Las tres grandes de América

Con familiaridad y admiración —nacida de pertenecer a la misma América y a la patria de la poesía—, Carolina Zamudio reconstruye el perfil de las tres poetas fundamentales de nuestra lírica sudamericana; nos aproxima a ese «disparo de luz» que solo es posible en su recuerdo.

Por Carolina Zamudio

Entre las brisas cálidas del verano en el Río de la Plata, al sur del mundo, transcurre 1938. Se concreta la afortunada idea de reunir en Montevideo a Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral y Alfonsina Storni. Sucedió un enero de hace ochenta y seis años, y cabe preguntarse hoy si tan oportuna iniciativa no fue un homenaje anticipado a quienes serían luego, y para siempre, tres pilares de la poética escrita por mujeres de América latina. El objetivo del encuentro era hablar sobre el rol de la mujer en la literatura, pero el tiempo convirtió a aquella reunión en un hito cultural, un parteaguas que reunió a tres poetas que, simultáneamente, cada una desde su origen y características singulares, estarían escribiendo la historia de las mujeres en las letras al hacer lo propio con sus vidas y la poesía. Y sucedió en la capital uruguaya, donde también Ibarbourou fue nombrada alguna vez para la eternidad como Juana de América, en un acto llevado a cabo en el Palacio Legislativo —ocasión en que la «desposaron» con el continente mediante el simbolismo de colocarle un anillo de oro: ritual cuasi religioso en el más laico de los países de América—.

Ibarbourou, uruguaya nacida en 1979 en la localidad de Melo; Mistral, 1889, natural de Vicuña, al pie de la Cordillera de los Andes; y Storni, poeta argentina que nació en 1892 en Suiza, debido a cuestiones familiares, pero que vivió su infancia y adolescencia en dos provincias argentinas. Las tres conforman la genealogía de la poesía escrita por mujeres en el continente americano, y cuya impronta no conoce fronteras. Si algo las unió, además del hecho de ser contemporáneas, fue la voluntad de salirse de las normas, cada una desde su lugar, pero con la misma y ferviente determinación. Desde sus propias formas de habitar su época, desde ciertas coincidencias pero sobre todo desde divergencias que las hicieron señeras, ocuparon el lugar que creyeron que les pertenecía y abrieron el camino de las poetas que vendrían luego. Las tres desde la convicción de sus paisajes personales, interiores y exteriores, marcaron a perpetuidad y simultáneamente la literatura en lengua castellana.

Además del tiempo histórico, las ensambla la necesidad de trascender del ideal femenino de la época, de lo meramente doméstico, y, particularmente, ejercer el trabajo de la escritura como profesión, algo inédito en ese momento (entrada al siglo XX), salvo excepciones como las de la boliviana Adela Zamudio Rivero, la peruana Magda Portal o la ecuatoriana Adelaida Velasco Galdós, entre otras pocas. Esta última, además, una de las promotoras a la postulación de Mistral para el Premio Nobel de Literatura.



Juana de Ibarbourou (Uruguay)

La tranquilidad de una ciudad uruguaya de frontera a casi cuatrocientos kilómetros de Montevideo, donde la exuberancia de las cuatro estaciones se demuestra vivaz, es lo que contempla la infancia de Juana Fernández Morales, más tarde Juana de Ibarbourou. Temporales de lluvia y áspero frío en otoño e invierno, el calor pegajoso en diciembre y enero, un río, otro, el Tacuarí, el campo, la higuera, el ciprés, la enredadera y la libertad salvaje de la naturaleza toda. Igual que Storni y Mistral, vida y obra fueron intrincándose en Ibarbourou para conformar la senda singular de la poeta y de la mujer, algo particularmente significativo para alguien que escribiera poesía en la última década del siglo XIX.

Casada con un militar a los veinte años y con quien tuvo un solo hijo, la uruguaya cumplía con los requisitos de la época y de la clase a la que pertenecía por mandato social, pero también, desde temprana edad, más aún luego de casada, Ibarbourou huía por instinto hacia márgenes poco usuales. La voz lírica manifestaba su amor por las cosas y los seres, pero también se rebelaba, mostrándose en la contradicción de un ser salvaje —como ella misma se describió—, que pertenecía, pero se salía del molde. Bella y sensible, indómita, quien sería más tarde «Juana de América» iba haciendo, para satisfacción de algunos y molestia de otros, mucho ruido al andar: Yo iré como una alondra cantando por el río/ y llevaré a tu barca mi perfume salvaje/ e irradiaré en las ondas del arroyo sombrío/ como una azul linterna que alumbrara en el viaje, escribe en el soneto «Rebelde».

Joven de pueblo en la última década del 1800, que no venía de una familia acomodada ni con antecedentes de intelectualidad, se escondió bajo el anonimato del seudónimo para publicar sus primeros textos en periódicos. «Las lenguas de diamante» fue el libro que le dio el primer reconocimiento fuera del Río de la Plata, particularmente en España. En la Casa Museo de Miguel de Unamuno, ubicada en el centro histórico de Salamanca, se conserva parte de la correspondencia que la uruguaya mantuvo con el poeta posromántico. «Gran Don Miguel» (es así como aquí en América lo llamamos), escribe Ibarbourou en la carta de una sola página, de exquisita caligrafía cursiva de mayúsculas alargadas, en la que le pide sus impresiones sobre el libro, y que lo haga llegar a Antonio Machado y a Juan Ramón Jiménez. Los tres, más otros intelectuales de ese tiempo, se preguntaron quién era esa mujer del sur de América que escribía sobre y desde la cosmovisión femenina con vehemencia, y aunque en la primera época con cierta candidez, de tono y temática definidos. La respuesta de Unamuno destacaba la desnudez espiritual de la poeta y, además, su frescura.

Desde el fondo del alma me sube/ un sabor a pitanga en los labios. Su obra se destaca por el deslumbramiento ante la naturaleza, lo humano y la existencia toda. De enorme sensibilidad, escribió siempre desde la intimidad del escenario personal hacia (y sobre) lo universal. Me verás reír/ viéndome sufrir. En el aspecto formal, se la ubica en el final del modernismo, y a pesar de que, naturalmente, se acogía a las normas clásicas de la rima y la métrica, su música fue de algún modo particular una búsqueda que intentaba cruzar límites preestablecidos. Una característica de Juana, una de las voces más personales de la lírica hispanoamericana de principios del siglo XX, cuyos poemas tienden también al arrebato sentimental de la entrega amorosa y la maternidad, fue escribir su obra mientras ella misma se formaba e iba acercándose a otras lecturas, con transparencia y laboriosidad. Quizá, de allí, la frescura: Tómame ahora que aún es temprano/ y que llevo dalias nuevas en la mano.// Tómame ahora que aún es sombría/ esta taciturna cabellera mía.// Ahora que tengo la carne olorosa/ y los ojos limpios y la piel de rosa.

Estuvo casada durante veinte años hasta enviudar. Longeva para su tiempo —falleció a los 87—, decidió pasar el último período de su vida alejada de los círculos intelectuales, probablemente un regreso necesario al centro de ella misma, luego de ese ímpetu inicial que la sacó de la casa al mundo y, también, por diversas circunstancias de la vida que la sumieron en la soledad y la melancolía. De la pasión inicial de los primeros libros (por los que, incluso, la catalogaron de forma admonitoria de poeta erótica), pasó a una obra más decantada y, sin dudas, influida por el vanguardismo. Se vislumbra en la madurez un matiz más sosegado y personal, camino hacia lo más profundo, taciturno, en que la noche tiene una presencia preponderante.

Leída en las escuelas hasta la actualidad, mito nacional, galardonada con diversos reconocimientos, de belleza física particular, autora del texto «Casi en pantuflas», leído en la conferencia en la que coincidió con Storni y Mistral (donde —al igual que en su escritura misma— se permite introducir términos inesperados para la usanza de entonces), visitada por Federico García Lorca y Juan Ramón Jiménez, sus días, finalmente, fueron un desafío constante por mantener la alegría ante adversidades varias. «Mi destino será el mundo a través de los vidrios de mi ventana», dijo en la última entrevista que concedió. Su figura es honrada en la actualidad en los billetes de mil pesos uruguayos. Al dorso, se leen los primeros cuatro versos del poema «La Higuera». Con mil pesos puede comprarse en Uruguay un libro suyo de buena calidad de diseño e impresión. O muchos, de segunda, tercera o infinitas manos, los domingos, en la Feria Tristán Narvaja de Montevideo.



Gabriela Mistral (Chile)

Ciudadana del mundo, estudiante con problemas de aprendizaje en la niñez, destacada pedagoga, primera mujer de Iberoamérica en obtener el Premio Nobel de Literatura, Gabriela Mistral llegó al mundo entre aromos y algarrobos en la pequeña localidad de Vicuña, Chile. Yo nací mala, dura de carácter, egoísta enormemente y la vida exacerbó esos vicios y me hizo diez veces dura y cruel, dejó dicho en una carta de las muchas que escribió y componen un vasto archivo personal. Registro que fue mapa que deslumbró a investigadores y permitió abrir aún más su obra, pero sobre todo su vida, ya que siempre fue celosa con su intimidad.

«Está claro que su verdadero nombre era este de Gabriela Mistral que adoptó para hacer su poesía (…) Ella era desde siempre la mujer fuerte y grave que luego vimos vagar de una a otra de las tierras de América colmándoles el ansia que les veía de tenerla; la solitaria de todas, la apartada, la madre de solo el idioma nuestro», acertó al describirla sobre su singular derrotero el escritor cubano Eliseo Diego. Mistral fue una librepensadora, de gran espiritualidad y de cuna católica —como le correspondía por geografía—, pero quien adquirió, como se lee en su obra, cierto panteísmo. Del nicho helado en que los hombres te pusieron,/ te bajaré a la tierra humilde y soleada./ Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,/ y que hemos de soñar sobre la misma almohada, son algunos de los versos más célebres de la Nobel. Pertenecen a «Los sonetos de la muerte», de cuando la poesía era aún una actividad paralela a la docencia, pero con que ganó el primero de una vida llena de reconocimientos en los Juegos Florales de la capital chilena, en 1914. Mistral publicó solo cuatro obras: «Desolación», «Tala», «Lagar» y «Ternura». Las tres primeras son fundamentales, y «Ternura» comprende algunos textos incluidos en dos de los cuatro libros editados. Además, la característica de este último es construir una poesía escolar que renueva los géneros tradicionales.

La soledad, el paisaje, la maternidad y la muerte son algunos de los ejes temáticos de su obra. La muerte le llegó temprano, de forma brutal, con el suicidio de quien —se sabe— fue su primera relación amorosa, y el de su sobrino, más tarde. Su mirada sobre el fin de la vida es de mutación, trascendencia, no de final definitivo. Pero lo verdaderamente innovador es su voz. El lirismo mistraliano tiene una fórmula absolutamente novedosa: hosca como la perspectiva árida de sus primeros años, universal como toda la riqueza cultural que la vida le dio y ella supo encarnar. Su lenguaje es ofrecido sin remilgos, al hueso, con crudeza en la exacerbación del dolor, pero de forma llana y clara. «Desolación» es, quizá, el libro más emblemático, porque atraviesa la intimidad de la poeta, la describe como narradora. Allí hay emociones profundas y universales que son espejos de la condición humana. El suyo es, por momentos, un cantar triste, pero no por eso menos pleno.

No suficientemente reconocida en Chile por sus contemporáneos, fue, sin embargo, admirada por diversos intelectuales del mundo como Federico de Onís, salamantino discípulo de Unamuno, quien propició la publicación de la que es considerada su obra maestra: «Desolación». «Todo en ella no son más que otros modos de expresión del sentimiento cardinal de su poesía: su ansia insatisfecha de maternidad, que es a la vez instinto femenino y anhelo religioso de eternidad», expresó. El mexicano Alfonso Reyes, por su parte, sumó: «Ya he dicho en todos los tonos y en varias ocasiones lo mucho que admiro las letras de Gabriela Mistral: su verso que, sin dejar nunca las excelencias técnicas y aun las agilidades ingeniosas, descubre una nueva dimensión en las honduras de la conciencia».

Su derrotero como maestra rural, primero, y como diplomática, luego, fueron conformando el carácter de una mujer comprometida con su tiempo y su paso por la vida. Durante veinte años Mistral se desempeñó como cónsul y representante en organismos internacionales en América y Europa. Reconocida educadora que dejó su impronta en diversas latitudes, Mistral se convirtió en una de las grandes intelectuales de principios del siglo XX. Quizá su condición de ser una mujer de humilde origen campesino, pero contar con un árbol genealógico matriarcal, templaron su carácter definitivamente. Comprometida con desentrañar el germen de la mujer mestiza, latinoamericana, quería que jóvenes y adultas entraran a la cultura desde el más vasto aprendizaje. Soñó con una América latina sin fronteras. «Por una venturanza que me sobrepasa, soy en este momento la voz directa de los poetas de mi raza y la indirecta de las muy nobles lenguas española y portuguesa», expresó al recibir el Nobel.

Nunca se casó, circunstancia bastante extraordinaria, aunque no llamativa en una mujer amante de la libertad y alejada de las convenciones. Tampoco tuvo hijos. La mujer que no mece un hijo en el regazo,/ (cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas),/ tiene una laxitud de mundo entre los brazos;/ todo su corazón congoja inmensa baña, escribió en el poema «La mujer estéril». Lejos de la laxitud de mundo, Mistral se forjó un destino desde donde trascender. O, como dijo de ella el hispanista estadounidense Waldo Frank: «Si la apariencia de Gabriela Mistral nos hacía pensar en sus Andes, en su majestuosa calma, sus grandes ojos negros expresaban una sensibilidad, una delicadeza que ni remotamente reflejaban la paz… La fuerza era monumental; la tonalidad, femenina. De esa paradoja de su naturaleza salieron sus versos. Magníficamente esculpidos, eran cálidos, espontáneos, frágiles como el cuerpo de un niño. En ellos se encontraban milagrosamente el marco de las montañas y la oscuridad de la tierra».



Alfonsina Storni (Argentina)

Por la blanda arena/ Que lame el mar/ Su pequeña huella/ No vuelve más, son cuatro de los versos más célebres del cancionero popular argentino. «Alfonsina y el mar», composición a la que pertenece esta cita, es una de las canciones más grabadas en Hispanoamérica, con cientos de versiones. Pero Alfonsina Carolina Storni, la poeta suicida, fue mucho más que eso. Más que la mujer que, de forma teatral, armó el escenario en el que orquestó el fin de su vida, no solo arrojándose al Atlántico, sino enviando —previamente— al diario argentino La Nación el poema que inspiró esta melodía que hasta hoy es ella misma, en boca de todos y por siempre.

«Voy a dormir» es el nombre del último poema: Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame./ Ponme una lámpara a la cabecera;/ una constelación, la que te guste;/ todas son buenas, bájala un poquito. En ese acto fundacional, el yo lírico crea la despedida material de la poeta, pero, sobre todo, su inmortalidad.

Es Storni, igual que las otras dos autoras de esta selección de «Las tres grandes de América», una de las poetas cardinales de la poesía de Hispanoamérica de todos los tiempos. Autodidacta, como también lo fueran Ibarbourou y Mistral, comparte con la última no solo el haber ejercido la docencia, sino también haber tenido una educación que le vino directamente de su propia casa, a través de otras mujeres. En Mistral fue, principalmente, su medio hermana; pero en el caso de Storni se trató de su propia madre, quien fundó una escuela domiciliaria.

Madre soltera, actriz, poeta argentina de referencia indiscutible, dramaturga y periodista —quien también cultivó otros géneros—, su primer libro «La inquietud del rosal» se posiciona en los límites estéticos del modernismo tardío. Principalmente, Storni fue una activista del feminismo de la primera hora en este sur del mundo. Con su vida y sus actos, y también a través de su obra: «La loba»: Yo soy como la loba./ Quebré con el rebaño/ Y me fui a la montaña/ Fatigada del llano./ Yo tengo un hijo fruto del amor, de amor sin ley,/ Que no pude ser como las otras, casta de buey/ Con yugo al cuello; ¡libre se eleve mi cabeza!; «Hombre pequeñito»; «Las grandes mujeres»; «Ovejas descarriadas» y «Capricho» son los poemas feministas más representativos, aunque en casi toda su obra puede encontrarse este rasgo.

Storni publicó ocho poemarios, además de obras de teatro y artículos periodísticos —con los que se ganó la vida y la aprobación de ciertos intelectuales— y también cuentos y teatro infantil. También fue una excelente declamadora. Sus recitales en lugares públicos, principalmente teatros, tenían gran concurrencia, no sólo de gente de letras, sino de obreras, mujeres del pueblo que veían en la figura de la poeta un espejo vital en el que reflejarse. Es en el libro «Ocre» donde se constituye con más vigor su voz poética, siendo su poesía más innovadora y libre, personal. Quisiera esta tarde/ divina de octubre/ pasear por la orilla lejana del mar;/ que la arena de oro, y las aguas verdes,/ y los cielos puros me vieran pasar, escribió ya allí el regodeo con la muerte.
Con «Mundo de siete pozos» llega, finalmente, a la vanguardia de forma contundente, incluso antes que otros poetas contemporáneos como Baldomero Fernández Moreno o Leopoldo Lugones. Abandona entonces los temas personales, los poemas se vuelven más abstractos y se deslizan entre los símbolos del surrealismo. Tras leer esta obra, Gabriela Mistral dijo que poetas como Alfonsina Storni nacían cada cien años.

Su último libro, «Mascarilla y trébol: círculos imantados», fue publicado en 1938, el mismo año de su muerte en Mar del Plata. Como su propio final, la poeta tuvo una vida al límite, ímpetu puro que no conoció atenuantes ni remilgos. Menos al cáncer, en la sociedad conservadora donde le tocó vivir, primero como actriz, luego como poeta y feminista, sobrevivió a todo y a todos. Luchó por los derechos de la mujer, dedicó toda su veta periodística a ello. Dejó un enorme legado: una obra de poemas personalísimos, agudos y vigorosos. Tú me quieres alba,/ me quieres de espumas,/ me quieres de nácar./ Que sea azucena/ Sobre todas, casta.

Como dije, Storni, Mistral e Ibarbourou coincidieron, en 1935, en Montevideo: «Gracias, Gabriela; gracias, Juana, por existir sobre la tierra y respirar a mi lado. Si pudiera ensanchar nuestras seis manos unidas en un círculo que, partiendo del Atlántico, ensartara la Cordillera y enfilara La Pampa, lo haría», fueron las palabras de la argentina para sus colegas chilena y uruguaya.

Termino estas líneas en una noche fresca y cielo claro de otoño en Uruguay. Tengo en mi escritorio, entre muchos otros papeles, la única fotografía que se logró de las tres poetas juntas. A la izquierda, Mistral ostenta una sonrisa franca. Es la más alta, se la observa distendida y dispuesta para la foto. Solo ella va sin sombrero. A su lado, Storni, con un vestido de flores de mangas cortas; bosqueja una sonrisa escueta y descansa el brazo derecho sobre el cuerpo, mientras el izquierdo sostiene el abrigo y la cartera. Con su cara de rasgos elegantes, casi dibujados a perfección, a Ibarbourou se la ve más seria. Arreglada con distinción, tiene los brazos enlazados por la mano derecha que sostiene a la izquierda. ¿Intuiría en ese momento alguna de ellas la trascendencia de ese único disparo de luz?




Poemas

Juana de Ibarbourou

Silencio

Mi casa tan lejos del mar
Mi vida tan lenta y cansada.
¡Quién me diera tenderme a soñar
una noche de luna en la playa!

Morder musgos rojizos y ácidos
y tener por fresquísima almohada
un montón de esos curvos guijarros
que ha pulido la sal de las aguas.

Dar el cuerpo a los vientos sin nombre
bajo el arco del cielo profundo
y ser toda una noche, silencio,
en el hueco ruidoso del mundo.


Rebelde

Caronte: yo seré un escándalo en tu barca.
Mientras las otras sombras recen, giman, o lloren,
y bajo tus miradas de siniestro patriarca
las tímidas y tristes, en bajo acento, oren,
yo iré como una alondra cantando por el río
y llevaré a tu barca mi perfume salvaje,
e irradiaré en las ondas del arroyo sombrío
como una azul linterna que alumbrara en el viaje.
Por más que tú no quieras, por más guiños siniestros
que me hagan tus dos ojos, en el terror maestros,
Caronte, yo en tu barca seré como un escándalo.
Y extenuada de sombra, de valor y de frío,
cuando quieras dejarme a la orilla del río
me bajarán tus brazos cual conquista vándalo.


Bajo la lluvia

¡Cómo resbala el agua por mi espalda!
¡Cómo moja mi falda,
y pone en mis mejillas su frescura de nieve!
Llueve, llueve, llueve,
y voy, senda adelante,
con el alma ligera y la cara radiante,
sin sentir, sin soñar,
llena de la voluptuosidad de no pensar.
Un pájaro se baña
en una charca turbia. Mi presencia le extraña,
se detiene… me mira… nos sentimos amigos…
¡Los dos amamos muchos cielos, campos y trigos!
Después es el asombro
de un labriego que pasa con su azada al hombro
y la lluvia me cubre de todas las fragancias
de los setos de octubre.
Y es, sobre mi cuerpo por el agua empapado
como un maravilloso y estupendo tocado
de gotas cristalinas, de flores deshojadas
que vuelcan a mi paso las plantas asombradas.
Y siento, en la vacuidad
del cerebro sin sueño, la voluptuosidad
del placer infinito, dulce y desconocido,
de un minuto de olvido.
Llueve, llueve, llueve,
y tengo en alma y carne, como un frescor de nieve.


Gabriela Mistral

El amor que calla

Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;
¡pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres tan oscuro!
Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.
Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que entrar en la muerte!


Íntima

Tú no oprimas mis manos.
Llegará el duradero
tiempo de reposar con mucho polvo
y sombra en los entretejidos dedos.
Y dirías: «No puedo
amarla, porque ya se desgranaron
como mieses sus dedos».
Tú no beses mi boca.
Vendrá el instante lleno
de luz menguada, en que estaré sin labios
sobre un mojado suelo.
Y dirías: «La amé, pero no puedo
amarla más, ahora que no aspira
el olor de retamas de mi beso».
Y me angustiara oyéndote,
y hablarás loco y ciego,
que mi mano será sobre tu frente
cuando rompan mis dedos,
y bajará sobre tu cara llena
de ansia mi aliento.
No me toques, por tanto. Mentiría
al decir que te entrego
mi amor en estos brazos extendidos,
en mi boca, en mi cuello,
y tú, al creer que lo bebiste todo,
te engañarías como un niño ciego.
Porque mi amor no es sólo esta gavilla
reacia y fatigada de mi cuerpo,
que tiembla entera al roce del cilicio
y que se me rezaga en todo vuelo.
Es lo que está en el beso, y no es el labio;
lo que rompe la voz, y no es el pecho:
¡es un viento de Dios, que pasa hendiéndome
el gajo de las carnes, volandero!


Los sonetos de la muerte (I)

Del nicho helado en que los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma almohada.
Te acostaré en la tierra soleada con una
dulcedumbre de madre para el hijo dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna
al recibir tu cuerpo de niño dolorido.
Luego iré espolvoreando tierra y polvo de rosas,
y en la azulada y leve polvareda de luna,
los despojos livianos irán quedando presos.
Me alejaré cantando mis venganzas hermosas,
¡porque a ese hondor recóndito la mano de ninguna
bajará a disputarme tu puñado de huesos!


Alfonsina Storni

Humildad

Yo he sido aquella que paseó orgullosa
El oro falso de unas cuantas rimas
Sobre su espalda, y se creyó gloriosa,
De cosechas óptimas.
Ten paciencia, mujer que eres oscura:
Algún día, la Forma Destructora
Que todo lo devora,
Borrará mi figura.
Se bajará a mis libros, ya amarillos,
Y alzándola en sus dedos, los carrillos
Ligeramente inflados, con un modo
De gran señor a quien lo aburre todo,
De un cansado soplido
Me aventará al olvido.
Peso ancestral
Tú me dijiste: no lloró mi padre;
Tú me dijiste: no lloró mi abuelo;
No han llorado los hombres de mi raza,
Eran de acero.
Así diciendo te brotó una lágrima
Y me cayó en la boca… más veneno:
Yo no he bebido nunca en otro vaso
Así pequeño.
Débil mujer, pobre mujer que entiende,
Dolor de siglos conocí al beberlo:
Oh, el alma mía soportar no puede
Todo su peso.


Dolor

Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar.

Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como una romana, para concordar
con las grandes olas, y las rocas muertas
y las anchas playas que ciñen el mar.

Con el paso lento, y los ojos fríos
y la boca muda, dejarme llevar;
ver cómo se rompen las olas azules
contra los granitos y no parpadear;
ver cómo las aves rapaces se comen
los peces pequeños y no despertar;
pensar que pudieran las frágiles barcas
hundirse en las aguas y no suspirar;
ver que se adelanta, la garganta al aire,
el hombre más bello, no desear amar…

Perder la mirada, distraídamente,
perderla y que nunca la vuelva a encontrar:
y, figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme el olvido perenne del mar.


Vida

Mis nervios están locos, en las venas
la sangre hierve, líquido de fuego
salta a mis labios donde finge luego
la alegría de todas las verbenas.
Tengo deseos de reír; las penas
que de donar a voluntad no alego,
hoy conmigo no juegan y yo juego
con la tristeza azul de que están llenas.
El mundo late; toda su armonía
la siento tan vibrante que hago mía
cuando escancio en su trova de hechicera.
Es que abrí la ventana hace un momento
y en las alas finísimas del viento
me ha traído su sol la primavera.


Juana de Ibarbourou (Uruguay, 1892 – Montevideo, 1979) Poetisa uruguaya considerada una de las voces más personales de la lírica hispanoamericana de principios del siglo XX. A los veinte años se casó con el capitán Lucas Ibarbourou, del cual adoptó el apellido con el que firmaría su obra. Sus primeros poemas aparecieron en periódicos de la capital uruguaya (principalmente en «La Razón») bajo el seudónimo de Jeannette d’Ibar, que pronto abandonaría. Juana de Ibarbourou ocupó la presidencia de la Sociedad Uruguaya de Escritores en 1950. Cinco años más tarde su obra fue premiada en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, y en 1959 el gobierno uruguayo le concedió el Gran Premio Nacional de Literatura.

Gabriela Mistral (Vicuña, Chile, 7 de abril de 1889 – Nueva York, Estados Unidos, 10 de enero de 1957). Escritora y premio Nobel de Literatura en 1945. Trabajó como maestra y colaboró en publicaciones literarias. Sus primeros escritos aparecieron en 1904 en: «El Coquimbo», «Penumbras de La Serena» y «La Voz de Elqui de Vicuña». Colaboró con la revista «Elegancias», que dirigía Rubén Darío desde París. En 1914 obtuvo el Premio Nacional de Poesía de Chile con «Sonetos de la muerte». Fue una de las poetas más importantes del siglo XX, maestra rural y educadora. Consiguió el galardón más importante de la literatura universal, fue doctor «honoris causa» por la Universidad de Guatemala, Mills College de Oakland (California), y por la Universidad de Chile, entre otras universidades. Su obra está traducida a más de 20 idiomas.

Alfonsina Storni (Capriasca, Suiza, 1892 – Mar del Plata, Argentina, 1938) La obra poética de Alfonsina Storni se divide en dos etapas: la primera, caracterizada por la influencia de los románticos y modernistas, con libros como «La inquietud del rosal» (1916), «El dulce daño» (1918), «Irremediablemente» (1919) y «Ocre» (1920). La segunda etapa, caracterizada por una visión oscura, irónica y angustiosa, se manifiesta en «Mundo de siete pozos» (1934) y «Mascarilla y trébol» (1938). Storni hizo también incursiones en la dramaturgia y colaboró en varias revistas y medios.


Carolina Zamudio. Periodista, poeta y ensayista. Master en Comunicación Institucional y Asuntos Públicos. Entre sus libros destacan, «La oscuridad de lo que brilla», edición bilingüe español/inglés, (Estados Unidos); «Rituales del azar», edición bilingüe español/francés, (Francia); «La timidez de los árboles», (Colombia); «Vértice», edición bilingüe español/italiano (Italia) y «Las certezas son del sol», (España). Premio Universitarios Siglo XXI del Diario La Nación y Corona al Poeta (Argentina). Creó y dirige la Fundación Esteros y la revista del mismo nombre, además de llevar adelante el Encuentro Esteros.

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