Un ensayo sobre el ensayo

Recordando los juegos de la meta-escritura, el escritor colombiano Leo Castillo se adentra en la exploración del placer del ensayo a través de la escritura de uno. Con prosa divertida y precisa, Castillo nos acerca a este género literario injustamente desplazado del ejercicio de escribir.

por Leo Castillo

Más allá de la pretenciosa normatividad académica, ese corsé de yeso que hoy asfixia la imaginación y agosta la vitalidad del ensayo, hubo plumas felices y desenvueltas cuyo vuelo se remontó con el género a esferas del goce estético equiparables a la música y la poesía. Literatura, es decir arte, y pensamiento, convergían ya antes de ser bautizado el ejercicio con el nombre de ensayo. De una innegociable vocación inventiva, estos ingenios humanos conducidos por un impulso claro y vivificante han sabido reportar el más alto deleite intelectual al lector hedónico. El lector, ese otro término de la conspiración de la inteligencia, reacio a los secos ficheros de imposible digestión en nuestras Facultades de educación denominada superior y de posgrado. Yo he buscado esta conversación más civil de Horacio y de Rilke. Pues ¿qué otra cosa sino ensayo es lo que degusto en las páginas de Cartas a un joven poeta del segundo y en las Epístolas del amable romano? Hay una afinidad no muy advertida entre estas dos cumbres. Las cartas de ambos, arte poética y ensayo. ¡Y qué ensayos! Nadie como mis dos autores ha sabido pensar sobre la creación poética. Horacio, desde luego, inmejorable en A los Pisones. Rilke, en cada una de esas diez sonatas que informan el precioso y apretado volumen.

Si espero ser leído hasta el remate, en tiempos de vulgar afán no me permito ir más allá de un fugaz vistazo al tema. Casi sin importante excepción, las mejores mentes de siempre se han aficionado a su composición. La dulce práctica ha constituido la delicia mental de estos los parias sociales, gitanos urbanos que, un tomo bajo el brazo, hemos buscado en la intemperie misma la sombra del árbol de la ciencia para solazarnos en el cortés disfrute. Regreso al asunto de su denominación. El año 1571, Michel Eyquen, un cortesano de entonces, una socialite, mejor un mundano, para decirlo en el respetable sentido de la palabra, renuncia a un destacado escaño en el Parlamento e inopinadamente toma una determinación peligrosamente cercana al desvarío o, en todo caso, equivalente al suicidio social (Horacio recuerda cómo Demócrito excluía del Helicón a los poetas que tienen sana la cabeza): Eyquen se recluye, salvo el de la servidumbre, sin trato humano, en el castillo de Montaigne, con el propósito de entregarse sin reservas a la lectura y la meditación como única deseable opción de vida, a lo largo y hondo de una drástica inmersión que se prolongará veintiún años. En 1572, este caballero de la Orden de San Miguel, gentilhombre ordinario de la Cámara del Rey, incoa y da a luz en una prosa «cuidadosamente descuidada»[1] una numerosa serie de textos que él mismo dice hechos de «un habla simple e ingenua, tal en el papel cual en la boca; un habla suculenta y nerviosa, corta y apretada; no tanto delicada como vehemente y brusca; más bien difícil que aburridora; alejada de la afectación, desarreglada, descosida y audaz; cada trozo forma un cuerpo; no pedantesco, no frailesco, no abogadesco», camada que se cobijará bajo el humildemente célebre título de Ensayos. Que la palabra es nueva, pero vieja la cosa, ya Bacon lo habrá apuntado. Edmund Gosse, a su vez, ha declarado que el ensayo es «un escrito de moderada extensión, generalmente en prosa, que de un modo subjetivo y fácil trata de un asunto cualquiera».

Este monstruo de mil formas entre de los géneros literarios se caracteriza por la aparición en primera persona del autor, y Michel, ya sin el apellido paterno Eyquen, sino de Montaigne, en nota del autor al lector advierte que se podrá encontrar con rasgos de su condición y humor «porque es a mí mismo a quien pinto (…) yo mismo soy el asunto de mi libro.» Libro como provisional y arbitrario, tan explícitamente propio del autor, referido a lo que le complace y a lo que le choca, siendo trasunto fiel de su paladar, libro somático, así que sus ideas «sufren todos los síntomas de los fenómenos alérgicos.» Su carácter es pues incidental, a veces sicalíptico, con licencias impúdicas, asistemático. Guez de Balzac advierte que en Montaigne cada frase podía ser un principio o un final, que el autor es consciente de lo que está diciendo, pero no parece tener prestablecido lo que viene, como si estuviera haciendo notas de un asunto en el que alguna vez profundizaría. Evade la formalidad y la rigidez del académico, generalmente indigesto y se presenta en traje casual. Pero semejante aventura de la palabra no puede sino ser emprendida por un entendimiento avezado, por un ingenio milagroso.

Entonces sobreviene el auge de la prensa en Europa. Aun con los mismos nefastos achaques de hoy, el periódico se convierte sin embargo en un medio ideal para la práctica del ensayo, lo que, desde luego, comporta mortales riesgos al autor responsable, debido al compromiso de la entrega a tiempo de la colaboración. Por mi parte, he visto con consternación mentes brillantes dadas al traste poniéndose al servicio de la obligada publicación periódica, puntual, ya por precariedad económica, ya por caer en la popularidad fácil que reporta hacerse columnista de nuestros ímprobos diarios. Sobre los columnistas Martínez Estrada trae del Doctor Johnson que «en el ardor de la invención prodigará sus pensamientos en un exuberante desorden y el apremio de la publicación no tolerará que el juicio los revise o los modere.»

Recordemos. Con «The Tatler» (1709) y «The Spectator» (publicación diaria entre 1711–12), Addison y Steele dan inicio a la providencial y escasa tradición de buenos ensayistas que publican en periódicos. «The Rambler», de Samuel Johnson (también mantiene el «Idler»), aparece dos veces por semana entre 1750–52. En Francia, grandes firmas relevan a Montaigne: Descartes, Pascal en todavía en el siglo XVII; Voltaire y Rousseau hasta el XVIII. Tal vez la patria donde se aclimata esta maravillosa planta comportándose quizá no sin descaro como originaria, sea aquella Inglaterra: así Swift, Coleridge, Hazzlit, De Quincy, Rushkin, Stevenson, Wilde, Woolf, por no fatigar al lector, conformarán una nómina que validaría el aserto.

Habitualmente en Le Monde, The New York Times como en los otros famosos diarios contemporáneos se hallan ensayos que comprometen psicología, sociología, historia, política, todos los saberes. En mi tierra, a falta de escritores profundamente comprometidos con el exigente y afortunado oficio del elegante prosar (Vallejo) razonado, indiferentes a la gloria casi secreta y, en todo caso, desdeñada de imaginar (¡ay, días de Luis Tejada, tan prójimo de Disertación sobre un palo de escoba, de Swift!), no hay más ensayistas en la prensa; nuestros columnistas domésticos son los tendenciosos llamados de opinión, política generalmente y de farándula, o bien literatos de agotado oficio en sus mezquinas y febles consideraciones de capilla, sobándose en el chisme y la loa gremial, librados sin pudor a un mercenarismo sin cosa honorable que convidar.

[1] Seguiré a Ezequiel Martínez Estrada en su impagable estudio preliminar a Montaigne, Ensayos, Jackson, 1953.


Leo Castillo. Autor del Caribe colombiano. Ha publicado, entre otros libros, «Historia de un hombrecito que vendía palabras» (fábula ilustrada); «Convite» (cuentos); «El otro huésped»  (poemas); «De la acera y sus aceros» (poemas); «Los malditos amantes» (poemas.) Columnista de Revista Cronopio (Missouri), Diario El Espectador, revista Atarraya Cultural, Revista Baquiana, entre otras publicaciones de Colombia, España, Argentina. Se ha rodado el reconocido documental «Ciudad de letras» (ver en Youtube) sobre este autor.