Novedades editoriales

Tríptico del desamparo

Pablo Di Marco

Tríptico del desamparo —ganadora de la XIII Bienal Internacional de Novela “José Eustasio Rivera”— fue recientemente publicada en Argentina de la mano de Odelia Editora tras sus anteriores ediciones en Colombia y España.

a novela del autor argentino Pablo Di Marco cuenta el fin de una época de esplendor editorial a través de una historia que nace en la Buenos Aires de los años 70´ y culmina en cuatro décadas más tarde, en una Venecia al borde del derrumbe.
Aquí les compartimos el primer capítulo:

Como siempre, durante la bajada en el ascensor me cubro el cuello con el pañuelo de seda. Don Gómez, inevitablemente en la puerta del edificio, alza la boina y aparta la manguera para dejarme pasar. Ya en la esquina de “La Biela”, el diariero me da El mundo y el espantoso caramelo de coco para que no le caigan mal las noticias, señora.

No aprecio esta confitería por sus ventanales con vista a un verde que ya casi no distingo, sino por su sempiterno mozo, al que no debo decirle una palabra para que me sirva el mismo pedido de cada tarde.

—Ahí andamos. ¿Vio, señora? Esperando que se largue un buen chaparrón que afloje un poco esta humedad. Porque lo que son los huesos con este tiempo…

Y esta amable sexagenaria tan distante como cortés, que cada tarde se sienta a la mesa acostumbrada, asentirá levantando las cejas encima de los lentes oscuros, y después tomará su té con una nube de leche.

En nada me hará falta este país, inabarcable hasta la grosería para sentirlo propio. Tampoco esta ciudad, cada día más semejante a una jovencita inmadura haciendo equilibrio sobre los tacos de su madre. La pérdida de mis rituales y la ausencia de estos ínfimos afectos a los que me aferro a falta de algo mejor, serán lo único que echaré de menos de este sitio.

—¿Soñando, ragazza? —Álvaro me besa en la frente, y se sienta tras dejar su bastón a un costado de la mesa. Ha aparecido de repente, una sorpresa de las que es afecto.

Se lo ve aún más elegante que de costumbre. Un sobrio pañuelo de seda le asoma desde el bolsillo del saco, en consonancia con la corbata de rombos azules. Advierte cómo le estudio las mejillas extrañamente enrojecidas.

—Ocurre que después de la afeitada —explica—, un jovencito nuevo me mantuvo más de la cuenta bajo la toalla caliente. —Pide un café y una copa de anís, y agrega con tono burlón—: De haber sabido que me someterían a una sesión de vapor, hubiese llevado el traje de baño…

Conozco al dedillo sus ocurrencias e ironías. Ya no logran sorprenderme, pero igual las disfruto. Él lo sabe, y se deleita con mi sonrisa. Uno de nuestros tantos modos de sostenernos.

Saco de la cartera la traducción.

—Terminada —digo.

Álvaro hojea el centenar de hojas mecanografiadas, revisa un párrafo cualquiera.

—Lo leeré al llegar a la editorial. Pero no comprendo cómo lo hacés.

—¿Cómo hago qué?

—Estar cada día más bella.

Me siento una estúpida. ¿Cómo es posible que sus halagos aún logren sonrojarme?

—No te rías de mí.

—Nada más lejos de este humilde servidor. Hablo en serio. Muy en serio. Más de una jovencita anhelaría tener tu piel—. Ni que hablar de tu porte. La Valli no te llega a los talones.

—¿Semejante actriz? —digo sonriendo—. Jamás pensé que algún día escucharía algo así… Mejor volvamos a la traducción.

—Te estás acariciando un aro.

—¿Y cuál es el problema?

—Que sólo lo hacés cuando estás nerviosa.

—Mejor volvamos a la traducción —repito más decidida—. Le hice infinidad de marcas al original. No sabía que mi último trabajo también consistiría en corregir errores ortográficos.

—Ragazza, ragazza… —dice con aire sufrido, un padre reprendiendo a su bambina—. No podés trabajar por siempre con Boccaccio y Petrarca. No se encuentra un clásico bajo cada baldosa, a no ser que pretendas traducir por vigésima vez a Manzoni.

—Sería un gusto. Manzoni me haría reconsiderar mi retiro.

—Siempre exigente, mi Irene. Siempre exigente. Así serás hasta el último aliento. La autora —le da a las páginas unos golpecitos con las yemas de los dedos— es una muchachita que vende de a cientos de miles. Hay todo un mundo allá afuera buscando convencerme de su supuesto talento. No faltan quienes dicen que lo que escribe se ajusta a lo que hoy piden los lectores.

—¿Y desde cuándo te importa lo que piden los lectores?

Álvaro busca refugio en una servilleta, endereza sus pliegues y vuelve a dejarla en su sitio. Se acerca el mozo para servirle el pedido, y me informa que están cayendo las primeras gotas.

—Debió haber traído un paraguas, señora —se lamenta—. El chaparrón va a bajar la temperatura, y se puede pescar un lindo resfrío.

Álvaro espera a que se aleje.

—Ser el dueño de la editorial —dice apartando el pocillo de café sin espuma—, no me exime de sentirme, por momentos, el último empleado. Somos… somos vestigios de otra época, Irene. Viejos bailarines. Viejos bailarines intentando adaptarse a un compás veloz, luchando por seguir el paso sin caer en el ridículo.

Entrecierro los ojos, esfuerzo mi mirada. El mozo estaba en lo cierto: las primeras gotas rasgan los ventanales de la confitería.

—Espero que el tiempo libre te acerque nuevamente a la escritura —dice Álvaro.

—¿Volver a escribir? ¿Para qué? ¿No son elocuentes los resultados? No insistas. Acabo de jubilarme. Estás hablando con una vieja jubilada.
Se lleva la copa de anís a los labios. Reanimado, saca una cajita del bolsillo del saco y la acomoda sobre la mesa. Con un gesto enigmático me invita a que desate el moño de seda. Al abrir ese pequeño cofre, un estupendo reloj de oro blanco refulge en mis manos.

—Es mi homenaje. Tantos años de trabajo juntos.

Sujeto el Longines, me percato del modo en que las agujas giran veloces en el cuadrante.

Somos vestigios de otra época, Irene. Viejos bailarines intentando no hacer el ridículo.

Trastos caducos. Antiguallas, muebles en desuso a punto de ser cubiertos con sábanas.

Y de pronto advierto una cavidad en alguna parte de mí, un hueco ardiente en donde debería haber algo. Lo mismo les sucede a los mancos, a los mutilados. Un dolor agudo y tangible en donde ya no queda nada.

—Está… Está fuera de hora.

Álvaro sonríe con tristeza.

—Marca cuatro horas más, ragazza. La hora de Italia.


Mañana será otro día

Gladys Franco

os relatos se suceden en hilos de voces, susurros y silencios que se entretejen con la hondura de los personajes y que nos conducen por laberintos descriptos minuciosamente por la autora.

Cada historia es una y todas, así como cada día es uno y el que vendrá, invitación que se nos realiza desde el título poniendo en tensión temporalidades y atemporalidades, ofreciéndonos una sucesión de espejos en los cuales mirarnos, o tal vez, encontrarnos.

Margarita Muñiz


Para simplificar

Cristina Carneiro

ristina Carneiro nació en Montevideo en octubre de 1948. En 1967 publicó Zafarrancho Solo (reeditado en 1969 y 2010) y, en 1975, Libro de Imprecaciones. En la década de 1970 vivió unos años en Luanda (Angola) y Nueva York, y en 1980 se trasladó a Londres, donde trabajó durante 30 años como traductora especializada en derechos humanos para la sede mundial de Amnistía Internacional. Este libro, además de poemas de los años setenta, recoge algunos textos de las décadas siguientes –recaídas esporádicas en la poesía, de todas las cuales se recuperó–. Dado que, a su entender, no tenía mucho para decir y lo que tenía era de poca monta, le pareció mejor tratar de ser útil en este mundo de otras maneras más tangibles. Y desde entonces sigue dejando de escribir.


Vidrios sin sol

John Better

Relato del libro 16 atmósferas enrarecidas, ganador del Premio Nacional de cuento Jorge Gaitán Durán.

oche: calles desiertas, sombras felinas alargándose en los andenes. Una luna apenas visible entre espesas nubes, algo de frío, un ambiente poco probable en una ciudad como está a merced del calor infernal. No debí salir, me digo mientras avanzo.

¿A dónde me dirijo? No sé, mi memoria se reduce a un par de instantáneas donde estoy junto a mi padre en un viejo circo o un parque de la ciudad con inmensas cabezas de personajes de Disney.

De pronto veo moverse algo a un costado de la calle, algo que emite un raro sonido. Me acerco, medio cierro los ojos y me inclino hacia aquello con cautela: un perro emerge de la sombra de un árbol, rasga bolsas de basura. Me ladra, enseña sus dientes y gruñe tomando posición de ataque. Me muestro apacible y me marcho. Sigo mi camino sin saber a dónde. Antes de alejarme le enseño los dientes, el animal no deja de pelar sus colmillos. Casi llegando a una esquina presiento alguien a mis espaldas; viro el rostro y veo a una mujer vestida con trapos viejos y rasgados, luce un escobajo entre las piernas.

—¿Crees que puedo volar? —dice ella.

A esta hora de la noche todo es posible, pienso, mientras continúo mi marcha en una ciudad que entra en su incipiente madrugada. Alzo la mirada hasta un alto edificio y desde una ventana iluminada alguien arroja tirillas de papel dorado.

—¿A dónde vas a esta hora, muchacha?

Hago que no he escuchado nada. La voz volvió a indagar:

—Dame un poco de lo que llevas en la mano.

Bebo de la botella que traía en la mano y sigo sin mirar atrás. Las paredes llenas de grafitis cuentan una historia, a esta hora es más fácil entender cada letra encriptada en los muros: «Mi alma ya no resiste este cuerpo inmundo», dice ese grafitiado en la fachada de la horrible alcaldía municipal. Un auto pasa veloz del otro lado de la calle:

—¡Lena!, ¡Lena! Le… —grita una voz de hombre.

Sigo caminando. Camino, siento el aire helado entrando por mis fosas nasales. Una patrulla policial pasa lenta.

—¡Lena! —dice el oficial negro.

—Ese no es mi nombre, contesto.

—¿Estás de mal humor hoy, nena? Dice el otro uniformado.

Acelero el paso. La patrulla sigue su rumbo.

—¡Lena! —dice una voz que viene de ninguna parte. Camino más rápido, intuyo que algo no anda bien. Empino un trago de la botella. Otro perro se cruza en mi camino, me sonríe. Los perros no sonríen, me digo, algo no está bien. Desde otras ventanas descienden tirillas de papel dorado. Una lluvia dorada de papeles centelleantes. Un coche de bebé yace solitario junto a la estatua de Bolívar en la plaza. Algo no está bien, me digo otra vez.

Ahora corro, pasan veloces imágenes ante mis ojos: nada concreto. Tropiezo, la botella se hace trizas, una de mis manos sangra. Me levanto, mi imagen se refleja en el inmenso vidrio de un almacén de ropa. Dos maniquíes me observan, uno lleva un hermoso vestido color turquesa, al otro le falta un brazo y yace totalmente desnudo como yo en el reflejo de la vitrina. Sería tan fácil tomar esa piedra que me hizo tropezar y quebrar el vidrio, tomar el maniquí manco y ponerme a bailar con él hasta que amanezca.

Tierra en los pies. Retrato íntimo de Hugo Soca

Alva Sueiras

uchos en Uruguay saben quién es Hugo Soca pero pocos conocen la historia que subyace tras el personaje mediático. Su historia es una historia fantástica, llena de emociones y aprendizajes de vida. Hugo creció feliz al calor de una familia muy humilde dedicada a trabajar la tierra de sol a sol. Siendo apenas un chiquillo soñó con lo impensable: un futuro despegado de su realidad, donde la tierra y los animales marcaban los quehaceres del día. El tiempo, el esfuerzo permanente y su intuición innata le fueron dando las pautas para construirse a sí mismo, sobresalir y cumplir todos esos sueños que siendo un niño supo codiciar. Hoy Hugo es uno de los protagonistas fundamentales de la gastronomía nacional. Estas páginas encierran no sólo las claves de un éxito trabajado centímetro a centímetro, también su historia de vida, su esencia y cómo es él cuando se apagan los focos y se sienta con sus seres queridos a conversar.