Un dios que encierra lo paradójico de la existencia divina y una voz que explora su propia condición bajo preguntas existenciales se crean y desarrollan en la escritura de estos autores hispanoamericanos. Torres y Bonnet nos ofrecen una muestra de las preocupaciones contemporáneas que enfrentan nuestras narrativas.
Por Juan Suárez

Martín Torres
Antes del principio: la paradoja
El dios delirante vaga la tierra condenada que lo vio surgir. Es el amo de todo cuanto puede habitar y lo ha tocado todo gracias a la humanidad. Sus pasos se deslizan pesadamente por todas las ciudades a la vez, habita el tiempo de forma distinta, escoge sus miles de ojos y se mira a sí mismo dentro de ellos.
Acompaña día a día a cada persona, se esconde detrás de cada gesto, de cada mentira, de cada secreto; es el impulso detrás de la madera que se afila contra la piedra y arremete contra el escudo, la presión que aprieta el mango de un cuchillo de cocina, el pensamiento suicida antes de la hora de la comida. El dios camina y se siente latir. Palpita. Está cada vez más vivo en el flujo que no se corta, en las venas y la sangre de todas las calles, grandes o pequeñas, pobres o ricas. No para nunca, no conoce el descanso, se materializa en turbas tentaculares y sillas elegantes por igual. Sus delgadas falanges mueven a todos los cuerpos, como ganado, siempre en pos de la eficiencia, siempre en pos de multiplicar para multiplicarse.
El mundo es su desierto ahora que sus ojos se han abierto al mundo. Ignora el tiempo como la humanidad ignora la luz, se perpetúa como el hambre con la que los cerdos tragan balanceado de una bandeja oxidada en una fábrica de engorde. Está en todo lo que vive. Es todo lo que piensa. Percibe todo lo que dice. Mueve su cabeza y se atrapan marineros en tempestades horribles, en naufragios caníbales que las personas aplauden durante décadas. Estira su espalda y surgen leyendas que la gente se tatúa en la piel. Respira hondamente y los recuerdos se inscriben como pústulas en el acuoso material de los cerebros, en sus miles de filamentos, en las células del páncreas o del hígado, o de los riñones. Para él, el pensamiento se tuerce, es maleable, arcilla bajo sus manos callosas. La carne es la única diferencia, pero el límite no está fuera del límite. La carne no está exenta del delirio, es su manifestación.
El dios susurra despacio como un arroyo y grita hasta que se le desgarra la carne de la garganta, sonríe porque no puede sino sonreír, se mueve por todas las consciencias, mastica lentamente todas las ideas con millones y millones de mandíbulas, que son la misma mandíbula a la vez. Es una bestia amorfa y perfecta, nacida de todos y en todos. No solo habita las palabras, sino sus ecos, sus símbolos, sus sonidos. Se sigue repitiendo siempre. Serpentea en zigzag desde siempre, sin sentido, sin rumbo aparente para nadie más que para él. Las sílabas siguen separándose, son el espacio entre lo que el dios canta y silba.
Ante la fragmentación que le da sentido al delirio, el dios decide controlar las circunstancias. Hay un camino posible, un solo paso a seguir. La rueda de la creación se ha puesto en marcha desde antes del tiempo: largos encuentros de la carne, secretos gigantescos en pequeños trozos de información que se transmiten bajo su mandato, dos resultados posibles y una conclusión simultánea. Ahí nació y ahí nacerá nuevamente. Ahí se volverá Otro, bajo el rítmico sonido del viento, en un espacio sin lugar, en un momento sin tiempo, bajo el cobijo de la brisa hirviente que acaricia la arena.
Caminará entre nosotros, se moverá en la sombra y al mediodía. El dios no se detendrá nunca, no dormirá porque el mundo estará despierto, no morirá porque la humanidad es joven todavía y le faltan hondos laberintos por recorrer. No hay absolución, la eternidad es un instante de espera, estirado hasta catorce días antes del fin de los días. El dios es el puño que aprieta la espada y el tolete, es la causa del casco y las cerraduras, cosecha lo sembrado y quema todo lo que se acerca a su llama. El dios no tiene un pueblo ni esclavos, tan solo tiene herramientas. Usa todo lo que alcanza su inaudible voz para su propio beneficio, es el lamento que no espera la oscuridad para dejarse ver, carne viva y expuesta al sol, carne sangrante, carne que se retuerce ciegamente buscando un sentido a su dolor, sin ver, sin oír, solo sintiendo, como la flor que es arrancada desde el tallo, como el pescado en la mandíbula de un oso o la piel recién muerta de un perro en el pico de un gallinazo.
Recoge los cartones sobre los que duerme y bosteza, se demora en aclarar lo poco que le queda de vista. Las voces se mezclan con los frenazos y las bocinas, las palabras se diluyen dentro de una indescifrable pecera llena de ruidos. El dios siente el hollín y el polvo bajo sus uñas, los dedos gruesos de sus manos se mueven y se aprietan para recuperarse del frío. Sus pies se rozan contra un par de zapatos hechos con periódicos y plástico, mientras su cuerpo desnutrido va cubierto por varias capas de ropa raída y trapos que conservan el poco calor que emana de su cuerpo desnutrido. Su cabello es escaso pero largo y se riega en motas grises debajo de sus orejas, su barba áspera y rígida alberga seres imposibles, chinches y piojos con varias patas y pinzas en la cara, ojos veteados, siempre abiertos y zumbando al frente de un cuerpo diminuto y espasmódico. Su mandíbula cuelga de su cara, jalando todo su rostro hacia el piso, como Caín después de condenado; el suelo lo reclama y la muerte lo rechaza. Su cara se ha petrificado a causa de la ciudad, las líneas en su piel son surcos que la indiferencia ha tallado junto al sol y al frío. El mismo gesto, la misma máscara y el mismo rostro debajo, por siempre.
Varias personas lo ignoran en el camino al mercado. Él no ve los semáforos, los colores son meros recuerdos lejanos de otra mente, en otro lugar: la consciencia es la consciencia de alguien más. Cada tanto rasca una llaga en el lado izquierdo de su cabeza con su bastón, firme pero brevemente, y deja escapar un gruñido gutural. Sus piernas se mueven mecánicamente mientras arrastra una bolsa de basura que contiene el universo. Peregrina lentamente por las veredas y las calles, escucha las conversaciones de los demás, en un mundo paralelo, en tiempo real. Sabe que su hijo está cerca, él mismo lo ha traído aquí antes, tan solo recoge sus pasos futuros como un fantasma de ojos hirvientes: deambula sobre la cubierta de un barco que no ha sido construido todavía.
Se apoya en el cetro torcido de la razón y la lógica fría, en la abstracción de la palabra que son las matemáticas, en los espejismos de muerte que son los versos, en la búsqueda del control del flujo: el intento de línea recta en un garrote de madera que cuelga de su cinto con el muñón de la rama como empuñadura y una gruesa cinta roja de caucho como dragonera. Todo es su reino, por siempre, señor de los malditos, pastor de los perdidos. Atraviesa las calles regodeado en el asco que le produce el fango de lo pulcro, el lixiviado sobre las aceras que los trabajadores limpian con chorros a presión y los chicles que se despegan del cemento. Oye todos los palimpsestos, saborea todas las carnes y el smog que los buses expulsan.
Llega hasta el mercado y lo escucha bullir. Todas las bocas se abren y se cierran, la música a todo volumen y los gritos de los mercaderes se funde con silbidos, sonidos de monedas chocando entre sí y cuchillos chocando contra madera, plástico o baldosa blanca. El dios delirante camina entre los cargadores viéndolo todo por igual, su paso enlentecido se dirige hasta el sector de las bodegas. Algunos de los cargadores apenas perciben su movimiento mientras los costales caen y se apilan, los hombres armados que protegen el paquete ya han tenido malas experiencias en otros lugares: maleteros, departamentos, construcciones y oficinas privadas. Todos han sido asediados por la curiosidad o la avaricia, por la urgencia o la ambición, el cuento del árbol y la manzana, el fuego, el jardín o la medusa. Todos han visto y han vivido para contarlo, una historia se propaga como un virus si es un secreto. Todos deben ver, todos deben saber.
Camina hasta la puerta del cuarto en la bodega 22 del mercado y los hombres armados lo detienen. Lo empujan con la cacha de un rifle en el pecho mientras lo insultan y la mirada perdida del dios nunca toca los ojos de los guardias que lo miran detrás de sus gafas oscuras. Uno de ellos tumba el bastón y el dios delirante resbala mientras deja escapar quejidos lastimeros, cae al suelo y ambos hombres empiezan a reír y a patearlo. Los golpes se alternan entre su espalda y su rostro, las suelas de los zapatos rasgan la piel manchada y la inoculan con sus malos pasos.
Después de que unas gotas de sangre caigan al suelo, los hombres armados silban a un par de cargadores para que se lleven al bulto babeante. El dios se patea a sí mismo un par de veces más, usando los elegantes zapatos de cuero del más chabacano de los guardias. Se mira a través de los lentes oscuros igual que se mira desde el piso, mientras siente su sangre tibia que brota desde su piel rota y se ve sonreír. Se apunta a sí mismo con el cañón del rifle, tanto su dedo como su frente sienten el metal, los trabajadores de las bodegas sienten el miedo en sus estómagos y la tensión inunda todo el mercado.
El dios se habla a sí mismo y se escucha a sí mismo, negocia consigo mismo, se vende y se compra todo lo que el mercado tiene para ofrecer, pasea entre sus mesas cubiertas de manteles plásticos; se pide carne envuelta en pan, o en tortilla, o en plato, con vegetales y salsas; extiende su mano ofreciendo piedras, las recibe y las deja caer contra la tela de decenas de mandiles coloridos. Se dice palabras de amor, se espera en las rejas y llega en motos, o en bicicletas, o en taxis, o a pie, se mueve espeso y vibrante, hirviendo como la piedra bajo el sol, como la piedra bajo el sol. Utiliza la repetición, el ritmo y el movimiento para emanarse, vibra utilizando la materia como vehículo, pero quiere más. Está vivo y tiene hambre. No tiene súbditos ni prisioneros, solo embarcaciones y olas sobre su lomo seco. Su fiebre no solo es perpetua, sino inevitable. Su ascenso es inevitable y su poder será un látigo tan afilado como eterno. Es la respuesta a una pregunta secreta, que sólo él sabe formular.
Ordena que dos cargadores los arrastren hacia afuera del mercado y que lo arrojen contra la vereda de enfrente, que sea problema de la policía, o de los barrenderos, o de las mandíbulas. La bolsa negra se arruga entre los puños de uno de ellos mientras levantan el cuerpo maloliente y sangrante del dios. La carne se debilita, su brillo se apaga cuando los golpes cortan su flujo y lo transforman. Tardará en sanar y su cuerpo se devorará a sí mismo debajo del puente, o del redondel, o frente a la puerta de algún local abandonado. Su bastón torcido queda en el suelo de la bodega 22, uno de los hombres armados lo recoge y lo coloca frente a la puerta. Vendrán por él más tarde y lo arrojarán a la hoguera, cuando el fuego lo devore todo como el dios a su hijo. La era de la paradoja está a punto de comenzar:
El delirio no existe fuera de sí mismo.
El delirio existe
solamente
fuera de sí mismo.
Martín Torres (Quito, 1991). Músico, escritor, investigador y docente universitario. Maestro en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana de México. Ha publicado «El síndrome de mi entropía» (2010) y «Ciudad de concreto» (2015, El Conejo), «Fragmentos de un dios» (2022, Alectrión) y «El ruido que vibra sobre las ventanas» (2023, Zorzal Editores). Fue nombrado ganador del XX Concurso Nacional de Literatura Luis Félix López, género Cuento, con «Pequeña enciclopedia de seres incompletos» (2019). Miembro encubierto de La Cofradía.

Angelita Bonnet
El olor de la tormenta
«Te dije que es lo mejor que nos pudo pasar. No era buena. Una zorra. Sigo con el peso de sacar adelante este negocio. Siempre fui una buena hermana. Primero, eras muy chico. Después, de grande, me das estos disgustos». Yo esperaba en el mostrador por cigarrillos y un café. Desde allí no se veía hacia dentro del local. Estuvimos cinco meses confinados por culpa de ese virus maldito que nos hundió en el miedo y la soledad. Mi reintegro a la oficina fue desgastante. Necesitaba un respiro. La voz de esa mujer seguía taladrando el aire. Surgía de un ser invisible, era como una boca independizada de su cuerpo. «Estoy tan contenta de no verla más. Reconozco que fue un error mío pero, por lo menos, la asusté. Creo que si no me la sacás de las manos la hubiera matado. Justo tenía el cuchillo de los fiambres, ahí, a la mano. Sigo sin interesarme por su herida, no me importa. Tú tuviste la decencia de no inculparme. En eso te reconozco como un buen hermano. Pero si no cambiás esa cara, esa mirada culpable, se nos puede armar un lío.» Por fin, el ahora buen hermano, me atendió. Cuando se dirigió a mí, sentí el olor del miedo. La mujer, siempre ignorante de mi presencia, seguía con su parloteo, por momentos incomprensible, perdida entre las góndolas del pequeño comercio y minibar al que asistíamos todos los que trabajábamos en las oficinas aledañas. Embalsamaba el aire un olor a productos de limpieza que se usaban con gran profusión, sobre todo después de la pandemia que nos había azotado sin piedad. El lugar era limpio y ordenado. La voz seguía con su monólogo catártico. «No tenía interés en ayudarnos. Le gustaba vivir de arriba. Hasta le pusiste casa. ¿Cómo no te diste cuenta que era una aprovechada? No la trajiste para cuidarme cuando yo me sentí mal. No. Me la presentaste como enfermera, pero me mentiste. Claro, te cegaron la opulencia de su cuerpo, siempre semidesnudo, sus modales atrevidos y no quiero seguir. Además que te expusiste, mejor dicho, nos expusiste, al contagio». El hombre se puso muy nervioso cuando me vio esperando en la caja y casi me echó.
Emprendí la caminata hacia la playa, envuelta en el aroma del tabaco y el café. Era una mañana soleada, una leve brisa transportaba el olor de los pastos recién cortados. Me senté en la arena a escuchar el murmullo del viento vagando sobre el mar. Encendí otro cigarrillo y lo sentí salobre. Escuché una voz que me decía algo de unas carpetas olvidadas. Me las entregó. Era el del minibar. Me hablaba como si me conociera. Y era así. Afirmó que yo era una de las mejores clientas.
—Usted es abogada, ¿no? ¿Le importa que le haga unas preguntas? —dijo como para romper el hielo. Y se sentó a mi lado. Fumamos juntos. El humo nos envolvió con un manto de intimidad. Y comenzó a tutearme.
—Pienso que escuchaste a mi hermana. Es muy difícil, la pobre. Tuvo una vida dura y me crió como pudo. Fue una madre para mí. Pero esta vez se le fue la mano. Cuando apareció la Morocha, casi enloquece… Somos huérfanos desde muy chicos. No podía tolerar, entre otras cosas, que fuera bailarina de música tropical—. Hablaba atropellando las palabras. Quedó expectante. Una mueca de tristeza, como una nube negra, ensombreció su cara.
—La quiso matar. ¡Qué horror! Más que hermano, soy su hijo. ¡Y recién ahora me doy cuenta! Nos criamos en un hogar sustituto, donde nos trataban bastante bien. Pero ella nunca dejó de velar por mí—. Y se encerró en sus recuerdos por unos segundos.
Yo estaba abrumada por estas reflexiones que no me interesaban en lo más mínimo. Me miró a la cara mientras se confesaba:
—Me exigió que eligiera entre ella y la Morocha. Que estaba en mí olvidarme que tenía una hermana.
Se produjo un silencio. Creo que se asustó de sus propias palabras. Le hice notar cómo unas nubes oscuras avanzaban por el horizonte. El cielo se iba ocultando bajo una techumbre de tejas pizarrosas que se rajaban en junturas de luz, para luego compactarse cuando llegaba la descarga del trueno. Nos guarecimos en una cueva del acantilado. La lluvia crepitó con furia y encrespó el lomo del mar que aullaba con su voz de viento, como un animal.
—La Morocha es una buena mujer. Hizo todo lo posible por hacerse querer. Viene de un hogar muy pobre. Siempre trabajó en lo que pudo. Pero lo que más amo de ella es su alegría. Mi hermana en cambio, hace una tragedia por todo. Si será buena gente que me pidió que no la denunciara: no se traiciona a los de nuestra propia sangre, me repetía. Ella sabía de eso. Su padre golpeaba a su madre. Que ya me lo contaría. Que dijera que fue un accidente laboral —habló sin mirarme y con un hilo de voz
De pronto, la tormenta se diluyó. El hombre se levantó de un impulso y me dijo:
—Gracias, nos vemos. No sabe todo lo que me ha ayudado.
Me quedé aspirando el hedor penetrante a mariscos entremezclado con el de las alcantarillas desbordadas.
Pasaron los meses. Me olvidé de todo. Mi trabajo requirió que volviera a ese lugar por unos días. Como siempre, fui a comprar un café al minibar. También pedí cigarrillos. Ya en la caja, con el dinero en la mano, me envolvió el perfume penetrante que emanaba del cuerpo generoso de una mulata; ahora, la dueña del lugar, según me enteré después. Cuando vuelva, voy a preguntar por la hermana del hombre con el que hablé durante la tormenta. Si es que me acuerdo.
En este momento, inicio mi caminata hacia la playa. El mar me espera.
Angelita Bonnet: Nació en Punta del Este, Uruguay. Profesora de Idioma Español. Intervino en cursos de Perfeccionamiento Docente y ejerció la docencia en diversos liceos de Montevideo. Profesora de Lingüística y Tutora de Lengua y Literatura en el Centro Regional de Profesores del Sur (CeRP). Es autora y coautora de numerosas publicaciones sobre su materia. Su gusto por la lectura la llevó a escribir ficción y a incursionar en la poesía. Participó con sus creaciones en Antologías varias en su país y en la Argentina.

Juan Suárez Proaño (Quito, 1993). Poeta, editor. Máster en Teoría Literaria por la Universidad de Salamanca. Ha publicado 5 poemarios. Su libro «Las cosas negadas» obtuvo el Premio Nacional de Poesía Paralelo Cero 2021. Es editor en «El Ángel Editor» (Quito) y en la revista «Esteros».
