Juan José Pozo Prado: Vigilar la intemperie

Juan Suárez reseña el más reciente libro del poeta ecuatoriano Juan José Pozo Prado, «Vigilia»: un conjunto de haikus que nos acercan a la posibilidad de hallar aquello siempre luminoso en la dureza de la contemplación.

por Juan Suárez

Entre el sol de ardor prehistórico y la sombra reciente, un caminante observa. A un costado, la vida, la quietud que pesa en las cosas que sospechan su existencia prolongada; al otro, el bullir de la muerte, su agitación, su imposible serenidad. Este enfrentamiento —quizás más antiguo que la literatura misma, tan antiguo como los mitos y el génesis— sostiene al libro de Juan José Pozo Prado, lo estructura y lo ordena. La «vigilia» por sí sola no es posible, esta no es cognoscible sin que exista, en dialéctica, la experiencia —plácida o inquietante, depende de como se mire— del sueño, del sopor, de la fiebre. Siempre he creído —y sin dejar del todo el miedo a equivocarme— que la cualidad que enriquece al haiku, esa práctica escritural tan antigua y tan cambiante, tan misteriosa aún hoy en nuestros días, es la capacidad de concebir y entregar un momento de profunda lucidez, como si la escritura fuera hija de un estado repentino de vigilia en medio de la somnolencia. Ya sea en los haikus más lúdicos o en las contemplaciones más inmortales de los antiguos maestros japoneses, el haiku es una forma de lucidez que, por su propia naturaleza, parece efímera, demanda ser escrita para perdurar su imagen. Me resulta absolutamente necesario pensar en la dualidad vigilia-sueño, lucidez-fiebre, al pensar en el haiku, más aún en un mundo como el nuestro que parece haber perdido toda capacidad de detenerse, mirar, abrir los ojos, «vigilar» y contemplar los antagónicos de la existencia. 

«Contemplar» resulta ser una palabra muy repetida cuando nos referimos a la escritura; sin embargo, Juan José Pozo, en su libro, hace de la contemplación un acto que proviene del movimiento —no debería sorprendernos que el haijin[1] se entregue a explorar, a descubrir, a buscar como actividades génesis del asombro—. El tiempo en que vivimos exige que la lucidez repentina del haiku venga, justamente, del hallazgo, del tropiezo con esa misteriosa piedra en el camino. Y es que después de leer «Vigilia», nos invade la sensación y la sospecha de que aquel sujeto que escribe —un sujeto absolutamente anónimo, casi inexistente, como debe ceder en el buen Haiku— no puede ser otra cosa sino un caminante. Los textos que componen «Vigilia» tienen una peculiaridad —en mi experiencia, poco vista en los libros de haikus—: entre ellos hay una conexión, una suerte de secuencia y de concatenación, como si las escenas transcurrieran al mirar por la ventanilla de un tren que se adentra en un terreno nuevo. Las escenas transcurren bajo umbrales, entre patios, bajo la sombra de los muros y las tapias, como si la escritura nos estuviera revelando un camino, una calle que se abre paso entre casas desoladas. 

Insisto en la idea del caminante, del que «vaga» buscando sin saber, porque muchos de los haikus del libro —algunos se pueden ver en la selección que acompañan esta reseña— tienen como espacio protagonista a la casa. O casas. Casas que parecen haberse vaciado, casas en las que se entra apenas, como el niño que asoma la cabeza en propiedad ajena; casas que se miran como se mira una pensión, un hotel de paso, mas no un hogar: con el alivio que brinda la distancia de lo desconocido, con el miedo que nos da lo familiar. Esas casas son lugares abandonados, solitarios; en ellas, «sólo el musgo cruza las puertas», y perros viejos se mueven apenas como últimos vestigios de una vida pasada. El escritor camina entre esas casa de nadie creando una poética de los objetos abandonados, una poética que se resume, acaso, en las medias que cuelgan de la ventana sin dueño, o de la luz de pronto encendida en el balcón que empuja a la pregunta: ¿quién la ha encendido?, ¿qué fantasma, qué residuo se resiste a irse?

Son inquietantes las casas que la voz poética atraviesa. Son casas que construyen, con su ir y venir entre las páginas, un pueblo fantasma: herido por la desolación, por el abandono, por la vejez y el carcoma. Casas que evocan a aquella del relato de Ray Bradbury —«Vendrán lluvias suaves» se titula y yo pienso ¿acaso no podría ser el título de una colección de Haikus?— que parece moverse sola, existir en soledad después de que la gente se ha ido, después de que la muerte ha borrado al ser que la habitaba. Casas que sobreviven entre el musgo y desde las cuales ninguna voz llama, ninguna voz invita a entrar. Por eso en este libro no hallamos haikus que hablen de espacios interiores: el límite de la «vigilia» es el umbral, los muros comidos por el musgo, la sombra bajo los balcones, los patios donde los perros duermen con lentitud esperando morir. Acaso el mismo escritor es un fantasma transitando esas casas sin entrar en ellas, un fantasma persiguiendo la muerte sin saberlo en un pueblo vacío. ¿Es Comala el lugar al que llegamos con este libro? ¿Dónde queda aquel lugar donde se gritan ancianas abandonadas para siempre en el tiempo del breve poema? ¿Qué vino a buscar, si nadie allí lo habita? ¿Está el caminante también bordeando los parajes de la muerte?

En «Vigilia», la muerte le alcanza el paso al caminante, lo ha arrojado ya a ese lugar donde gobierna. La muerte está dicha en metonimias astutas en varios de los textos: está presente en el cadáver de un zorro y sus dientes blancos, sonriendo para siempre entre la vida del suelo, mostrando su blancura, su pulcritud, su belleza durísima y ósea. Pero este libro está lleno también de símbolos astutos que adquieren significados alrededor de la muerte. La vejez, por ejemplo, o más bien, la cercanía al final, la agonía en formas varias, en imágenes breves e impactantes: la soga alrededor del cuello del animal, las luces siempre próximas a extinguirse, las piedras asfixiadas bajo las aguas de los ríos, los muros ahogados en el mar de musgo y moho, los animales dormidos en el sopor, aguardando solamente la proximidad última. Son varios los lenguajes de la muerte en «Vigilia», pero me atrevo a sostener que lo más impactante resulta verla y sentirla actuar, moverse, como si fuera un estado salvaje de ebullición perpetua. La muerte en «Vigilia» está sucediendo, no ha dejado ya de suceder y no descansa en la inmovilidad: la muerte es el fantasma, el residuo de lo que se agita. Nuevamente pienso en la dualidad y pienso en Blanchot, su compleja y fascinante idea de que todo escritor muere en su texto y resta, de él, un leve aleteo al fondo de las palabras. Como la polilla que bate las alas en el pico del gorrión —imagen de uno de los haikus—, agitándose en su final, creando ese baile sombrío y bello que pasa frente a nosotros afirmando que estamos en el territorio de la muerte. O como el ciempiés que camina no gracias a sus pies, sino a las hormigas que llevan su cadáver, vivas, bendecidas por la muerte —otra imagen, esta, de uno de los haikus del libro—. La muerte actúa en la «vigilia», está rodeada de movimiento, es un agente que afecta al mundo. 

Pero es precisamente la muerte, su acción sobre las cosas, lo que permite que la vida estalle, de vez en cuando, ante los ojos del caminante, de ese fantasma que a veces se despierta. Y, por supuesto, ante los ojos del lector. En «Vigilia» nos invade la sospecha de que la existencia sabe, al igual que sabe el poeta, que se necesita el alivio de la vida, ese destello que pueda sonreír más que la calavera, para seguir andando y seguir en pie. Por eso este libro también destina páginas a ese «nacimiento» necesario. Entre los versos de la muerte, a veces, amanece, o hay luz bajo árboles, o hay mujeres jugando fútbol o una vaca que nos mira pasar —escenas dispersas entre los textos del libro—. Por eso hay el rocío restante en los sembríos lavando los pies del que camina, cansado de la muerte. Ese es el instante de la vigilia, el instante por el que vale la pena el transitar. Este libro insiste en la dualidad, en la vigilia y el sueño, en la muerte y la vida; sintetiza la experiencia humana de andar la existencia en una metáfora que me parece ya perdurable y que se muestra en uno de sus haikus: hallar, en un bosque quemado hace tiempo, el canto del pájaro.

[1]  Nombre que se le da al poeta que compone Haikus.

Flores de tilo
caídas. Cubre el moho
la pared blanca.


En el pico
de un gorrión, ¡la polilla
bate sus alas!


Bajo la lluvia
seis mujeres y un perro
jugando fútbol.


El chancho viejo.
Las marcas de la soga
sobre su cuello.


Sin caminar
está andando el ciempiés.
Debajo, hormigas.


Árboles negros
a un año del incendio
cantan gorriones.


Entre las piedras,
el cadáver de un zorro.
Sus dientes blancos.


Casas de piedra,
ahora sólo el musgo
cruza las puertas.[2]


Nadie en el pueblo,
dos ancianas se gritan
para escucharse


Sube las gradas
el perro de diez años.
sube despacio…


Hierba de cebada,
húmeda por la escarcha,
lava estos pies.


Las hojas secas.
con el chorro de orina
se están trizando

[2]  Primer premio del III Certamen de haiku Kasumi (2023).


Juan José Pozo Prado (Quito, 1995). Filólogo. Actualmente es candidato a Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Alicante. La Pontificia Universidad Católica del Ecuador publicó su estudio sobre haiku y poesía bajo el título Entre dos ríos, una corriente. Influencia de Matsuo Bashō en la poética de Octavio Paz (2021). Ha publicado el poema «Mañana o pasado», texto ganador de los fondos concursables del IFCI (Editorial Blanca, 2021), así como las colecciones de haiku, Sísmicas mariposas (El Ángel Editor, 2013) y Vigilia (2023), además de constar en la antología Hanami como primer premio del III certamen de haiku Kasumi (Sevilla, 2023). Ha participado en congresos, ha escrito para revistas nacionales e internacionales.


Juan Suárez Proaño (Quito, 1993). Poeta, editor. Máster en Teoría Literaria por la Universidad de Salamanca. Ha publicado 5 poemarios. Su libro «Las cosas negadas» obtuvo el Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2021. Es editor en «El Ángel Editor» (Quito) y en la revista «Esteros».