
Sin Título I
Saltimbanqui dando tumbos en el aire
entre lenguas de fuego
que exhalaban sus compañeros de juerga,
se soñó Atahualpa un día antes de su muerte.
Cada día yo, su heredero más lejano de cabellos largos,
hablo la lengua de sus asesinos, visto sus trajes
y asisto a sus palacios.
Pese a ello, sigo viendo por sus ojos,
porque un hombre es todos los hombres
que han sido antes de él
y su ángel.
Carlos Aguasaco

Entre la sombra el canto
Y he aquí que hoy, Roque Dalton, no asesinaron al cisne.
A eso de las siete
se llenaron las tribunas
y nuestros cuerpos se plantaron como árboles
en turbulencia y en sosiego.
No asesinaron al cisne.
Fuimos riego de luz
por un instante
hojarasca, osadía, atrevimiento,
un exceso de realidad
por centenares
que supo flotar en el silencio y duele
porque todo ha sido palabra-tachadura:
la persecución, el crimen, la masacre.
Cenizas pasajeras que se juntan, se dispersan
para perderse en lo más ancho del tiempo, en el olvido.
Lo que quedó de un hombre perseguido por la Sombra, somos.
Lo que quedó de las madres tras los huesos de sus hijos,
vertidas ellas en el mar que los extiende,
o en la celeridad del río, somos.
Somos lo que pasó y está pasando todavía.
Pero entonces, leímos:
Sus estertores anegan de suciedad los trajes de los transeúntes.
Y lo supimos: fuimos la misma llaga antigua y nueva,
el barro, el animal fundido ya en el tronco
mientras la hora hacía maravillas.
Oh, luz iluminada que hoy pareces tan nueva:
que tu silencio no ensordezca a los verdugos.
Que confusos de vivir,
se plieguen solemnes en la plaza.
Que sus manos penetren los corredores de los árboles,
y excaven la memoria toda
antes de que este claro de luna disipe tu nombre, Roque Dalton,
y borre las tinieblas de la noche.
Tallulah Flores Prieto

Ubicuidad
En el instante en que
el colibrí chupa
la flor del paraíso
Adán se encandila
con el rayo de sol
entre las hojas
Un breve parpadeo
Y al abrir los ojos
ese hombre perplejo
soy yo
Así de breve
la eternidad
Luis Fernando Macías

No deberían arder las ciudades…
No deberían arder las ciudades
sino los hornos de pan y las farolas,
el combustible de los repartidores de gardenias
y las baldosas naranjas del paseo con sol reciente.
No deberían arder las ciudades
porque una ciudad es una cebra fogosa,
una ofrenda necesaria de sombra y luz
para aplacar la mandíbula del león humano.
No deberían arder las ciudades,
ni la que tiene piscina de leche para baño de unicornios
ni la poblada por escorpiones y tentáculos que los devorarían.
No deberían arder ni la torre ni la madriguera.
Deberían arder la muerte y su geometría.
Debería moldearse un cuerpo nuevo que recordara por sí mismo
cómo llegar al pantano en que se oculta la salamandra de la respiración.
Deberían arder las corazas. Deberían arder los rectángulos.
Pero no deberían arder las ciudades.
Pedro Larrea

La escritura del ciruelo
Quieto, bien hundido
en la tierra echa pezones
dulces por las ramas.
Imito al ciruelo
cuando hago
un poema
tan desnudo en invierno
sin fuego, ni caballo, ni mujer.
Imito el gesto del ciruelo.
Me río como loco
doy saltos, finjo
la primavera.
Wen Li Fu
(China, siglo XIII)
Rafael Courtoisie

Las mil formas de las cosas cuando nadie las observa ser algo
Hallé un papel con poesía escrita
y no supe qué hacer,
dijo.
Pues lo mejor que puede hacerse con un papel,
con poesía escrita,
es fuego,
dije.
Aunque sea fuego imaginario.
Y sobre todo si es fuego imaginario,
no dije.
Sergio Marentes

Teherán
Llovía sobre Teherán. Atravesaba
una calle frondosa de castaños.
Aquella primavera pensaba en la existencia:
una serie de escalas transitorias
en ciudades que nunca poseí,
al igual que Teherán. La lluvia intensa
caía sobre barrios elegantes
cuyas casas hacían pensar en un silencio
hecho de reclusiones. La mujer
que esperaba en un banco de aquel parque
frente a las embajadas
el fin de alguna tregua o al esposo
que trajera el olor a tierra húmeda
o a mayo en los salones con fruteros
y alfombras de colores apagados.
Diluviaba en Teherán, la lejanía
de montañas nevadas
me llevaba hacia ti, bajo el cobijo
de ramas de morera proyectando
la franja de la huida en el ardor
de besos por la espalda,
de repentinas infidelidades
en alcobas minúsculas. Teherán
bajo el anonimato de la lluvia
y calles de castaños que llevaban
a un leve exilio de nosotros mismos.
Veronica Aranda

Una mujer llora en la cocina…
Una mujer llora en la cocina. Detrás
del olor a locro.
Macera la carne con limón
y con su inefable tristeza.
Las lágrimas caen en la espuma de leche
que se derrama hasta la indolencia.
El aire se vuelve tan oleoso que debería irse
y apagar el día.
En la cocina una mujer se parte viva,
se corta los dedos, desangra.
El dedo va a la boca.
El dolor está detrás
del hilo dormido que se secó en el vientre,
detrás de aquel humo que se llevó el después.
Siempre y detrás de todo.
Cuando los olores se mezclan
ella destapa las cacerolas.
Es la única que se queda enjuagando el día
hasta que vuelva a ser.
Una mujer en la cocina.
Graciela Aráoz

Una carta rumbo a Gales
Me pregunta usted dulce señora
Qué veo en estos días a este lado del mar.
Me habitan las calles de este país
Para usted desconocido,
Estas calles donde pasear es hacer un
Largo viaje por la llaga,
Donde ir a limpiar luz
Es llenarse los ojos de vendas y murmullos.
Me pregunta
Qué siento en estos días a este lado del mar.
Un alfileteo en el cuerpo,
La luz de un frenocomio
Que llega serena a entibiar
Las más profundas heridas
Nacidas de un poblado de días incoloros.
¿Y el sol?
El sol, un viejo drogo que ha lamido esas heridas.
Porque sabe usted , dulce señora,
Es este país una confusión de calles y heridas.
La entero a usted:
Aquí hay palmeras cantoras
Pero también hay hombres torturados.
Aquí hay cielos absolutamente desnudos
Y mujeres encorvadas al pedal de la Singer
Que hubieran podido llegar en su loco pedaleo
Hasta Java y Burdeos,
Hasta el Nepal y su pueblito de Gales,
Donde supongo que bebía sombras su querido Dylan Thomas.
Las mujeres de este país son capaces
De coserle un botón al viento,
De vestirlo de organista.
Aquí crecen la rabia y las orquídeas por parejo,
No sospecha usted lo que es un país
Como un viejo animal conservado
En los más variados alcoholes,
No sospecha usted lo que es vivir
Entre lunas de ayer, muertos y despojos.
Juan Manuel Roca

estará mi madre…
estará mi madre
coloreando lirios frente a la ventana
buscándose los ojos
en los míos
para decirme
que no hay cielo ni infierno
que asegure mi verso
que no me vaya
Jorge Paolantonio

La amante
En el momento del amor, ve. Pequeñas parcelas de tierra delimitadas por el sembradío. Girasoles, una vid o los arrozales eternos antes de la breña. Campanario en lo alto de un camino de piedras y el desierto, con una tormenta naranja que de arena la boca impregna. Pura sed. Luces. Son las casas que desfilan al borde de una ruta que atraviesa un pueblo silvestre. La rutina en las ventanas por donde otros intercalan, a la vez, sus propias figuras. A la mira, aunque no se puedan tocar. Si la quieren, observan desprevenidos las secuencias que la conforman. Un ojo abierto; el otro es el de ver. Ella puede mirarse, amar sus paisajes. Escucha, de vez en cuando, aquella frase: Recuerda las lilas del mantel, esta primera sábana. Cubierta por la tela, el agua va en el cuerpo. Y la marejada baja, una sinfonía de todos los tiempos.
Carolina Zamudio

Perverso ojo cubano
Perverso ojo cubano fue lo que ella pensó cuando el Tuerto la desnudó. El Tuerto con su parche en el ojo. Su Pirata, su Sandokan, su Corsario negro, Rojo y Verde. Y eso era lo que ella estaba viendo, lucecitas de colores. Porque al Tuerto le falta un ojo pero le sobra lengua. ¡Ay que rico, madrecita mía! ¡Virgencita de la Caridad del Cobre, qué cosa es esto! ¡Una pinga!, grita el Tuerto y a ella le duele la grosería. Claro que es eso pero porqué tiene que decirlo. Mejor es hablar cosas bonitas o quedarse callados, pero él dice que más rico es hablar. ¡Grita, coño, grita! ¡Di algo! ¡Dime papito bonito, papito sabroso! Y el Tuerto está sabroso de verdad pero a ella no le gusta decir esas cosas y el Tuerto suda y las gotas le caen a ella en la cara y él grita: ¡Chupámela, chupámela! y ella que se la chupa y él que le hala los pelos y se la mete, se la mete y…¡Tuerto que no me cabe! ¡Sácala Tuerto, sácala! y ella que no puede más y va a vomitar y de pronto eso en la boca… ¡Coño, cochino, puerco, que a mí no me gusta! y él… ¡Trágatela, trágatela, trágatela!… y ella que no, que sabe mal y el Tuerto que qué le pasa a ella y…¡No Tuerto, por ahí no! ¡Noooo! ¡Ay madrecita mía, Virgen de la Caridad del Cobre que se le baje, que se le baje! y el que… ¡Aquí hay un hombre a tó, a tó! y ella que ¡No, no vi último tango en París! y que loco este Tuerto que me pregunta si no hay mantequilla. En este país hace siglos que no hay mantequilla y no, nooo. La saliva de El Tuerto es blanca y gomosa. ¡Puerco, puerco, puercooo! Y ahora si se acabó y… ¡No niña aquí hay un hombre a tó, a tó! y el Tuerto que la pone boca arriba y aquello sigue parao… y te voy a dar jarabito de componte… y el Tuerto huele a sudor y ella lo siente y siente que el tiene 50 dedos y ella no tiene más lugares y El Tuerto grita: ¡Ahora por las orejas! y ¡Ahora por la nariz! y ella que no, nooo… y el Tuerto que aquí hay un hombre a tó, a tó y a ella le duele todo el cuerpo y las estrellitas de colores son cada vez más negras, más rojas, más verdes y el agua se va a las 5 de la tarde y no viene más hasta el otro día y ella tiene que ir a una reunión a la fábrica a la que dicen que va a ir Fidel y ella no quiere perder su trabajo, y El Tuerto grita cada vez más alto y ella tiene ganas de llorar porque tuvo el primer orgasmo de su vida y porque al Tuerto se le cayó el parche del ojo y el ojo blanco es terrible y aquello sigue parao, parao, y el agua se va a las 5 de la tarde y ella no quiere perder su trabajo, y ella quiere ver a Fidel y el Tuerto dice que si se va está traicionando a su pinga parada y que eso es peor que traicionar a la Patria y ella no quiere traicionar a nadie. Eso piensa mientras se limpia entre las piernas.
Claribel Terré Morell