Paul Brito, Restos orgánicos de un mundo anterior

Se fue la madre y con ello se vuelve a inaugurar el mundo. Y Brito lo moldea —desde la pérdida— a su antojo, revisando los objetos que el azar le sirvió a la carta, con maestría y firmeza. Con la experiencia de un camino literario consistente.

 Por Carolina Zamudio

Lo que no tiene nombre, la novela que la autora colombiana Piedad Bonnett escribió luego de la muerte por suicidio de su hijo a causa de una enfermedad mental, es un desgarro, un duelo —probablemente de los más difíciles que deba pasar un ser humano— y es, sobre todo, la más honesta de las búsquedas de respuestas. Así, el desgarrador libro tiene un tono confidencial y catártico, pero sobre todo es una indagación por explicaciones, médicas y personales, para atravesar o explicarse, si acaso se pudiera, los percances de ese dolor. La obra podría, a vuelo de pájaro, ser catalogada como una narración sobre las circunstancias de la muerte, o la vida luego de la ausencia inabarcable de un ser querido. Parecidas condiciones están en la génesis de Restos orgánicos de un mundo anterior, la novela más reciente del escritor del Caribe colombiano Paul Brito (quien fuera ganador de la Beca Esteros 2020), editada recientemente por Seix Barral.

           Quien parte, en este caso, no es el hijo, sino la madre. «Lo único cierto es que el mundo está levantado sobre el más completo misterio, comenzando por la desaparición de un ser querido: ese hueco sin fondo, esa pregunta sin respuesta», dice Brito casi promediando el texto. Esta cita sea quizá síntesis del camino de las ciento sesenta y ocho páginas, en las que se narra para buscar algo que, a priori, se intuye no se hallará. Como quizá siempre debería intentarse que fuera, el disfrute está en el lapso temporal que se construye, no en el punto al que se quiere llegar. Restos orgánicos…, igual que el libro de Bonnett, se adentra en la medicina —el Parkinson, en este caso—, pero no para desenmascarar ciertas prácticas de los laboratorios o diagnósticos confusos. La diferencia sustancial entre uno y otro libro es que Brito bucea en la ciencia de una forma por momentos mágica, casi espiritual. Se vale, paradójicamente, de los axiomas referentes al mal que sobrellevó su madre para invertir razones o amalgamarlas con signos proféticos o ancestrales, en busca de la más real de las literaturas. Asimismo, en lo formal toma distancia como narrador al contar la historia en tercera persona, lo que sin dudas evita que caiga en lo confesional.

           Con la lógica de las ciencias duras, Brito se adentra sin titubeos en la belleza profunda de la poesía como quizá nunca lo haya hecho en ninguno de sus libros anteriores. Ya desde La muerte del obrero, de 2014, podía leerse al autor como un gran cronista inmerso en la auto ficción, con las licencias propias de quien se mueve en la literatura a paso firme, a sus anchas y desde una voz propia. Sus novelas no dejan de ser cuentos enlazados, sus cuentos tienen el perfume del relato, el relato es también crónica, y todo ello, sobre todo esta vez, echa mano del género poético como elemento distintivo. Al igual que en esta novela, en La muerte… se leía una historia que comenzaba en la infancia y cerraba en el paso a la adultez, por la llegada del trabajo y el crecimiento. Acá puede encontrarse el mismo sendero, aunque no necesariamente con un hilo temporal cronológico, y con la diferencia de que la evolución es simbólica: se fue la madre y con ello se vuelve a inaugurar el mundo. Y Brito lo moldea —desde la pérdida— a su antojo, revisando los objetos que el azar le sirvió a la carta, con maestría y firmeza. Con la experiencia de un camino literario consistente. En lo que atañe exclusivamente a la historia, pero quizá pueda trasladarse también a Paul, el escritor, queda flotando en el aire un enorme interrogante: ¿se puede ser realmente padre solo cuando se deja de ser hijo?

           El libro está conformado por cuarenta y dos crónicas breves, muchas de ellas de títulos llamativos y bonitos, igual que los epígrafes, incluido el del mismo James Parkinson, autor también de la frase que titula la novela, en uno de sus propios ensayos no traducido al español, de su derrotero como médico, sociólogo y paleontólogo. Como ofrenda post mortem que es, el narrador fusiona pasado, presente y futuro en esos restos de vida que conforman en la obra lo real y lo imaginado: trae la mirada de la madre y su olor, su lengua materna como condición indispensable, incluso, de este propio libro, sus curiosas orejas, la textura del cuerpo, su motricidad antes y después de la enfermedad, su oído… como si de una complicidad muy íntima entre ellos se tratara, pero que debe ser plasmada en un libro que seguramente ella aprobaría con un guiño o un abrazo plácido.

            Como en casi todo el camino literario del autor, hay una obsesión por el tiempo y un mecanismo muy aceitado por tratar de desentrañarlo, explicarlo o, de forma sutil pero premeditada, inquietar con ello. «El tiempo parece una rama que arde y finalmente se apaga», dice de forma llana pero poética, solo una de las veces que habla de él. En la novela, la construcción de ese tiempo se vale de recuerdos atemporales o sucesos paranormales que se cuentan con la naturalidad y la certeza de la salida del sol. También de circunstancias en apariencia banales en las que sin embargo se pone una mirada para perpetuarlas, como la mecedora de la abuela que le da el ritmo de la vida a la nieta.

           Cada capítulo es una postal que consta de muchas imágenes, paisajes y cavilaciones por las que pasan los padres del protagonista Pe, sus tías, abuelos, amigos, mujer e hijos, entre otros. Cada texto tiene una suerte de destino circular. Y una lógica que el narrador debe entender, o se ve impulsado a explicar, como metodología para desentrañar lo emocional. Como es el caso del Árbol de levas, concepto de la mecánica, o mejor aún, una pieza dentro de un engranaje mayor, como la palabra a la literatura, ella misma a la vida y sus enigmas. Ese árbol es título del último capítulo de esta novela y de un libro anterior del autor y pareciera que así funciona el propio mecanismo del escritor: Brito toma un recuerdo como si fuera un objeto y lo mira desde todas sus aristas posibles con ánimos de desfragmentarlo, deconstruirlo, exprimiendo significantes y misterios desde un mandato literario. Pero también aparecen conceptos como ‘cinesia paradójica’ o ‘Secuencia de Fibonacci’, el fundamento del número áureo o la razón dorada, que toca las artes todas y el universo. Y vuelve al niño que, en La muerte del obrero y también aquí, tiene afición por desarmar electrodomésticos; el escritor desmenuza esos instantes para darles su lugar en el cronograma de la vida y la escritura: por qué y para qué. Y desde esa perspectiva lo narra. Por ello mismo, la lectura cuenta con el privilegio de plantear varios planos, desde el más superficial de la anécdota hasta el que, intuyo, Brito intenta ofrecer desde su particular sensibilidad racional y casi que digerido. Existe, quizá, solo una excepción a esta guía de lectura que traza y son dos breves sueños en los que, a lo mejor por única vez, hay una invitación deliberada para la libertad del lector de concluir él mismo la historia.


El camino de la honestidad

           Una de las consecuencias probablemente indiscutibles de esta novela es el estremecimiento ante la honestidad desde la que se dice, como así también una mácula de serenidad que probablemente sea producto de las propias circunstancias centrales de la historia. “Recuerda que no había solemnidad en sus palabras, solo honestidad”, dice Pe de un niño de uno de los cuentos colaterales hablando ante la muerte, dice Brito que Pe decía, cuando lo que él mismo estaba oyendo en la evocación eran las resonancias de esas palabras en él. Es integridad reconocer el propio dolor y el desamparo con el que se crea literatura en un acto ritual que va mucho más allá de una ceremonia de despedida, queda plasmado en belleza, en páginas de gozo por lo vivido. «Como si cada cosa dejada por su madre fuera también una medalla que él debía preservar para recordarla, Pe atesoró obsesivamente algunos de sus objetos personales, entre ellos su perfume y un crucigrama que estaba llenando al momento de morir. Las letras apenas eran legibles por efecto del párkinson y la debilidad que sufrió en los últimos días (…) La pérdida del crucigrama le hizo preguntarse una y otra vez por la pérdida mayor, lo impulsó a rastrear pistas aún no borradas, a buscar afanosamente pedazos intocados de la desolación.»

            El libro está tocado por una nostalgia que se mastica, procesa, tamiza para darle sentido a todo, añoranza por las personas que todos fueron cuando la vida no era la vida, sino «solo una fiesta». También se aborda la sabiduría oriental y la de los aborígenes de su propia rama familiar, la que traen las presencias reales de fantasmas personales y familiares, la de la cultura Caribe, la del exilio y la vuelta, la de los antepasados brujos… y todo mirado desde un universo predominantemente femenino, en el que las mujeres son quienes tienen la fuerza y la prestancia que el mismo protagonista a veces no encuentra, ya desde la madre, ya desde las abuelas, las primas o desde la propia hija.

           “Para su madre también había acabado el reposo, porque el reposo no existe. Ni el reposo ni la muerte. Solo el movimiento, la continuidad que nivela los contrarios y los estratos de la tierra, sus montañas y canteras.” Final y curiosamente, la obra resulta en una oda al movimiento, una celebración de la vida que se escapa y es urgente escribirla para lograr que ella misma, su continuidad, sea un precioso testimonio.



Paul Brito, escritor y periodista. Reside en Barranquilla (Colombia). Su libro «El proletariado de los dioses» (Collage Editores, 2016) estuvo nominado al Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana. Ganador de la Beca Esteros 2020 de la Fundación Esteros.

Carolina Zamudio, Poeta y ensayista. Creó y dirige la Fundación Cultural Esteros, y la revista del mismo nombre. Reside en Montevideo.