Presentamos una selección de poemas del poeta costarricense Juan Carlos Olivas. Su voz nos evoca la belleza de la supervivencia y el brillo de la dignidad entre las sombras de la orfandad y la derrota.
por Juan Suárez
Canción del pobre
Los pobres son muchos
y por eso es imposible olvidarlos.
Roberto Sosa
Es cómico ser tan pobre
y no poder comprar el Golden Gate
y salir a la calle empecinado
en arrojarle tu miseria a las palomas,
escupir en los ventanales de la muerte,
orinar con rabia entre la niebla.
Es cómico nunca haberse preguntado
la diferencia entre el apetito y el hambre
y descubrirlo como una cita a ciegas,
cualquier día
desempleado,
parecido a un estudiante de lo abyecto,
mientras tus amigos juegan a la Ouija
y se parten a carcajadas al conocer tu suerte.
Mírate ahí, tú no mataste,
seguiste al pie de la letra
lo que decían tus mayores,
amaste a una mujer,
tuviste un hijo,
por ellos luchaste y aun así,
la vida no fue buena.
Te carajearon, te hicieron zancadillas,
colgaste de un puente
y te pisaron los dedos.
Fuiste a una iglesia
y el Cristo se rió al verte así,
demacrado,
vistiendo la misma ropa
en los crucifijos de siempre,
enemistado con la felicidad,
escribiendo un poema
en los resquicios de la lluvia.
Y ahora tienes que volver
a una casa que conoce la palidez
de tus manos vacías,
darle un beso seco a tu esposa,
abrazar al hijo con vergüenza
y mirar esa pared que se cae a pedazos,
porque es muy cómico ser pobre
cuando también se ha nacido
con el signo de la belleza en la frente,
porque es muy cómico ser pobre
y trabajar una tierra que no dará sus frutos,
saber que has hecho de tripas corazón con la poesía
y ponerse a cantar,
pese a todo,
cuando ha muerto la música solar
y el único,
raro instrumento,
es tu confianza.
Edad del temblor
Dios mío,
si eres real
haz de esta página una puerta
y dame tus manos para nombrar las cosas.
Hazme saber
que aún por este cuerpo,
cercano a la ceniza,
puede caber tu voz
como una fruta al fin,
perturbadora quizás
pero embriagante,
y que puedo hacer de ti
lo que yo quiera:
bendecirte, matarte,
contemplar el largo sol
que te nace del sexo
o alabarte en un idioma
no creado todavía.
Quiero saber si existes
debajo de la almohada o el camastro,
en los montazales, en la quietud de un árbol,
en la hora que se espera
adentro de una cárcel
para tocar pieles lejanas,
sudores imposibles.
Mira lo que tu tiempo ha hecho con mi cuerpo;
y, aun así, gocé,
pusiste sal en cada carne que comía;
no te importó que fuese infiel conmigo mismo
y que con otros escupiera
sobre el vino y el pan,
que les tirara poemas a los cerdos,
o que con mis manos agarrara la arcilla
nuevamente
y construyera un ángel negro
para los días de lluvia.
Nada de esto te importó;
como tampoco hacerte el muerto
el día de mi juicio,
cuando invocaba tu nombre
en los eriales de mis propias batallas.
Ahora solo quiero
caminar desnudo por esta habitación
y llamarte una última vez.
Yo no soy más que un arañazo en tu pensamiento, mi Señor.
Ten piedad de estos huesos que humillaste,
y has que las cosas se manifiesten lánguidas,
puras en su propia humedad,
como en un sueño se disipan
las letras de tu nombre.
Un adolescente encuentra este poema en un viejo cuaderno y lo atribuye a su padre
Odio a los adolescentes.
Es fácil tenerles piedad.
Pere Gimferrer
Esta es la edad de las heridas.
La edad de aquellos que no amaron el mundo
porque se fueron fundiendo en él
como rosas fosilizadas en su propia belleza.
Los adolescentes miran las cosas con desdén,
conocen la farsa de los espantapájaros,
saben que sería divertido no acatar el consejo,
aplastar con su mano la piel de los erizos,
beberse toda la lluvia hasta caer de bruces,
hacer, cuando nadie los mire, una corona de lágrimas
que romperán en la sentencia de la nieve.
No están al tanto de lo que perderán mañana,
por eso se apresuran a destruir lo que puedan,
salen al sol con sus lentes de aumento
para quemar con paciencia el corazón de Dios
o las falaces mariposas que les revolotean en el estómago
cuando miran a los ojos a otros de su especie.
Algunos mueren temprano y los que no,
como víboras que mudan de piel,
van dejando de ser adolescentes
para enfriarse la sangre en la pulcritud de los relojes.
Entonces empieza la vida verdadera,
se les desprende la noche del cabello,
les deja de latir esa bandada de monedas transparentes
que llevaron un día bajo el pecho
y rubios o narcisos, o negros de amor
o azules de extrañeza,
se elevan por sobre todo risco
y se despeñan al vacío
porque saben que la felicidad
era esa fotografía donde aparecen solos,
robustos de euforia y arrogancia.
Es por eso que merecen la piedad.
Los adolescentes no saben que están siéndolo
hasta que un día descubren, bajo una sed lejana,
que aquellos fueron años de abundancia
y de esa época,
como un signo sonoro y deleznable,
ya solo quedan las cicatrices de la luz.
Hermanos libros
Los libros no deberían durar.
Después de tanto ojo encima y tanta mano
y tanta violación con lápiz y bolígrafos
debajo de las líneas
y de tanto caerse y ser mordidos
y tanta luz y tardes y sombras
y cuerpos que se durmieron
en sus páginas abiertas
y alcoholes bautizados en sus lomos
y polvo acumulado en tanto verso
y pólvora mezclada con estrellas
y tanto peso y presagio y pesadilla,
deberían estos viejos amigos,
estos hermanos libros,
empezar a pudrirse
como cada ser vivo.
Ellos también merecen irse.
Ser otro punto que se escribe en silencio.
Perecer como un sueño en la palabra
aunque en el sueño su palabra no perezca.
La candela
La noche en que se quedó sin luz
por no poder pagarla,
el poeta encendió una candela
y la puso a un lado de su biblioteca.
Sentado ahí, leyó,
garabateó algunos versos
y se quedó dormido por cansancio.
La candela permaneció encendida largo rato
y cayó sobre el papel,
devorando en pocos segundos
lo que tardó por siglos escribirse.
Exiliado de su propia casa hecha cenizas
el poeta se encuentra en la calle
a un viejo enemigo de la escuela
que al mirarlo le pregunta:
—¿Todavía sigues escribiendo poemas?
Y él, que nada ha tenido ni tendrá,
sin verlo le responde:
—Sí, todavía.
El año de la necesidad
Éste es el año de la necesidad
Antonio Gamoneda
Llegamos al año de la necesidad.
Apenas salió el sol
pudimos medir la dimensión de la catástrofe.
El barro cubría toda nuestra casa;
no dejó lugar para su antigua pulcritud,
y tuvimos que desechar los enseres,
las cartas que flotaban sobre charcos insalubres,
los juguetes que aprendieron la mímesis
con la maleza que arrastraba el río,
la arena que fue pulimentando nuestra vida
hasta sentir el corazón erosionarse dentro;
así, como un breve animal que se guarece
entre las piedras fragmentadas del pecho.
Carecimos de agua y luz
y el sueño era lo único que refrescaba nuestra lengua,
oíamos voces que venían al rescate,
linternas que se colaban en las habitaciones
hasta que una panga ancestral —aún cubierta de escamas—
rompía con su hélice la senectud del fango.
Nos recibían con mantas y preguntas,
nos lavaban la cara para vernos el gesto,
nos llevaron a albergues
donde todos temblaban sin algo qué decirse,
y después de instrucciones ininteligibles
nos dieron nuestra parcela de nada
y nos dejaron solos.
Despertamos a mitad de la noche
porque del cielo caía un agua rencorosa;
resonaba sobre el techo del albergue
y pensamos que pronto tendríamos
una segunda orfandad, y la tuvimos.
Aquel fue el inicio de un mal año,
arponeados por la esperanza y la escasez,
y aunque luego llegaron días claros
nunca podré olvidar —bajo esas noches largas—
el sonido de un cuerpo que tirita,
es algo que no es llanto ni dolor,
va más allá de aquello,
es un rezo que se apaga en la inocencia.
Nuestra casa seguía cayéndose a pedazos
cuando la recordábamos;
al nombrarla, un río invisible
la arrastraba de nuevo
hacia un cielo de escombros.
Quizá entonces ignorábamos
que la vida sabe cumplir sus amenazas,
que nadie se acostumbra jamás a la pérdida,
que tan solo se vive con ella
y se sigue esperando
a la vera del sueño,
como para abrir una puerta
donde el agua ya no rebasará sus límites,
donde el viento no posará su espada,
y el frío sea tan solo
el bosquejo de un mal año
que pareciera no acabar.
Juan Carlos Olivas. (Turrialba, Costa Rica, 1986). Se desempeña como docente. Ha publicado los poemarios «La Sed que nos Llama» (2009) Premio Lisímaco Chavarría Palma 2007; «Bitácora de los hechos consumados» (2011), Premio Nacional Aquileo J. Echeverría de poesía 2011 y Premio de la Academia Costarricense de la Lengua 2012; «Mientras arden las cumbres» (2012), Premio de Poesía UNA-Palabra 2011, «El señor Pound» (2015), Premio Internacional de Poesía Rubén Darío 2013; «Los seres desterrados» (2014); «Autorretrato de un hombre invisible» (Antología personal); «El Manuscrito» (2016) Premio de Poesía Eunice Odio 2016, «En honor del delirio» (2017) Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero 2017 en Ecuador; «La Hija del Agua» (2018), «El año de la necesidad» (2018), Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador, Salamanca; «Las verdades del fuego» (2020) y «Contra un cielo pintado» (2021). Está por aparecer su libro «Los vínculos salvajes».

Juan Suárez Proaño (Quito, 1993). Poeta, editor. Máster en Teoría Literaria por la Universidad de Salamanca. Ha publicado 5 poemarios. Su libro «Las cosas negadas» obtuvo el Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2021. Es editor en «El Ángel Editor» (Quito) y en la revista «Esteros».
