados

De geografías y generaciones diferentes, Suárez y Lillo comparten el espacio de la narrativa. Estos dos cuentos —escritos, concebidos y premiados en países y circunstancias distintas— nos aproximan a un brevísimo cuadro de la narrativa latinoamericana contemporánea.

Por Carolina Zamudio


Un Ser mínimo

Para Lua, Elena y Mary

Noviembre, 12

Siempre odié el blanco, en las paredes, en las ropas, en las caras de los niños enfermos. El blanco purísimo es el color de los hospitales: mandiles, agujas, preguntas, invasiones; es el color de la mentira, del miedo, de la mansedumbre. Siempre, incluso desde antes de que muriera mamita y la vistieran de blanco, un blanco que apenas emulaba el de su rostro, paralizado para siempre en la palidez, deformado por el misterio de una muerte enemiga de todo sosiego. Pero mi odio ha crecido hasta ser insoportable desde que volví a esta casa. ¿Cómo no iba a enloquecer la vieja, encerrada en tanto blancor, manicomio hecho por ella misma, a la medida? Ni un solo cuadro, ni un solo retrato, ni una sola mancha. Traté de buscar las fotografías, los retratos que recordaba yo de aquella infancia enterrada más profundo que el cuerpo de mi madre. Hallé cuadros y fotos en lo alto de un armario, envueltos entre sábanas. Mi madre no hubiera alcanzado jamás esa altura. Me pregunto si no los escondió allí aquel hombre del que hablaba mamá en los últimos años, al que se refería a veces como «él», nada más, y otras pocas como «eso», cuando la dominaban los brotes de locura en el teléfono, las últimas semanas. Habrá sido algún vecino que pensaba obrar bien.

Me he propuesto la tarea de volver a colgar las fotos, luchar contra las paredes desnudas, imponer el color. Es media tarde y me divierto observando las sombras de las cosas proyectadas, duplicadas en las paredes y las baldosas.

Noviembre, 14

Las fotografías y los cuadros amanecieron en el suelo. La lógica me impide culpar a algo más que no sea el viento o los clavos demasiado pequeños. El viento de este páramo, seco, impiadoso desde siempre con nuestras ventanas.

Mientras volvía a colocarlos en las paredes, sentí que algo se movía ligeramente detrás de mí. O sobre mí, o debajo. O como si una parte de mi cuerpo, una proyección de mí misma se moviera sin orden de mi cerebro. Movimiento ligero, casi un parpadeo. Sí, un parpadeo. Como de un gigante ojo que me vigilara. Debe haber animales dentro, en alguna de las muchas habitaciones que no he abierto aún. ¿Qué más puede ser? La casa lleva tiempo sin cuidados, y me niego a creer que los muertos regresan a lugares donde fueron infelices.

Noviembre, 20

Sospecho de los niños del barrio, los niños siempre perversos que a veces saltan el muro y se roban los limones de aquel árbol que se resiste a morir ignorando el visible estertor que lo cubre igual que un manto luminoso, como a casi todo en esta casa. Cuando los descubro, corren y ríen, escudados por su juventud, protegidos por su feliz niñez campestre. Juego a perseguirlos, pero les dejo robar. Sin sus atracos, nada pasaría en este lugar, nada más que el clima del verano, la sequía y el aburrimiento. De alguna forma, ellos son lo más cercano que tendré jamás a aquella mentira llamada infancia, a las carreras sobre las tapias, a las astillas en mis manos repletas de frutos y a la sonrisa de mamá, muy escasa e insuficiente cuando yo le relataba, a los pies de su cama de enferma permanente, mis torpes hazañas de siete años.

Pero no sé como entran a la casa. Y por qué se toman la molestia de bajar los cuadros, retirar las fotografías, dejar impoluto y perfecto el blanco de las paredes donde las sombras de los árboles se posan como si fuera su territorio. ¿Qué Ser habla en los tímpanos de los niños para convertirlos en agentes de la locura de una mujer?

Diciembre, 17

Uno de los cuadros cayó cuando pasé frente a él. No había viento. Nada había topado al marco de madera, ningún hilo posible de mi chal enredado en alguna esquina. Nada había rozado al cuadro, salvo mi sombra, inmóvil y potente bajo el sol de medio día.

Empiezo a resignarme al blanco, mis ojos empiezan una ceguera voluntaria.

Enero, 12

Llamó la Gracia. Hablamos casi todo el día. En este lugar no se puede hacer más que llamar y contestar, preguntar sin verdadero interés y oír los largos silencios de la otra, interrumpidos a veces por la estática de los teléfonos. Cuando terminó de contarme sobre su nuevo novio —un tipo que no conozco pero que lo imagino, no sin cierto desprecio, cenando con ella, caminando con ella, roncando con ella, robándole sus minutos de soledad—, los temas de conversación pasaron a cosas sin importancia. Yo no tengo nada que contar. La llamada me ha revelado una verdad que yo ya sospechaba pero que no había entregado al lenguaje: llevo semanas de encierro en esta casa, buscando dejarla lista para la venta, tratando de recuperar cosas de mi madre que todos los días busco sin esfuerzo en los cajones, en los armarios, en el polvo debajo de los muebles. Me he olvidado de mi vida y, peor aún, empiezo a olvidar para qué vine.

Enero, 25

Hoy lo vi por primera vez. Creo. Llamé a la Gracia para contarle y me ha dicho que consulte con el médico, que algunas enfermedades mentales pueden heredarse. O peor aún, detonarse después de eventos traumáticos. «Hazlo, amiga, y me cuentas. Te dejo porque el David…» y alguna tontería que ya no hice esfuerzo en escuchar. Pero ¿qué evento traumático?, ¿volver a la casa donde murió mi madre, balbuceando palabras que solo hacían más profunda la orfandad que había decidido darnos en vida, la orfandad que no terminaba de ser porque ella todavía respiraba?

Me niego a creer en la locura. Al menos en una tan puntual y tan repetida.

Febrero, 12

He encontrado los apuntes de mi madre y he leído, con más curiosidad que terror, sus confesiones, su forma de desear la muerte, su olvido del mundo. Pero algo en especial ha encajado en las complejas piezas de mi cerebro: en algunas notas, mamá dice extrañar su soledad. Que yo recuerde, después del hombre que la dejó y que ella insistía en llamar nuestro padre, no hubo ningún otro hombre en su vida. Ni ningún perro, ni un canario ni un pez siquiera. Tal vez la Gracia tiene razón, y he heredado esa locura, porque a veces siento que alguien me acompaña por los pasillos de esta casa.

Febrero, 20

Ya no cabe duda; ha sucedido igual que lo descrito en las notas de mi madre —que he leído y releído los últimos días, hasta el hartazgo, hasta casi memorizarlas, hasta que decidí quemarlas con un fósforo en el jardín. ¡Ah, qué bello arden las memorias de los muertos!—.

Iba a escribir que la he visto moverse, pero lo que ha sucedido en realidad es que la he visto permanecer inmóvil mientras yo alzaba los brazos para extender las sábanas en el alambre del jardín. La inmovilidad puede ser también señal de vida, de autonomía, de voluntad. Sucedió bajo el sol de medio día: su negrura espesa, profunda, como una mirada cargada de odio, extendida sobre las paredes blancas, perfectas, como un lienzo sobre el cual la luz pintaba la criatura viva de mi sombra. Sí, corrí, grite, hice todas las cosas que son normales en un ser humano aterrado. Pero es inútil. Como podrá suponerlo cualquiera: no se puede huir de la propia sombra. Traté de esconderme en la habitación, pero allí estaba, a mi lado, deslizándose como reptil en las paredes blancas.

En las noches me siento segura, porque la ausencia de luz difumina su figura vigilante. Trataré de escribir cómo evoluciona todo, aunque, para los incrédulos, esto se convierta en un diario de mi locura.

Febrero, 21

Empiezo a asumir el destino de mi madre, su condena multiplicada en mi espíritu, como si al parirme hubiera marcado en mi sangre el designio de multiplicar su demencia, su desgracia. He salido yo, de su útero, cargando un cordón podrido, un gusano invisible que anticipaba ya la enfermedad, la ruina cerebral, anímica; una larva que durmió y comió en mí y se agitó, viviendo finalmente, cuando volví a esta casa, cuando empecé a ocupar el lugar de la difunta.

Febrero, 22

Como era de esperarse, nadie me cree. La Gracia me dice que hable con los médicos, pero yo sé que los médicos solo van a darme esas pastillas rojas que tomaba mamá y que la hacían dormir. Le conté lo que pasa a un hombre de la iglesia, buscado el consuelo de la religión que ya hace años había desechado como se desechan los yogures podridos y las manzanas enmohecidas. Era un hombre de dios, según me dijeron, pero no logré más que asustarlo y obligarlo a entregarme una bendición con su mano temblorosa, por miedo, por pena, por obligación moral.

Siempre lo he creído: una esta sola cuando nace, cuando muere y cuando tiene miedo. El miedo nos aísla, nos contrae y nos encierra en nosotras mismas. ¿Tiene el miedo una forma específica?, ¿se lo ve contaminar los ojos mancha la piel, curvar los pasos? ¿Se ve como una enfermedad contagiosa que hace que los demás huyan? ¿Tiene olor el miedo?

Mayo, 24

Retomo la escritura para sedar, por breves momentos, a los agentes de mi infortunio. Además, es lo único que puedo hacer y que a él parece no molestarle. Se queda allí, mirándome sin ojos, oscuro y violentamente inmóvil. Él, mi sombra.

Desde hace unos días, se ha impuesto la tarea silenciosa de arruinar todo lo que amo. O todo lo que empiezo a amar. Basta que yo sienta un poco de amor por cualquier cosa, que algo sea causa de una leve dicha, para que la sombra se proponga y logre desaparecerlo. Lo peor pasa con los seres vivos. Hace más de un mes recogí un perro que se había metido en el basurero de la calle. Un cachorro, llorón y maloliente, adecuado para inspirar piedad. Bastó una semana para que se volviera mi amigo, para que me alegrara las mañanas con sus ladridos y sus mordidas, para que fuera compañía. Bruno, lo llamé. Cuidarlo y alimentarlo había despertado en mí una fiebre maternal que me reconfortaba, que me daba paz en la desesperación de velar por el indefenso. Me sentí viva cuidando de Bruno, perdonando sus desastres, castigándolo sin severidad. Pero la sombra no tardó en notar mi nuevo propósito, mi nuevo motor emocional. Una mañana, Bruno despertó con las cuencas de los ojos vacías, oscuras, profundas como la sombra del medio día. Vivía todavía y tuve que solucionarlo. Matar la única compañía para que no sufra las desgracias de quien ahora se ha convertido en el único ser capaz de mirarme. Desde entonces, la sombra me mira con ojos de perro, con las pupilas para siempre tristes de Bruno.

Mismo mes, no sé que día.

Noté que lleva meses haciendo excursiones nocturnas. Lo noté alguna vez cuando fui al baño en mitad de la noche, encendí la luz y vi la sombra proyectada lejos, alargada por el pasillo, por la ventana de la sala y por la calle. Al principio no sabía a dónde iba o para qué, pero no tardé en averiguarlo. Yo me había propuesto no mirar a la sombra —ya no la llamo mía, hace rato que ese posesivo que implica un cierto orgullo y amor dejó de ser útil—, me había propuesto ignorarla, dar siempre mi cara al sol para que él quedara a mis espaldas —sí, es un él, un macho—. Pero a veces, comprenderá cualquier lector, resulta inevitable. Lo primero que noté, además de los ojos siempre tristes de Bruno, fueron unas manos. Una manos oscuras e infantiles que surgían, con enfermo temblor, como vegetales malditos, del blanco de las paredes. Se mueven con la sombra, me siguen, colgantes, tristes e inútiles, a donde me mueva.

¡Ay, dios, si acaso existes, haz llegar en sueños mi ruego de perdón a aquel o aquella a quien mi sombra robó sus manos! Y guarda a Bruno contigo, mi pobre Bruno, que le dio ojos a eso, que le permitió ver por dónde ir a robar.

Diciembre, no sé qué día

El rostro que se ha fabricado no se asemeja en nada a los rostros creados por el señor: parece haber sido hecho por una entidad dueña de lo perverso. Los ojos de Bruno, siempre caninos pero ya no tristes, abiertos y atentos demasiado arriba en la frente. Una de sus cejas notoriamente más poblada, como si la otra hubiera sufrido las consecuencias de algún fuego encargado de mermar todo cabello facial. Carece absolutamente de barba y la nariz es demasiado abultada para el rostro que parece oprimido desde siempre y para siempre por una certeza de oscuridad. Los labios cosidos por hilos invisibles el uno al otro son excesivamente infantiles —¡Dios guarde a ese pequeño!—. Nada que se parezca a la simetría anatómica existe en aquel rostro y, a pesar de su peculiaridad, de su apariencia irrepetible, todo él —su cuerpo arrimado siempre a la pared blanca, sus manos permanentemente pegadas a los muros, el cabello ni rubio ni canoso— no invita a ser visto, a ser escudriñado, a detenerse en él. No inspira el terror que debería. Es como si él no estuviera allí, sino su ausencia, el residuo de otro, el triste desperdicio de alguien que fue notable hace mucho. Cuando mis ojos se cruzan, inevitablemente, con la furia de los suyos, siento que miro la profundidad de un maniquí, la forma de un cuerpo que no está vivo, que no puede estar vivo, que comunica haber nacido apagado y permanecer apagado a pesar de su existencia. Y que de esa vacuidad proviene un antiguo odio, una prehistórica envidia de mi vida.

Enero, no sé qué día

Creo que he ingresado a las salas del atontamiento, de la resignación, de la inmovilidad. Quizás pretendo la quietud plena, con la esperanza de que aquello provoque aburrimiento en él, un aburrimiento suficiente para que pierda interés en mi vida. Confío en que mi pasividad le producirá el deseo de marcharse y dejarme, como siempre se deja a los moribundos. Adopto la estrategia de la lagartija que finge morir. Soy la araña que se da por muerta para que el niño perverso deje de atacarla con la escoba. Ya no llama la Gracia, ya no vienen los niños a robar. Todo el mundo parece apoyar mi designio de quietud.

No sé qué mes, no sé qué día.

A veces cierro los ojos por horas, finjo dormir, y él hace ruido para que yo despierte. Sospecho que le gusta ver mi envejecimiento acelerado a causa del miedo, el encierro y su infatigable tarea de asesinar mi quietud.  

He tratado de recordar o imaginar un pasado sin él, y me he roto el tabique contra el muro de lo imposible, contra la pared de la aceptación: viene conmigo desde siempre y no existirá jamás un tiempo sin él. Ni siquiera mi primera existencia incompleta, forjándose todavía en el vientre materno, estaba libre. Cuando la luz del sol que mamá tomaba religiosamente atravesaba la membranas de su vientre, la sangre del útero repleto de mi insuficiente vida, ahí estaba él, más formado que yo misma, más vivo, anticipándose a mi primer llanto, a mi primera caída, a mi primera sangre, a mi primer dolor y a mi primera culpa; esperando, infranqueable, en un rincón del tiempo. Y mi miedo estaba con él: más real que el músculo cardíaco, más sólido que el pensamiento inexplicable todavía sin la lengua. Estuve, desde siempre, rendida a su dominio. ¿Lo supo mi madre y me parió a pesar de saberlo? Es la pregunta que me maltrata. 

Sin fecha

He decidido entregarme a morir. Pero él no lo permite. Evita los cuchillos, las medicinas. Me obliga a comer con sus manos siempre enfermas y su rostro nacido del espanto. Me necesita viva, todavía está pegado a mí. Necesita a quien maltratar hasta que se cumpla la lenta consumación que nos hará desparecer a ambos. Ha volcado sobre mí todo el resentimiento que le nace de no poder vivir una vida autónoma, una vida propia. Imagino que su universo ha dictado: «si no puedes vivir como quieres, harás que la vida de otro sea minúscula, cúlpalo de tu mal, de tu delgada existencia». Y eso hace.

¿Cómo pudo la sombra, amiga, compañera, llegar a esto, a este agente de maldad? Las personas andan por el mundo con sus sombras, ignorantes del peligro. Les muestran sus cuerpos, sus maldades, sus miserables dichas, sus secretos más íntimos. La sombra es más familiar que dios.

Nacemos con las sombras, nos engendran con ellas, o quizás para ellas, a causa de ellas. Como monigotes para su mal, como corderos de su matanza, como el receptor que la violencia necesita para existir. Nuestros cuerpos les pertenecen, nuestras lágrimas, nuestras arterias. El cerebro y la voluntad que late, cada vez menos. ¿Cómo limpiarnos de esta sombra, cómo lo haría yo, si mi madre no pudo?

Sabía que llegaría el día en que yo tendría que darle algo. Se ha llevado mi lengua y me ha dejado el silencio para siempre. Él está completo a costa mía, lo oigo balbucear palabras, como recién nacido, lo oigo intentar una canción, lo oigo romper el silencio que yo no puedo quebrar. A cambio, mi vida se ha vuelto un desecho, un monigote.

Escribo para ver si el cosmos me lee. ¿A quién más podría hablarle ahora, en esta mudez, en este terror? Mi existencia ruinosa, Universo, debería darte vergüenza. La existencia de horror en todo Ser debería considerarse prueba de tu fracaso. Deberías orquestar tu propio fin, tu definitiva desaparición para borrar la vergüenza de haber fallado en la belleza. Mi vida es una forma de reclamo. Mi venganza, sutil y bondadosa: la sombra no puede separarse de mí, no es libre. Y yo le sonrío cuando regresa en las noches, frustrado y molesto, porque no puede alejarse de mí. Mi vida es una forma de fastidiarlo, y es, a la vez, garantía de su existencia.

….

Hay un hombre que me alimenta todos los días. No sé quién es, no sé cuánto lleva aquí. Pero me cuida, me lava a veces, me saca al sol del medio día. A veces recuerdo mi nombre. Julia. Lo escribo como prueba de que estuve aquí, entre estas paredes blanquísimas, de que soporté algo, no sé qué, por mucho tiempo.


Juan Suárez Proaño (Quito, Ecuador, 1993). Poeta y editor. Máster en Teoría Literaria por la Universidad de Salamanca. Ha traducido varios poetas para revistas y medios digitales. Ha publicado los poemarios «Lluvia sobre los columpios» (2014), «Hacen falta pájaros» (2016, El Ángel Editor), «Nos ha crecido hierba» (2018, El Ángel Editor), «El nombre del Alba» (Nueva York Poetry Press, 2019), «Las cosas negadas» (Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2021; Reedición en El Cisne Negro editorial, Honduras, 2023) y «Almas de intemperie» (Antología, Llamarada Verde, Bolivia, 2023). Su cuento «Un ser mínimo», obtuvo el Primer Premio en el «Concurso de Narrativa Alan Coronel». Es Editor en El Ángel Editor y Revista Esteros.



Jaula Viviente

Tocan a la puerta. Tres veces.

Pase, pienso.

Pero las palabras no salen. Solo están en mi cabeza.

Entra la señorita Meli. Igual ya sabía que era ella; ella siempre toca tres veces, y de una forma suave pero firme. Además, es de las pocas que dice “permiso” antes de entrar. Detrás de ella entra un doctor.

No lo conozco.

La señorita Meli me saluda y me pregunta cómo estoy.

Bien, ¿y tú?, pienso.

Ella me sonríe. Me presenta al doctor que viene con ella. Ni siquiera me mira. De tanto que me cambian al doctor ya no me acuerdo de sus nombres. Esta no es la excepción, solo me acuerdo que empezaba con G. Es el tercero este mes. Es más delgado que el anterior, más bajo y más moreno. Ella empieza a hablarle sobre mí, médicamente. Lo de siempre: mi nombre, mi edad, el accidente, que estoy paralizada, y un sin fin de nombres raros, los cuales la mitad de ellos terminan en itis. Después de recibir la charla que la señorita Meli le da a todos los doctores nuevos, se va. Ni un chao me da.

—Qué bonito el doctor —dice ella.

Agarra el control remoto y prende la tele. El mismo canal cocina de siempre. Sube las cortinas de golpe. El brillo me ciega. Hace todo eso con una cara de no querer hacer mal. Me encantaría levantarme para cambiar el canal de la tele de una vez por todas, bajar un poco las cortinas, y decirle que encontré al doctor un irrespetuoso señor.

Digo «me encantaría» en sentido de posibilidad. Una posibilidad inexistente.

***

A las 6, como siempre, vuelven a tocar la puerta.

Cuatro golpes rápidos. Ansiosos.

Es mi mamá.

También pide permiso antes de entrar. Tira su bolso a una silla y me abraza con toda la energía que le sobra de la pega. Tiene una sonrisa en su cara, pero sé que le duele verme así. Sus ojos la delatan.

—Hola, mi niña… ¿Cómo estás?

La falta de respuesta la hace apretar los labios.

—Traje a la Ame conmigo. Te quería ver.

Amelia asoma la cabeza desde el marco de la puerta. Es una amiga de la oficina, casi una hermana para mi mamá, porlo que ya estoy acostumbrada a que venga con ella. Es media rarita: siempre anda vestida con colores exuberantes, cree en todo el tema de las piedras místicas y le fascina lo espiritual. Pero incluso con eso, me encanta verla. Es como mi tía, una amiga más.

Puedo contarle cosas que a nadie más puedo y más de una vez me ha salvado de alguna embarrada.

Me saluda y se sienta junto a mi mamá para conversar. Eso es lo que siempre hacen cuando vienen, y siendo sincera,igual divierte escuchar los cahuines de la oficina. Es como otro canal en la tele. Uno mucho mejor.

***

Justo cuando estaban por llegar a la mejor parte de la historia, la señorita Meli les dice que ya se terminó la hora de visita. Mi mamá se acerca y me da un beso eterno en la frente.

—Chao mi vida. Nos vemos mañana.

Me abraza una última vez y se va. Ahora solo somos yo y Amelia en la pieza. Ella no habla, y eso me estresa. Me estresa cuando nadie llena el silencio que causo. Agarra la silla en la que estaba sentada y la pone al lado de mi cama.

—Sandrita… No sabes cuánto me mata verte así. Tú que tanto gozabas la vida… Y ahora te ves limitada a esto.

Silencio.

—Pero te voy a ayudar. Te voy a liberar. Te lo prometo.

¿Liberarme? ¿A qué se refiere? Me empiezo a poner nerviosa. Mete su mano en uno de sus bolsillos y saca unapiedra naranja.

—Un ojo de tigre. Representan la libertad, ¿sabías?

No sabía, pero me da igual. La posa sobre mi frente. Está helada. Amelia mueve la boca, pero no salen palabras, ypor un momento veo un chispazo sobre mis ojos. Deja la piedra en mi velador y se levanta.

—Tú espera a la noche y vuelve antes del amanecer. Chao Sandra.

***

Con todo lo de antes quedé muy inquieta, pero al final pude cerrar los ojos. Ahora estoy despierta, empapada en sudor. Giro la mirada para ver la piedra en mi velador, pero no solo se mueve mi mirada. También mi cuello. Me quedo quieta, incrédula. Puedo moverlo. Intento apretar mi puño. Puedo. Hago lo mismo con el resto de las partes. Puedo Moverme. ¡Puedo moverme! Me levanto de golpe por la emoción. Es tanta que me caigo de la cama, pero no toco el suelo.Estoy flotando. Ahora estoy confundida. Me miro la mano y puedo ver a través de ella.

¿Soy… un fantasma? ¿Mi alma? Mi duda se confirma cuando al levantarme veo mi cuerpo en la cama. Con que a esto se refería Amelia…

***

Y así, pasaron las horas de la noche, horas en las que hice cosas que nunca imaginé que podría. Y no me refiero solo a volar, sino también el poder columpiarme de nuevo, trepar un árbol, caerme y reírme en el suelo; comer helado (me aseguré de dejar la plata en la caja antes de salir; no tengo las agallas para robar), acariciar a los perros de la vecina, mirarlas estrellas… Tantas cosas que antes de esta noche se mantuvieron como meros deseos inalcanzables. Pero hay un último deseo que quiero cumplir.

¿Hace cuánto que no veo mi casa? Con todas las máquinas que me mantienen, se me hace imposible salir de la clínica. El pensamiento de entrar nuevamente me intranquiliza, el choque entre la nostalgia y el poder saciarla. ¿Tan ajeno se me hace mi hogar ya? Atravieso la puerta y veo una luz viniendo del living. Está mi mamá sentada en el sillón,encorvada y tapándose la cara. El único ruido en la sala eran sus suaves sollozos. Me acerco a ella y la abrazo. La abrazo con la fuerza que no me sale cuando estoy dentro de mi cuerpo. Se siente raro; hace mucho que no lo hago, así que apenas me acuerdo de cómo hacerlo. Al principio, la felicidad que me inundaba cuando por fin pude envolver a mi mamá en mis brazos no paraba de fluir, pero fue casi al instante que lo amargo me pega. A la vez que la abrazo empiezo a llorar. O intento, porque no salen lágrimas, solo aparece ese nudo incómodo en la garganta que te hace arrugar la cara para aguantarla pena y ese apretón de guata. Y lloro porque me doy cuenta de que en el único momento en el que soy yo quien la abraza, ella no puede devolvérmelo. Ella no me ve, no me oye, no me siente. Para ella, este abrazo nunca existió. Y me quedo así por no sé cuánto rato, aferrada a su lado, con una mezcla rara de euforia y desgarro.

—No llores mamá… Por favor…

***

No me queda mucho tiempo; diría media hora. Vuelvo a la clínica (no sin antes haber acariciado a los perros una última vez) y voy a mi pieza. Desde la puerta se ve todo: la tele, las sillas, la cama y yo. Increíble pensar que puedo pasar como un objeto más en esa sala. Es ese pensamiento el que me deprime. Yo no tengo un humano como cuerpo, tengo una jaula. Una jaula de la que recién hoy se me permite la llave por unas pocas horas y que durante el resto del día paso dentro de, sin posibilidad de gritar, de llorar, de vivir. Quiero hacer lo que yo quiera todo el rato, no solo por las horas donde la única alma despierta soy yo. Quiero poder vivir como cualquier otra persona.

Me lanzo contra la niña y la sacudo de los hombros.

—¡Vamos! —le grito— ¡Muévete de una vez! ¡Levántate! ¿¡Por qué no me haces caso!?

¡Por favor!

Pero no pasa nada. Se queda igual que antes. No ha dicho nada y aun así siento que me supera. Me alejo de golpe, yde a poco la rabia es reemplazada por la pena. Pena de saber que estoy muerta y viva a la vez, y no por lo de ahora. ¿Qué diferencia hay entre un cadáver y mi cuerpo? Ninguno de los dos se mueve o habla. Solo recogen polvo y dan lástima.

Y es justo en ese momento que una idea me viene a la cabeza. Me acerco a las máquinas, más específicamente a los cables. ¿Cómo es posible que una persona dependa de tantos cables? Los agarro todos de una, y cerrando los ojos, porque sé que en cualquier momento me puedo arrepentir, los jalo de un tirón. Todo se vuelve un caos: se sueltan las alarmas, las máquinas no paran de sonar, los enfermeros entran por montones… Todo lo veo desde el otro lado de la ventana y con el ojo de tigre en la mano. Dejo salir el suspiro que tenía atrapado en mí y me alejo de a poco. Estoy con ganas de ver un nuevo amanecer desde la playa.


Alicia Lillo. (Connecticut, 2008). De padres Chilenos. Con solo un año de edad  se trasladó  a Santiago de Chile. Desde niña, mostró un gran interés por la literatura, lo que la llevó a adentrarse en el mundo de la escritura. Inicialmente se inclinó por novelas e historias largas, pero con el tiempo se centró en los relatos cortos y microcuentos. Su principal fuente de inspiración es la cotidianidad y aquellas situaciones que podrían sucederle a cualquiera, con las que muchos podrían identificarse. Esto se debe al deseo de crear una conexión entre el texto y el lector y al propio interés de la autora por dichas historias. Por ende, la mayoría de sus cuentos pertenecen al género de la ficción realista o la no ficción, pero incluso en aquellos de otro género, el tema principal sigue siendo universal.


Carolina Zamudio. Periodista, poeta y ensayista. Master en Comunicación Institucional y Asuntos Públicos. Entre sus libros destacan, «La oscuridad de lo que brilla», edición bilingüe español/inglés, (Estados Unidos); «Rituales del azar», edición bilingüe español/francés, (Francia); «La timidez de los árboles», (Colombia); «Vértice», edición bilingüe español/italiano (Italia) y «Las certezas son del sol», (España). Premio Universitarios Siglo XXI del Diario La Nación y Corona al Poeta (Argentina). Creó y dirige la Fundación Esteros y la revista del mismo nombre, además de llevar adelante el Encuentro Esteros.

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